Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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El monarca como siempre que se reunía con su amante describió con todo lujo de detalles los últimos avances relativos a las obras del monasterio. Representando su papel como siempre, Isabel escuchó el relato totalmente cautivada por el mismo. Esta vez además, se sentía más feliz aun por encontrar nuevamente a un Felipe II entusiasmado con su obra, lo cual no sucedía desde la muerte de Juan Bautista de Toledo. Por ese motivo, y teniendo en cuenta que estaba urgida por aflojarse el corsé, en ese mismo instante decidió que era el momento idóneo para avanzar con su plan y no dudó en aprovecharlo.

– Majestad, por favor entrad en la que es vuestra casa, que yo también quiero comunicaros algo – dijo Isabel sin dejar traslucir nada de lo que pensaba decir a continuación.

Seguidamente, subieron a los aposentos del primer piso e Isabel condujo a Felipe II directamente a la estancia donde hacía pocas semanas, habían hecho el amor por última vez.

– Y bien Isabel – dijo el rey suponiendo que si estaban en esa estancia no podía ser más que para un encuentro sexual -, qué es eso tan importante que tenéis que comunicarme.

En ese momento Isabel comenzó a despojarse de sus ropas, pidiendo al Felipe II que le ayudase a despojarse del corsé, cuya opresión no era capaz de soportar por más tiempo.

En un instante, quedó completamente desnuda frente al monarca. Sin más dilación y sin haber cruzado una sola palabra, Felipe II imitó a su amada despojándose a su vez de sus vestimentas. Una vez desnudos los dos amantes, el soberano intentó abrazar a su amante para levantarla y llevarla hasta el jergón, pero sorpresivamente Isabel le detuvo poniendo su mano sobre el pecho del monarca con el brazo extendido para mantener la distancia.

– Aun no os he comunicado nada – dijo Isabel insinuándose pero manteniendo a distancia al monarca totalmente excitado.

– Decid lo que sea y dejad de jugar conmigo – dijo un Felipe II impaciente ante la contemplación de un cuerpo rebosante de sensualidad.

– Mi rey – dijo por fin Isabel -, quiero que me dejéis preñada.

Esa frase con el tono lascivo con el que fue pronunciada, fue el detonante para que el monarca no pudiera controlar por más tiempo sus hormonas. Tumbó a Isabel en el jergón boca abajo y la montó con tal ímpetu, como si de una yegua de las caballerizas reales se tratase.

Ella dejó que su amante disfrutase del momento hasta que llegó al éxtasis y se derramó completamente en su interior. Ahora sólo había que esperar que la semilla depositada por el rey en el cuerpo de Isabel culminase con el éxito de la fecundación.

Por si acaso y para mayor seguridad, Isabel utilizó todas sus armas de mujer para que, a partir de aquel día, todos los encuentros terminasen con los dos amantes yaciendo rodeados de un deseo y una pasión incontenibles, especialmente para el monarca.

El resultado no se hizo esperar, y a los pocos meses el cuerpo de Isabel comenzó a experimentar una serie de cambios. Lo más notable fue el aumento de sus ya prominentes pechos, no pasando tampoco inadvertido el progresivo aumento de su abdomen semana tras semana.

Como era previsible, el 10 de agosto de 1568, festividad de San Lorenzo, nació un niño al que su madre puso por nombre Álvaro, en honor a su abuelo materno, y Lorenzo por ser el santo del día. Como apellido figuraba Osorio de Cáceres, que era el de la madre, por no conocerse los del padre. A pesar de ello, por toda la corte y otros mentideros, circulaba el rumor muy fundado de que en realidad se trataba de un bastardo del rey. Por ese motivo, Isabel pensaba que el niño debería haberse llamado, Álvaro Lorenzo de Austria Osorio de Cáceres.

Aquel año de 1568, podría haber supuesto para Isabel Osorio el culmen de sus aspiraciones en la consolidación de su relación con el rey, al haber concebido con él un hijo varón. Sin embargo, otros acontecimientos trascendentales sucedidos ese mismo año dieron al traste con todos los planes de la amante.

