Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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– ¡No creo que estéis en posición de exigir nada de vuestro rey! – dijo el soberano tensando el rictus.

– Perdonad Majestad, no era mi intención – dijo una Isabel sumisa arrodillándose frente al monarca y tomando sus manos para besarlas.

En ese momento fue consciente de que traicionada por el odio que sentía hacia los jerónimos, había perdido la compostura frente a su soberano, perjudicando a la postre su propio interés.

Finalmente, el rey aplacó su cólera y se compadeció de Isabel ayudando a su amante a levantarse sujetándole por los brazos. No obstante, ella no se atrevió a levantar la mirada. Entonces el soberano, con un dulce gesto, puso sus dedos bajo la barbilla de Isabel obligándole a elevar el rostro hasta que sus ojos se encontraron.

A continuación y con la mirada cautiva por la belleza de Isabel, Felipe II le comunicó que estaban a punto de concluirse algunas obras del monasterio. De esa forma, antes de lo esperado, se facilitaría el acomodo de los monjes y la familia real en una parte del magno edificio.

– Así que es muy probable, que la reina no vuelva por este lugar. Y los monjes sólo vendrán durante periodos muy concretos para su relajo.

Isabel no cabía de gozo ante la buena nueva que el rey le había comunicado. En ese momento, estaba más segura que nunca de que sus planes de aumentar su influencia en el monarca seguirían creciendo día a día.

Efectivamente en 1567, concluyeron las obras de áreas del monasterio lo suficientemente amplias como para albergar al monarca junto con una parte de su corte, las caballerizas y por supuesto a los monjes jerónimos, quienes se trasladaron desde el Parque de la Fresneda. Dos monjes quedaron en la Casa de los Frailes para mantenimiento de la misma y así poder recibir a otros hermanos que cada año en primavera y otoño se recluían allí, para el obligado descanso de sus actividades religiosas.

Ese año de 1567 supuso una victoria para las intenciones de Isabel, debido a la salida del parque de la mayoría de los jerónimos. Sin embargo para el rey fue uno de los años de más triste recuerdo, ya que falleció su arquitecto y amigo Juan Bautista de Toledo.

En esos tiempos, la decisión más urgente de Felipe II versaba sobre el nombramiento del arquitecto principal del Monasterio del El Escorial, de forma que no se perdiese el ritmo de las obras y se mantuviese la impronta y el buen hacer de Juan Bautista. Para ello, consultó con los que siempre habían sido sus mejores consejeros, especialmente en las decisiones relativas al monasterio, que además del arquitecto recientemente fallecido eran su secretario de obras Pedro de Hoyo y los monjes jerónimos.

– Siento que algo de culpa he debido tener en la muerte de nuestro añorado Juan Bautista – dijo el rey al inicio de la reunión con sus consejeros -. Es posible que le haya exigido demasiadas cosas a la vez. No sólo ha llevado la carga del colosal esfuerzo que supone liderar las obras del Monasterio del El Escorial, sino que además no le he permitido descanso alguno obligándole a ocuparse también de la remodelación de mis otros palacios. Y lo extraño, es que jamás le he escuchado, emitir una sola queja.

– No os atormentéis Majestad – intervino el prior de los jerónimos -. La razón de su muerte es otra, y lo digo por las numerosas conversaciones que mantuve con Juan Bautista. En más de una ocasión, me confesó que su alma murió el día que le dieron la noticia del naufragio del buque que traía desde Nápoles a su mujer y sus hijos. Además, también insistía a menudo en que el trabajo era la mejor distracción para olvidarse de la pena que le estaba consumiendo en vida.

– Bueno – continuó el monarca -, en todo caso nos apremia encontrar a alguien que ocupe el lugar de nuestro arquitecto. Necesitamos una persona que, teniendo los conocimientos técnicos necesarios para liderar esta obra, esté a la vez imbuido del estilo de Juan Bautista.

