1 ...7 8 9 11 12 13 ...22 – Majestad – comenzó Isabel al terminar de descender haciendo una reverencia ante el monarca -, veo que aun conserváis el atractivo porte con el que conquistasteis mi corazón, el cual a pesar del tiempo transcurrido no ha dejado de perteneceros. No tengáis duda alguna sobre que mi destino está unido a lo que tengáis a bien disponer.
– Os agradezco el cumplido señora, pero tanto mi cuerpo como mi alma murieron en lo tocante al amor el mismo día que desapareció de este mundo la reina Ana – respondió Felipe II sin acritud, pero aceptando su condición física debido a su avanzada edad y al continuo tormento al que le sometía la enfermedad de gota que padecía.
– Entonces – dijo una Isabel ofendida por sentirse rechazada por un viejo con quien lo último que deseaba era compartir nuevamente cama -, ¿para qué me habéis hecho venir?
A continuación, el rey manifestó que la razón de la convocatoria no era otra, que proponerle nuevamente la posibilidad de la participación de Álvaro en una gran hazaña bélica que tenía entre manos, ya que para ello estaba construyendo una potente armada naval, que sería conocida en todo el orbe como la “Grande y Felicísima Armada”, y quería que su hijo formase parte de ella.
– Perdonad Majestad – dijo Isabel sin ocultar su enojo -, pero ya sabéis que no estoy dispuesta a perder a mi único hijo en el campo de batalla y menos aun si la batalla se desarrolla en el mar, donde si algo le ocurriese, nadie sería capaz de recuperar su cuerpo para darle, siquiera, cristiana sepultura.
Tras su contundente respuesta, la mujer hizo una nueva reverencia ante el monarca y se retiró sin más. El rey por su parte y a pesar del desaire de la dama, no lo tomó en cuenta olvidando cualquier tipo de represalia. Sin embargo, en su interior lamentó profundamente que su hijo varón de mayor edad no fuese partícipe de la gran empresa que se disponía acometer.
Esa gran empresa no había sido necesaria anteriormente, ya que desde la Batalla de Lepanto en 1571, la supremacía naval del Imperio Español fue incuestionable durante años. Sólo era perturbada ocasionalmente, por los intermitentes aguijonazos que los piratas ingleses intentaban infligir a las flotas, cuando éstas regresaban a España con los tesoros procedentes de las colonias en América. No obstante, con el tiempo, la actividad pirata fue incrementándose hasta tal punto, que los continuos ataques de Francis Drake y el apoyo de Isabel I a los rebeldes de los Países Bajos, empujaron a Felipe II a tomar la decisión de invadir Inglaterra.
Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, que era el mayor experto naval del Imperio y Alejandro Farnesio que comandaba por aquel entonces los Tercios de Flandes, presentaron al rey el plan de invasión de la isla con 30.000 hombres de Farnesio, que debían cruzar el Canal de la Mancha en barcazas custodiadas por la Gran Armada.
Desafortunadamente, unas fiebres tifoideas acabaron inesperadamente con la vida del marqués de Santa Cruz, por lo que tuvo que ser sustituido apresuradamente como comandante de la Gran Armada por Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. El nuevo comandante, pese a haber demostrado una gran eficiencia en tierra y contar con amplios conocimientos teóricos en materia naval, carecía de la experiencia suficiente para liderar la gran cruzada que su rey pretendía.
El duque, consciente de sus limitaciones, solicitó varias veces ser relevado de la misión que le había sido encomendada. Sin embargo, otras tantas veces, su solicitud no fue acogida por el rey. Por consiguiente, el 20 de mayo de 1588, tuvo que hacerse a la mar desde el puerto de Lisboa al frente de una armada compuesta por 127 navíos.
