Después de dos años de duelo, el rey tomó la firme decisión de volver a casarse, y teniendo claro quien sería su próxima esposa volvió al Parque de la Fresneda para visitar a Isabel Osorio, la cual esperaba impaciente la llegada del monarca, convencida de que había llegado el momento de retomar su relación como amantes e intentar obtener, de una vez por todas, el reconocimiento de la paternidad de su hijo Álvaro.
Como siempre la dama esperó al rey en el exterior de la casa junto a la puerta de entrada, engalanada con sus mejores atuendos intentando como siempre resaltar su sensualidad. Estaba entusiasmada con lo que la visita del soberano podía suponer para ella misma y para el hijo de ambos, al que la nodriza mantenía bien visible entre sus brazos.
Todo estaba sucediendo tal y como Isabel había previsto. Llevaba mucho tiempo preparándose para lo que creía que el rey estaba a punto de comunicarle.
– Querida mía, veo que os mantenéis tan espléndida como siempre, incluso me atrevería a afirmar que la maternidad os ha rejuvenecido– empezó el rey con un cumplido que hizo pensar a Isabel que todo transcurría según sus planes -. Y viendo lo que vuestra criada tiene en los brazos, no me cabe duda alguna que estáis criando perfectamente a vuestro hijo, bastando simplemente con observar el saludable aspecto que presenta.
– Gracias Majestad – respondió una gozosa Isabel para a continuación insistir con su estrategia -. Sin embargo, no todo el mérito es mío, ya que por sus venas corre vuestra misma sangre. Además buena parte de la salud de Álvaro, se debe al favor con que nos obsequiáis permitiéndonos vivir en este paraje sin que nada nos falte.
– De eso precisamente quería hablaros – dijo el rey manteniendo el tono jovial con el que había llegado.
Isabel no cabía de gozo pensando que por fin el rey le pediría que se casara con él, reconocería públicamente a su hijo y le presentaría en la corte como su legítimo sucesor al trono.
– Como seguramente sabréis, próximamente contraeré matrimonio.
– Tarde o temprano tenía que suceder Majestad – dijo Isabel convencida que todo seguía según el guión trazado en su mente -, todo rey debe tener a su lado una reina.
Isabel hizo un gesto a la nodriza para que se retirase con el niño y seguidamente entraron en la casa. Se dirigieron directamente al salón principal, que era el aposento más noble de la estancia, y se acomodaron en sendos sillones que tenían a su espalda un gran tapiz gobelino que representaba una escena de caza.
– Lo que os quería decir Isabel – continuó el rey esta vez con el semblante serio -, es que como vos misma sabéis, mis tres anteriores matrimonios estuvieron dirigidos por razones de estado, y en los dos primeros casos también obligado por mi padre.
Felipe II siguió explicando que se casó con María de Portugal en 1543 para intentar integrar ese reino en el imperio, pero no tuvo con ella demasiado tiempo para el amor, ya que falleció en 1545. Justo cuatro días después del parto en el que dio a luz al malogrado infante don Carlos, quien también había dejado este mundo hacía tan solo dos años.
Después relató como en su matrimonio con María Tudor (María I de Inglaterra) en 1554, prácticamente no hubo relaciones sexuales, en parte por la diferencia de edad existente entre ambos contrayentes, él tenía veintiséis años y ella treinta y siete. También influyó de forma decisiva, la falta de comunicación, ya que aunque ella era hija de española y por ello entendía bastante la lengua de su madre, no la hablaba.
Por consiguiente, aunque permanecieron juntos durante algo más de un año, Felipe II no intervino en los asuntos de Inglaterra. El monarca español dedicó la mayor parte de su tiempo a supervisar en la lejanía las cuestiones políticas que afectaban directamente a Italia, América y España.
– Como todo el mundo sabe, después de un año regresé al continente para asistir a los distintos actos de abdicación de mi padre el emperador, y sustituirle en todas sus funciones. Y ya sabéis que desde entonces no volví a ver a la reina de Inglaterra, quien murió posteriormente en noviembre de 1558.
El monarca continuó relatando como el fallecimiento de María Tudor le permitió contraer un nuevo matrimonio, también con fines políticos. Esta vez para estrechar lazos con la vecina Francia.
– No hace falta que os cuente como fue mi matrimonio con Isabel de Valois – dijo Felipe II mirando directamente a su antigua amante con ternura -. Vos misma lo habéis vivido en primera persona, pues habéis sido objeto en numerosas ocasiones de los menosprecios de la reina. Aunque su muerte fue un trágico accidente, y por ello me apena, he de reconocer que llegué a estar un poco harto de sus caprichos y despilfarros económicos.
En ese momento el rey hizo una pausa estableciéndose entre los dos un silencio que Isabel no se atrevió a romper.
Hasta ese instante, sus planes no se habían visto alterados. Sin embargo, no sabía si la emoción que sentía en ese momento, le permitiría permanecer impasible esperando que el rey finalmente, le comunicase lo que tanto tiempo llevaba esperando, lo cual colmaría finalmente todas sus expectativas.
Repentinamente, el rey se levantó de su asiento y empezó a caminar con pasos lentos pero firmes desde su sillón hasta el de Isabel en dirección paralela al tapiz gobelino. Daba la impresión de estar buscando las palabras adecuadas para lo que a continuación tenía que trasmitir.
Intentando ganar tiempo para ordenar en su mente lo que a continuación se disponía a revelar, Felipe II se dedicó por unos instantes a contemplar la escena de caza del tapiz. En ella se representaba un jabalí recién lanceado, que era rodeado y acosado por una jauría de perros, mientras sendos caballeros contemplaban impasibles la agonía del animal desde sus respectivas monturas.
– Esta vez no hay intrigas políticas ni razones de estado, me caso completamente enamorado – dijo por fin el rey con toda solemnidad, caminando con las manos entrelazadas a su espalda, con la mirada clavada en el suelo, levantándola esporádicamente cada vez que daba la vuelta y se paraba para observar nuevamente la escena de caza del tapiz, pero evitando en todo momento mirar directamente a su antigua amante.
En ese instante, Isabel se levantó de su sillón con la firme intención de abrazar a su antiguo amante.
– ¡Oh, Majestad! – exclamó Isabel -. No sabéis que dichosa me hacéis sentir con esas palabras.
– ¡Un momento! – dijo el monarca al tiempo que rechazaba con firmeza el abrazo de la dama -. ¿No habréis pensado…? Quizás no me he expresado con suficiente claridad, pero habéis de saber que de quien estoy profundamente enamorado es de mi prima Ana.
Repentinamente, Isabel cambió el rictus de confianza y felicidad, por otro en el que se mezclaban los sentimientos de sorpresa, tristeza y preocupación. Toda la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, no sabía si el monarca seguía hablando, pero ella no escuchaba absolutamente nada. Finalmente, se desplomó en el sillón del que se había levantado súbitamente con la intención de abrazar al rey, lo que le permitió evitar un desmayo inminente, pero sin poder evitar que su mente se centrara en las consecuencias que se derivarían de las manifestaciones del rey.
Felipe II no quiso dar tiempo a que hubiese más interpretaciones equivocadas, por lo que continuó con lo que quería transmitir a Isabel, antes de que ésta perdiese el sentido y no pudiese escuchar toda su alocución.
– Por esa razón he venido a comunicaros personalmente que tendréis que abandonar las estancias del Parque de la Fresneda a la mayor brevedad posible – manifestó el monarca sin abandonar la solemnidad de su tono.
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