Isabel continuaba sin entender que papel jugaba ella en esa historia, por lo que sin hablar hizo un gesto interrogante para que el padre Guillermo Galdeano continuase con su disertación.
– Vos señora, deberíais ser la primera interesada en lo que me propongo respecto a don Juan. Vuestro hijo Álvaro está viviendo la misma situación que don Juan antes de ser reconocido como hijo legítimo por el emperador. Hasta ese momento, y siendo niño, se le conocía en la corte como Jeromín. Es menester que Álvaro obtenga los mismos privilegios, por lo que su linaje debería ser reconocido en algún momento.
Ahora si que entendía Isabel como sacar provecho del plan que con tanta sagacidad estaba urdiendo el astuto agustino. En ese momento empezó a imaginar a su hijo convertido en un auténtico príncipe real, interviniendo junto a su padre en las decisiones del imperio. No obstante, enseguida salió de su ensoñación, ya que aquello no se le antojaba como una tarea fácil.
– Sin embargo – continuó el padre Galdeano percibiendo que había ganado a su interlocutora para la causa -, la intención actual de nuestro rey es que el cuerpo de don Juan de Austria permanezca enterrado en los Países Bajos. La intención del monarca, es que sus hazañas y su imagen se vayan difuminando poco a poco para que, con el tiempo, el antaño Jeromín quede finalmente en el olvido.
– Ahora os entiendo – dijo Isabel convencida de la oportunidad que se le presentaba, por una parte para desquitarse del repudio que le infringió el rey, y por otra, para cimentar las bases que en un futuro servirían de apoyo para fundamentar la posición de su hijo -, contad conmigo para todo lo que esté en mi mano.
El prior explicó, cómo el cadáver de don Juan debía entrar en España clandestinamente y con todo sigilo, para evitar que los espías del rey le pusiesen sobre aviso y se fuese toda la operación al traste. Además, si les descubrían las consecuencias serían imprevisibles, podían terminar ajusticiados o cuando menos pasar el resto de sus días pudriéndose en una mazmorra.
– Una vez en España necesito que con los contactos que tenéis, hagáis correr la voz de que unos leales transportan el cuerpo de don Juan de Austria hacia El Escorial. De esta forma, si el rey intenta oponerse se originará una revuelta popular, que nosotros los agustinos, a través de nuestras iglesias, nos encargaremos de fomentar si llegare el caso – manifestó el padre Galdeano mostrando la seguridad de quien tiene todo controlado -. Y cuando llegue el momento de apaciguar la revuelta, nosotros seremos más útiles al rey que sus queridos jerónimos.
– Ya veo que habéis planeado todo perfectamente – dijo Isabel entusiasmada con la idea.
Unos meses más tarde, en una noche de luna llena de la primavera de 1579, un grupo compuesto por seis hombres perfectamente escogidos, con todo sigilo y sin que nadie ajeno a la operación pudiese advertirlo, exhumaron el cuerpo de don Juan de Austria, enterrado en Namur, para su traslado secreto hasta España.
Con el fin de evitar ser descubiertos, el cuerpo se cortó por las articulaciones y fue embalsamado y embalado en bolsas de cuero. El transporte se realizó por tierra para evitar el riesgo de su pérdida en una probable tempestad marina. Ochenta de los incondicionales de Don Juan, que combatieron en sus últimas campañas, custodiaron el cuerpo de su comandante durante todo el trayecto.
Una vez en España se dirigieron directamente al Monasterio de Parraces, donde el cuerpo se recompuso nuevamente y se introdujo en un ataúd. Ahora ya, sin ningún tipo de ocultación, y una vez trasmitida la noticia a todos los rincones de la península, se inició la última etapa de su traslado definitivo hacia El Escorial.
Durante el trayecto, el cortejo fúnebre con el ataúd de Don Juan y sus leales recibió vítores y aplausos de las gentes apostada a los lados del camino. En algunas poblaciones, incluso las autoridades de las mismas recibieron con honores la llegada de la comitiva fúnebre.
