Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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Tras un mes transitando caminos y atravesando diversos pueblos de Castilla, donde aprovecharon para reclutar hombres dispuestos a hacer el gran viaje a las Indias, llegaron al puerto de Santander. Con un ligero bamboleo provocado por el tenue oleaje que ingresaba por la bocana del puerto, se hallaban amarrados los navíos supervivientes de la Gran Armada. Fray Pedro de la Serna encabezaba el grupo formado por los once frailes más 162 hombres y varios carros tirados por parejas de bueyes, cuyo contenido oculto por lonas debía ser pesado en exceso a la vista del esfuerzo que los mansos hacían en el tiro.

Antonio Alvear había sido ascendido a comandante de la escuadra castellana, tras la retirada del cargo a Diego Flores Valdés, quien había sido arrestado por sus desavenencias con el duque de Medina Sidonia en el fallido asalto a Inglaterra. El comandante se encontraba en su navío cuando fue advertido que un fraile jerónimo, llamado Pedro de la Serna, con un mensaje del mismo rey Felipe II, le esperaba en tierra.

El nuevo comandante, ávido de noticias pues llevaba más de cuatro meses esperando instrucciones, se apresuró a desembarcar en busca del misterioso fraile.

– Fray Pedro, soy Antonio Alvear, comandante al mando de los navíos que aquí podéis ver y que sobrevivieron a los temporales que sufrimos frente a las islas británicas.

– Comandante, por esta misiva real entenderéis lo que se precisa de vos. Y a fuer de no perder tiempo, os ruego lo leáis en este instante para iniciar sin más dilación la misión que Su Majestad nos tiene encomendada – dijo el fraile sin titubeos.

– Pero…- leía don Antonio sorprendido -, me temo que para ese viaje no contamos con la marinería necesaria, pues perdimos una cantidad considerable de hombres en las tempestades. Como podéis observar necesitamos marineros y artilleros para esos 15 barcos, en los cuales hay que atender 14 de ellos con 24 cañones cada uno y aquel que yo capitaneo de 36 cañones – terminó señalando con orgullo al San Cristóbal.

– No debéis preocuparos por ello, ya que conmigo y mis hermanos vienen 162 hombres dispuestos a hacer la travesía, donde tendrán tiempo de aprender los oficios de artillería y marinería. El resto de hombres que sean necesarios nos los proporcionará el alcalde de esta ciudad a través de la correspondiente recluta – dijo con total aplomo.

Continuó explicando fray Pedro de la Serna, que en tierra permanecerían seis de sus hermanos jerónimos y los arrieros que conducían los carros que esperaban a la entrada del puerto. El comandante preguntó intrigado por el contenido de los carros, a lo que el jerónimo respondió que estaban cargados con adoquines de piedra que transportarían a las Indias.

– Pero fray Pedro, ¿no hay suficiente piedra en las Indias para que tengamos que llevar semejante sobrecarga en tan larga y peligrosa travesía?

– Comandante, con estos adoquines llenaremos las bodegas de vuestros galeones para ponerlos a prueba, ya que no podemos arriesgarnos a que aun tengan secuelas de su última misión, y si han de hundirse, es preferible que se vayan al fondo del mar cargados de piedra que de oro.

Antonio Alvear, militar experimentado en numerosas contiendas y herido en su orgullo porque un fraile sin conocimientos navales pusiera en cuestión los barcos de su escuadra, no quiso prolongar el debate con el astuto religioso. Más bien pensó, que sería preferible que fuera el propio tiempo el que demostrara la valía de sus navíos. Primero, superando la prueba que imponía fray Pedro, y después otras de mayor envergadura que a buen seguro tendrían que afrontar, tanto a la ida como al regreso del aventurado viaje que se disponían a iniciar.

A continuación, fray Pedro envió a uno de sus hermanos jerónimos a El Escorial para que informara al prior que todo estaba resultando según lo previsto. Después, eligió a los cinco frailes que no embarcarían, permaneciendo uno de ellos en Santander y los otros cuatro distribuidos en otros tantos puertos de la costa cantábrica previamente seleccionados.