Destacaban el San Martín (48 cañones), buque insignia en el que navegaba Alonso Pérez de Guzmán y el San Joao (50 cañones), ambos de la escuadra portuguesa; el Santa Ana (30 cañones) capitaneado por Juan Martínez Recalde, que ya había escoltado con éxito tres flotas de Indias y había rescatado un galeón repleto de oro de la isla de Madeira, el Gran Grin (28 cañones) y el Santiago (25 cañones), todos ellos pertenecientes a la escuadra de Vizcaya; el San Cristóbal (36 cañones) comandado por Diego Flores Valdés, actuando como segundo en la Armada y sustituto en caso de fallecimiento del duque de Medina Sidonia y el San Juan Bautista (24 cañones), que con otros 14 barcos también de 24 cañones y otro más de 12, componían la escuadra castellana.
Desde el día que el rey tuvo conocimiento de que la Gran Armada había partido hacia su destino, todos los días se arrodillaba en el reclinatorio de sus aposentos para orar, y solicitar al Omnipotente la ayuda Divina necesaria para que la misión culminase con éxito.
La primavera llegó a su fin sin que se hubiese recibido noticia alguna sobre la operación de asalto a Inglaterra. El verano fue transcurriendo bajo un calor sofocante que, en cierto modo, en el interior del monasterio se hacía más soportable debido a que los gruesos muros con los que estaba construido mitigaban las variaciones de temperatura que se producían en el exterior del mismo.
Sólo a mediados de septiembre llegaron informes fiables a El Escorial. Y fueron los ministros del rey, Juan Idiáquez y Cristóbal Moura, quienes anunciaron a Felipe II que el mensajero traía malas nuevas que el monarca debía escuchar sin demora.
El mensajero relató, como las dificultades comenzaron desde que la Gran Armada tuvo que recalar en el puerto de La Coruña para aprovisionarse de agua y alimentos, ya que debido al estado de la mar tuvieron que permanecer allí anclados durante varios días.
– Continuad – insistió el monarca con cierta impaciencia.
– Finalmente – continuó el mensajero, no sin cierta desazón y temor ante la reacción del rey -, el 21 de julio decidieron hacerse a la mar y sufrieron los embates de un primer temporal que provocó la dispersión de la flota. Tuvieron que esperar varios días para reagruparse frente al golfo de Vizcaya, desde donde se dirigieron directamente con viento a favor hacia el Canal de la Mancha.
– Decid de una vez que ocurrió – apremió nuevamente Felipe II.
– Tras un primer enfrentamiento a la altura de Calais y otro a continuación frente a Gravelinas, los navíos ingleses consiguieron dispersar la flota española – el mensajero hizo una pequeña pausa viendo como su rey se tapaba la cara con sus dos manos, hasta que con la mano derecha hizo un gesto para indicar que continuase -. Los vientos se encargaron del resto impulsando a los españoles hacia el norte, e imposibilitando su vuelta hacia el Canal para escoltar y avituallar a los hombres de Farnesio.
Mientras la tragedia empezaba a tomar forma en la mente del monarca, el mensajero continuó su relato describiendo cómo los barcos españoles tuvieron que bordear por el norte las islas británicas, y explicando como nuevas tormentas a la altura de Escocia e Irlanda completaron el desastre. Aun así 67 embarcaciones, poco más de la mitad de las que habían partido, consiguieron regresar al puerto de Santander.
El Rey, después de escuchar el mensaje totalmente apesadumbrado, permaneció desde entonces encerrado en sus aposentos en completa soledad. Repentinamente, y habiendo transcurridos siete días desde su aislamiento, citó de urgencia al prior de los Jerónimos.
– ¿Que os ocurre Majestad? – preguntó el prior con cierto aire de preocupación- ¿Acaso necesitáis confesión?
– Algo parecido, ya que en realidad he pecado de soberbio al pensar que podría dominar el mundo entero. Y ello, ha provocado que el castigo divino haya caído sobre la que consideraba mi Armada Invencible.
– No debéis atormentaros por ello. Los designios del Señor son inescrutables y no sabemos a ciencia cierta porque ha sucedido esa tragedia. Quizás simplemente quiera hacernos ver que, por grandes y poderosos que sean los hombres, somos muy pequeños frente a su poder.
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