La muerte de Isabel de Valois a causa de un accidente cuando galopaba en un caballo, y sobre todo la del infante don Carlos, hicieron caer a Felipe II en una profunda depresión acuciada por un sentimiento de culpabilidad.

El rey, como ferviente católico, pensaba que todo se debía a un castigo divino por su comportamiento pecaminoso al mantener relaciones con su amante. Este pensamiento era también alimentado por el prior de los jerónimos, que desde hacía tiempo había recomendado al monarca terminar con esa relación.

Durante los dos años siguientes, el rey evitó los encuentros con su amante, salvo por visitas esporádicas que se limitaban a interesarse por la salud del niño Álvaro, dedicándose en cuerpo y alma a la remodelación y construcción de sus palacios, con especial énfasis en el Monasterio de El Escorial.

La falta de relaciones sexuales con el rey, no preocupaban en absoluto a Isabel, ya que no sólo había concebido un hijo de sangre real, sino que en esos momento era el único heredero varón vivo del monarca. Tales pensamientos estimulaban a Isabel para no cejar en su empeño de intentar retomar su relación con el monarca.

Estaba convencida que el duelo por la pérdida de la esposa y el hijo terminaría algún día y todo volvería a ser como antes. Incluso, la situación podría mejorar para su propósito final, ya que por el momento no había razón alguna que impidiese que ella se postulase como futura reina, lo que a la vez facilitaría el camino a su hijo Álvaro como príncipe heredero.

Por ello, además de dedicarse a criar a su hijo en el saludable ambiente del Parque de la Fresneda, se acercaba cada semana a las inmediaciones de las obras del monasterio. Su intención no era otra que hacerse la encontradiza con el rey, con el firme propósito de despertar su atención.

En numerosas ocasiones Isabel divisó al monarca, pero nunca consiguió aproximarse lo suficiente para dejarse ver, ya que Felipe II siempre llegaba rodeado de cortesanos. Además, su guardia personal no permitía que nadie se acercase al rey.

No obstante y aunque era consciente, después de varios intentos, de que sólo podría encontrarse con el soberano cuando éste lo tuviese a bien, Isabel seguía visitando regularmente las obras del monasterio cautivada por el avance de las mismas, y siendo consciente de la magnitud de la edificación que día a día iba tomando forma para convertirse en algo realmente colosal.

Aquello se asemejaba a un hormiguero gigante, en el que las hormigas eran la cantidad de artesanos y obreros de los distintos oficios que se contaban por millares. La actividad era frenética y había numerosos artilugios que alguien explicó que se llamaban grúas. Tal y como pudo observar la propia Isabel, servían para elevar los enormes y pesados sillares de granito. Poco a poco, convenientemente colocados unos sobre otros iban conformando la gran y compacta mole granítica que estaba aflorando donde antes sólo estaba la falda de una montaña pelada. La imagen era la de una enorme edificación surgiendo de las entrañas de la tierra, como si los montes circundantes se encargasen de acunarla y protegerla.

Toda la actividad económica, consecuencia de la construcción del Monasterio, inevitablemente trajo asociada al mismo tiempo un submundo de delincuencia, pobreza y degeneración.

En aquellos tiempos, no era extraño ver como se aproximaban a El Escorial numerosos mendigos, algunos de ellos ciegos con sus lazarillos. También afloraron en las calles y tabernas numerosas prostitutas que vendían su cuerpo a cualquiera sin recato alguno. Adicionalmente, aumentaron el pillaje y las borracheras, con sus correspondientes disturbios, los cuales se acrecentaban los días en los que los obreros del Monasterio percibían su salario.

Esa población paralela se fue configurando alrededor de aquellos trabajadores, junto con la instalación de diferentes negocios para dar servicio a los propios trabajadores y a las gentes de la corte. Los cortesanos, se desplazaban a El Escorial cada vez con más asiduidad, y así la pequeña población original se fue convirtiendo en un urbe con actividades políticas, comerciales, artísticas y culturales de unas dimensiones considerables.

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