En cada puerto esperarían el regreso de los barcos con el tesoro y tendrían dispuestos para entonces, los carromatos con sus arrieros para el transporte hacia el interior.

El 13 de marzo de 1589, partieron del puerto de Santander con dirección a las islas Canarias 15 navíos, pertenecientes a la escuadra castellana, de los 67 supervivientes de la Gran Armada.

Desde la cubierta del San Cristóbal, Fray Pedro de la Serna y el comandante Alvear, observaban juntos la aparición de la isla de Gran Canaria.

– Comandante – dijo fray Pedro -, convendréis conmigo en que el clima que rodea estas islas, es en esta época del año mucho más benigno que el que hemos dejado hace unos días en la costa cantábrica.

– Así es padre, aquí se goza de un clima suave todo el tiempo, independientemente de la estación del año en la que nos encontremos. Y un clima similar nos encontraremos cuando lleguemos a América.

Después de una semana de avituallamiento en el puerto de Las Palmas, donde hicieron la primera escala, iniciaron la travesía con rumbo al Nuevo Mundo. Para ello, se dirigieron por la misma ruta que en 1492 había seguido Cristóbal Colón, lo que les permitiría aprovechar las corrientes marinas unidas al impulso de los vientos que, hinchando las velas de las naves, les llevaría hacia su destino en el otro lado del océano.

Para algunos, incluidos los cinco jerónimos que iban a bordo, era la primera vez que realizaban una travesía de ese calibre. Otros como el propio comandante Alvear, ya habían experimentado anteriormente ese viaje y sabían de sobra los peligros que les esperaban.

* * *

Al poco tiempo de haberse constituido la Hermandad de los Custodios del Tesoro y cuando Álvaro Osorio de Cáceres ya había cumplido veinte años de edad, Isabel recibió una visita inesperada. Era noche cerrada en Madrid, cuando los repentinos golpes de la aldaba sobre la puerta principal de la vivienda, sorprendieron a la dueña de la casa en el momento en que esta procedía a retirarse a sus aposentos.

– Doña Isabel, un caballero embozado solicita una audiencia con vos – explicó la criada un tanto alterada.

– ¿Quién es el tal caballero, que osa perturbar la paz de esta casa a tan altas horas de la noche? – preguntó Isabel sin ocultar su enfado.

– No lo sé señora, no ha querido identificarse, pero ha insistido en que no tenéis nada que temer, que es persona bien conocida por vos y que quiere pediros consejo y ayuda sobre algo que afecta directamente al imperio.

– Está bien, hacedle pasar a la sala principal, y no os alejéis demasiado por si os tuviera que pedir ayuda.

El personaje misterioso, no era otro que el ministro Juan Idiáquez, quien al descubrirse, una vez que Isabel y él estuvieron a solas, pidió disculpas por la forma y la hora intempestiva a la que se había presentado.

A renglón seguido, y sin más demora, fue directamente al grano explicando que el monarca tras la derrota de la Gran Armada se había encerrado en sí mismo y era posible que hubiera caído en un cierto estado de enajenación mental.

– Recurro a vos señora por vuestra antigua cercanía al rey y por la confianza que antaño siempre os demostró, por lo que pienso que, con las ausencias desde hace años tanto de la reina Ana como de su hermana menor la infanta Juana, quizás sois la única persona que podríais hacerle reaccionar.

– ¿Acaso estáis insinuando que Su Majestad ha perdido la razón? – preguntó la dama sin ocultar cierta sorpresa.

– Sabéis de sobra cuanto respeto y admiro a nuestro soberano – respondió el ministro sin titubeos -, pero al igual que en su día, el éxito en la batalla de Lepanto infundió en él unas energías renovadas, el reciente fracaso naval de nuestra Gran Armada frente a los ingleses, lo recibió imbuido de un silencio absoluto, quedando desde entonces sumido en una melancolía impropia de su carácter.

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