Isabel se quedó totalmente petrificada agarrándose con fuera a los brazos de su asiento. No se atrevió a pronunciar palabra alguna, ya que temía no poder controlarse y romper a llorar desconsoladamente. Lo último que deseaba, era mostrarse como una plañidera ante quien era el padre de su hijo y que, durante mucho tiempo, había sido su amante. Frente al silencio de Isabel, el rey aprovechó para continuar manifestando las decisiones que había tomado.
– Os trasladaréis a Madrid a una casa que he dispuesto con el correspondiente servicio, además recibiréis una pensión que os permitirá vivir con holgura tanto a vos como a vuestro hijo.
El monarca hizo una pausa para observar la reacción de Isabel, la cual se limitaba a escuchar sin mover un solo músculo, impidiendo así que el rey percibiera la rabia y llanto contenidos.
– Por último – continuó Felipe II –, en vista de que vuestra relación con los jerónimos es de todo punto imposible, la vivienda en la que os acomodaréis está situada junto al convento de los agustinos, los cuales se encargarán de la educación del niño hasta que se convierta en un hombre. En ese momento, vendrá a visitarme y en función de sus aptitudes planificaremos su futuro en los quehaceres del imperio.
Tras la última palabra pronunciada, el monarca dio media vuelta y sin mediar despedida alguna desapareció por la misma puerta por la que había ingresado hacía tan solo unos minutos.
Nada más quedarse a solas, Isabel rompió en un llanto desconsolado acompañado con lamentos desgarradores. En ese estado permaneció en completa soledad durante casi una hora. No había pasado desapercibido para ella, que en ningún momento el rey se había referido a Álvaro como hijo propio. Una vez mitigada en parte la rabia contenida y habiendo recuperado el control de sus actos, acudió junto a la cuna del bastardo del rey, que en ese momento dormía plácidamente.
– Juro ante Dios Nuestro Señor – sentenció enjugándose las lágrimas y mirando fijamente al niño -, que dedicaré lo que me reste de vida a que ocupes el lugar que te corresponde. Como hijo natural que eres del rey, heredarás una parte de su vasto imperio.
Al año siguiente, mientras Isabel se había adaptado a su nueva vida en Madrid con un niño de tres años, nació el primer hijo de la reina Ana y Felipe II, el infante don Fernando. Ello, unido a otro suceso ocurrido también en 1571, hizo pensar al rey que Dios le había perdonado por sus anteriores aventuras amorosas y por tanto gozaba nuevamente del favor Divino.
El otro suceso de 1571, fue la mayor batalla naval del siglo, la cual enfrentó en el mar Mediterráneo a dos enormes flotas, que representaban cada una a las religiones imperantes en el mundo. La flota turca contaba con más de 220 buques en los que navegaban un número superior a 50.000 hombres, mientras que la flota cristiana llegaba escasamente a 200 embarcaciones y unos 40.000 hombres.
Siendo Felipe II el mayor contribuyente de la flota cristiana, se acordó que el mando supremo de la misma estuviese a cargo del hermanastro del rey, don Juan de Austria.
Contra todo pronóstico, la mañana del 7 de octubre de 1571, la flota cristiana derrotaba en el golfo de Lepanto a la gran potencia musulmana. La batalla terminó para los turcos con un saldo de 30.000 bajas, además de otros 3.000 hombres que fueron hechos prisioneros.
La victoria en esta batalla, fue un revulsivo rejuvenecedor para Felipe II, quien lo interpretó, junto con el nacimiento del infante don Fernando, como un signo inequívoco de reconciliación con su Dios.
En el último trimestre de 1572, cuando Álvaro tenía cuatro años recién cumplidos, empezó su educación de la mano de los padres agustinos que, sabiendo perfectamente de quien se trataba y por quien venía recomendado, acogieron al niño como si de un infante de la familia real se tratase. Ello impulsó aun más la buena relación de Isabel con el padre Guillermo Galdeano, prior de los agustinos por aquel entonces, quien además tenía en común con la madre de Álvaro su animadversión hacia los monjes jerónimos, debido al favor especial con que desde hacía años contaban, primero por parte del emperador Carlos V y ahora de su hijo el rey Felipe II.
Al año siguiente, se truncó la felicidad que había disfrutado ininterrumpidamente el soberano desde su matrimonio con la reina Ana. La pena y la tristeza invadieron nuevamente al monarca debido a la muerte de su hermana menor Juana, a la que estaba muy unido. Cuando cayó enferma fue trasladada al Monasterio de El Escorial, donde permaneció hasta el día de su fallecimiento el 8 de septiembre de 1573, estando Felipe II junto a su lecho en el momento del óbito.
Transcurrieron cinco años más en los que Álvaro fue creciendo y educándose convenientemente con la idea de comenzar la siguiente etapa de su formación al finalizar el verano de ese año de 1578, justo después de haber cumplido los 10 años de edad.
Hasta el comienzo de ese año, Isabel había albergado la esperanza de que Álvaro fuese finalmente reconocido por el rey como hijo legítimo, con lo que ello podría llegar a suponer. Pero sus planes se vieron truncados, cuando la reina Ana dio a luz un nuevo varón. El 16 de abril vio la luz, quien con el trascurrir de los años llegaría a ser el rey Felipe III. La diferencia de edad entre el futuro rey y su hermanastro Álvaro era casi de diez años.
Aquel año de 1578 también llegó a España la triste noticia de la muerte de don Juan de Austria, concretamente el 1 de octubre, cuando contaba 32 años de edad y transcurridos casi siete años después de su gran victoria en la Batalla de Lepanto. Antes de su muerte, don Juan comandaba los Tercios de Flandes en los Países Bajos, y las extrañas circunstancias de su muerte indujeron al astuto prior de los agustinos a elaborar una estratagema. Su idea era intentar poner en una situación delicada al rey, de forma que requiriese la ayuda de los agustinos, la cual estos utilizarían convenientemente para obtener alguna ventaja frente a los jerónimos.
Para llevar a cabo su plan, el padre Galdeano sabía que necesitaría la alianza de alguien que tuviera contactos, y en quien pudiese depositar su confianza. En ese momento se le ocurrió que la persona más adecuada sería Isabel Osorio, la madre de su pupilo Álvaro, por lo que envió un mensaje a la dama para concertar una reunión secreta con ella.
– Señora, supongo que estáis al corriente de la reciente muerte de don Juan de Austria – dijo el prior dando por hecho que todo el mundo en España era conocedor del suceso.
– Por supuesto padre – respondió Isabel -, no se habla de otra cosa estos días en las calles de Madrid.
– Pero de lo que probablemente no se habla es de lo que nadie se atreve a decir, salvo en círculos muy reducidos.
– ¿Qué estáis insinuando?
– Fuentes de la confianza más absoluta, me han informado que don Juan fue envenenado por orden del propio Felipe II - dijo el prior sin titubear lo más mínimo.
– ¿Por qué haría el rey algo así? – preguntó Isabel que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
El agustino desarrolló su argumento explicando como desde la Batalla de Lepanto, la fama de don Juan había crecido considerablemente, y como cada día aumentaba tras sus éxitos al mando de los Tercios de Flandes.
– Todo ello ha contribuido a despertar en el monarca unos celos hacia su hermanastro, pensando que podría llegar a convertirse en una amenaza para el trono de seguir creciendo su popularidad.
– Y ¿por qué me contáis a mí todo esto? – insistió Isabel con cierto aire de desinterés.
– Porque estoy planeando traer el cuerpo de don Juan a España, para que sea enterrado con los honores que merece por sus hazañas, y como hijo del emperador y hermanastro del rey legítimamente reconocido.
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