– ¿Por qué no he sido informado de la exhumación y traslado a España del cuerpo de mi hermanastro? – requirió un colérico Felipe II.
– Perdonad Majestad – dijo su secretario nervioso -, pero no hemos tenido conocimiento del hecho hasta que ha salido el cadáver del Monasterio de Parraces.
– ¡Alguien perteneciente al círculo más íntimo de don Juan ha tenido que organizar toda la operación, y quiero saber quien ha sido! – exigió el rey sin disimular su enfado.
– Me temo Majestad que no existe una cabeza pensante – expresó titubeante uno de sus ministros -, sino que todo se debe a una reacción en masa protagonizada por los leales de don Juan, que como sabéis no son pocos.
– Y ahora, ¿qué actitud debe adoptar el rey? – preguntó Felipe II dirigiendo una mirada inquisitoria a todos sus consejeros.
Ninguno de ellos se atrevía a sugerir nada al respecto, hasta que el sabio prior de los jerónimos tomó la palabra.
– Creo que lo más sensato e inteligente en estos momentos, es que recibáis el cuerpo de vuestro hermanastro y preparéis un entierro en este monasterio. Y os sugiero humildemente que se haga con todos lo honores que merece un miembro de la Casa de Austria, héroe de la batalla de Lepanto y de los Tercios de Flandes.
– ¿Estáis insinuando que encumbremos aun más su figura después de muerto?
– Exactamente eso es lo que os aconsejo – insistió el monje mientras el resto de consejeros permanecían en silencio en un segundo plano.
– ¡Y qué gano yo con ello! – rugió el monarca.
– Tened en cuenta – continuó el prior con toda la calma propia de su condición – que existe un clamor popular a favor de la figura de don Juan como si de un mártir se tratase. Con un entierro honorable, vos mismo os pondrías al frente de ese clamor ganando para vuestra causa a todo el pueblo.
A regañadientes, el rey aceptó el sabio consejo del prior de los jerónimos, lo cual dejó sin efecto la estratagema del prior de los agustinos para encender la mecha de la esperada revuelta popular.
– Parece que vuestro plan finalmente no se ha desarrollado como esperabais – dijo Isabel al padre Galdeano con cierto aire de frustración.
– Estoy seguro que esa decisión, de no oponerse a la llegada de Don Juan, no se le ha ocurrido al rey. La mente astuta de ese viejo monje jerónimo, ha vislumbrado lo que se podía originar y ha salvado nuevamente a su rey.
Sin más controversias, el 24 de mayo de 1579 don Juan de Austria era enterrado en el Monasterio de El Escorial con los máximos honores.
Aun así, Isabel por su parte quedó bastante satisfecha por la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos. Pensaba, que ése era sin duda un hito más para que su hijo Álvaro recibiera algún día, el mismo grado de reconocimiento que había recibido don Juan de Austria. Con ello, tarde o temprano, se convertiría en el infante Álvaro de Austria. Ello, sin embargo, no hizo que en Isabel se aplacase el odio que sentía hacia el monarca y sus queridos jerónimos.
Felipe II sufrió otro duro golpe un año más tarde en 1580. Encontrándose batallando en la guerra en Portugal, recibió la noticia de la muerte de su querida reina Ana. Se produjo en Extremadura debido a una epidemia, y el rey no pudo siquiera asistir a las ceremonias del sepelio, al tener que mantenerse al frente de su ejército. Por otra parte, aunque no sirvió de consuelo para el monarca, resolvió con relativa rapidez el problema portugués obteniendo una victoria contundente sin apenas sufrir bajas en su ejército.
El príncipe Felipe III tenía tan solo 2 años de edad cuando murió la reina Ana, por lo que Isabel deseaba y esperaba que el niño corriese la misma suerte que su madre. De momento había desaparecido la mujer que a lo largo de diez años había sido la causa del distanciamiento del rey, tanto de ella como de su hijo, así como de su expulsión del Parque de la Fresneda. Por ello, a pesar del intenso odio interior que sentía, Isabel volvió a albergar esperanzas de conseguir un nuevo acercamiento al monarca.
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