– También debe ser alguien que conozca perfectamente el lugar y a los diferentes grupos de oficios y artesanos que actualmente laboran en el monasterio – anotó el prior de los jerónimos -. Debe haber pocas personas que cumplan con esos requisitos

– Majestad – intervino el secretario Pedro de Hoyo -, si me permitís creo que conozco al candidato más adecuado.

– Decidlo ya sin más demora – requirió el monarca.

– Se trata del que desde hace cuatro años ha venido actuando como hombre de confianza y asistente de Juan Bautista de Toledo – dijo el secretario de obras Pedro de Hoyo haciendo una pausa que a Felipe II se le estaba antojando interminable –. Me refiero al arquitecto Juan de Herrera.

El rey ordenó que trajeran a su presencia al candidato. Teniendo en cuenta que la reunión se estaba celebrando en los aposentos provisionales que se habían habilitado en el propio monasterio para el monarca y su corte, Juan de Herrera fue localizado en otra zona del monasterio donde estaba dirigiendo la instalación de una nueva grúa, operación que quedó suspendida hasta su regreso.

– Me han informado de vuestras aptitudes – comenzó el rey a modo de introducción –. Y lo más importante es que gozabais de la confianza de nuestro admirado Juan Bautista.

– Majestad – dijo Juan de Herrera inclinándose ante el monarca -, el maestro Juan Bautista es insustituible, pero estoy aquí a vuestro servicio para cumplir vuestros deseos.

A pesar de la protocolaria respuesta del candidato, para Felipe II no pasó inadvertido el carácter un tanto arrogante e impulsivo de Juan de Herrera, en comparación con la prudencia y mesura de su predecesor. No obstante, el monarca también tuvo en consideración, que no vendría nada mal a su colosal obra un nuevo impulso de un hombre que, aparentemente, tenía los bríos y el entusiasmo necesarios para ello.

Quedaba por demostrar, si el nuevo arquitecto también contaba con los conocimientos técnicos adecuados, así como la capacidad para organizar la cantidad de laborantes dedicados a la consecución de un mismo objetivo. Pero ese, era un riesgo que el rey estaba dispuesto a correr, otorgando a Juan de Herrera un margen de confianza. El tiempo sería la única forma de dilucidar si la decisión tomada había sido acertada.

Desde ese momento el Monasterio de El Escorial tuvo un nuevo arquitecto que se mantuvo en el puesto hasta la conclusión de la magna obra.

El mismo día que Juan de Herrera fue nombrado arquitecto principal del monasterio, el rey Felipe II no pernoctó en los aposentos provisionales del monasterio, sino que lo hizo en la Casa de Su Majestad, en el Parque de la Fresneda, junto a su amante Isabel Osorio de Cáceres. La frecuencia de los encuentros entre el monarca y su amante en esa época aumentó considerablemente. En uno de ellos, Isabel decidió que tenía que aprovechar la oportunidad para mejorar su posición, dando un paso más en la consecución de sus objetivos.

Isabel, que había sido anunciada previamente de la visita del rey, se engalanó con su mejor atuendo para recibirle. Para la ocasión, indicó a su criada que le ajustase un pocos más el corsé, hasta el punto de dificultar su respiración. Pero de esta forma lucía un talle más esbelto, si cabía, lo que unido a un generoso escote resaltaba aun más sus turgentes pechos. Como tantas otras veces, ambos amantes ansiaban el encuentro.

– Majestad – dijo Isabel haciendo una reverencia frente a la puerta de la Casa de Su Majestad -, aquí tenéis a vuestra humilde servidora.

El rey besó la mano de Isabel y se deleitó unos instantes contemplando y admirando su belleza.

– Pareciere querida Isabel, como si no pasaran los años por vos – dijo el rey sin soltar la mano de su amante -. Vuestra hermosura es cada día más radiante.

– También Su Majestad se ha conservado muy bien durante estos años – dijo Isabel devolviendo el cumplido y aprovechando para insinuar, que algo habría contribuido ella a ese estado de conservación real.

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