Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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Fenomenología de la experiencia estética: краткое содержание, описание и аннотация

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Permítasenos abrir aquí un paréntesis importante. Más que fiarnos en principio de la opinión ¿por qué no buscar un criterio intrínseco de las obras auténticas? ¿No se puede definir el quid propium de los objetos estéticos? ¿No es la belleza? ¿No circunscriben el sector de los objetos estéticos el carácter de belleza o la pretensión a la belleza? Sin embargo, nosotros evitaremos invocar el concepto de belleza. Y hay que decir por qué: es una noción que, según la extensión que se le dé, nos parece inútil a nuestro propósito o incluso peligrosa. Si, en efecto, se define la belleza como la cualidad estética específica y se da, como sucede corrientemente, a esta cualidad un acento axiológico, no se escapa al relativismo que se pensaba evitar: el subjetivismo acecha a todo juicio de valor, incluyendo los juicios del gusto que se pronuncian sobre la belleza, de suerte que el criterio objetivo que se esperaba encontrar se muestra inmediatamente como incierto. Parece preferible buscar en otra parte la esencia del objeto estético rechazando de la cualidad estética todo acento axiológico, definiendo el objeto estético por su estructura, bien sea según el «hacer» que lo produce si se emprende una estética de la creación, o bien según su «aparecer» si se trata de emprender una estética de la experiencia estética. Tanto más cuando si se considera la experiencia estética en la que el sujeto toma consciencia del objeto estético, se verá que el sentimiento de lo bello es en ella muy discreto: si se le define por un cierto sentimiento de placer, no es seguro que este sentimiento se experimente siempre, ni siquiera que un juicio sobre el gusto se formule indefectiblemente; o, en el caso que se dé, es a menudo al margen del contacto que tomamos con la obra de arte y para expresar preferencias de las cuales tenemos consciencia, si actuamos de buena fe, que son subjetivas y no deciden nada sobre el ser de la obra. Según todo ello ¿puede realmente edificarse una estética que deje de lado toda valoración y no conceda a las valoraciones inmanentes a la experiencia del espectador más que la importancia limitada que merecen?

Pero se puede también definir lo bello exactamente de manera tal que sea viable al mismo tiempo emprender una estética objetiva que no se vea forzada a debatir indefinidamente para justificar sus valoraciones. Lo bello, así, designa claramente un valor que está en el objeto y que testifica su ser. Se le presta ya un sentido óntico cuando se le sitúa entre otras categorías estéticas, como lo bonito, lo sublime o lo gracioso, categorías que apuntan menos a la impresión producida por el objeto que a su estructura misma, y que invitan a rendir cuenta de esta impresión por medio de esta estructura. Pero entonces parece que lo bello no puede dar lugar a un análisis tan preciso como el que se puede hacer de lo sublime, o de lo gracioso, de lo cual R. Bayer ha dado un estimable ejemplo; todas las definiciones que han propuesto sobre esto las estéticas dogmáticas parecen insuficientes. No obstante, un cierto arte, que se puede llamar clásico y cuyas tradiciones están aún vivas, se esforzó en hacer de lo bello una categoría estética determinada, y, lo que es más, una categoría predominante y exclusiva, insistiendo sobre ciertos rasgos dominantes, como la armonía, la pureza, la nobleza, la serenidad, de todo lo cual una Madona de Rafael, un Sermón de Bossuet, un edificio de Mansart o una sonata de iglesia dan una idea bastante aproximada. Y es el prestigio de obras de este tipo, –bellas en efecto– inspiradas por esta concepción lo que ha decantado durante mucho tiempo la reflexión estética hacia el tema de lo bello, sin que se cuestionara si lo bello, positivamente definido así por un cierto contenido, lejos de ser lo propio de todo objeto estético, no era más que una categoría particular, o una combinación de diversas categorías propias de ciertas obras solamente. Se ha confundido lo bello como signo de la perfección con lo bello como carácter particular; y, por esta confusión, se ha elevado a lo absoluto una cierta doctrina y una cierta práctica estética. Para disipar esta confusión, es suficiente observar, como hace Malraux, que entre las múltiples formas artísticas que se nos han propuesto desde que la tierra estética es redonda, muy pocas se han cuidado de la belleza como lo ha hecho el arte clásico, aunque precisamente más allá del arte clásico mismo se ha desarrollado tal noción sobre otras formas de arte, como ocurrió con el barroquismo de principios del siglo XVII, las cuales no han cesado apenas de hostigarla y ante las que ha debido ceder a veces, por ejemplo bajo las distintas especies de preciosismo. ¿Hay que decir que todas las obras en las que reina lo grotesco, lo trágico, lo siniestro o lo sublime, no son bellas, y como hizo Voltaire, hay que reprochar a Shakespeare las chanzas de los enterradores o, como Boileau, reprochar Scapin a Molière? Se ve inmediatamente que una acepción demasiado estrecha de lo bello es peligrosa: desemboca en un dogmatismo arbitrario y esterilizante. Más bien hay que rehusar a las obras denominadas clásicas el monopolio de la belleza, rehuir el empleo del término «bello» para designar una cierta categoría o un cierto estilo que se puede definir satisfactoriamente de otro modo, y que se debe definir de una manera tan pronto como se aspire a cierta precisión, y por el contrario reservar este término para designar una virtud que puede ser común a todo objeto estético. Pues las obras no clásicas son bellas también y «escuchan» al ser, pero en un sentido que desborda toda categoría estética y todo contenido particular.

Pero se ve entonces que este sentido puede extenderse a objetos enteramente extraños a la esfera del objeto estético: un acto moral, un razonamiento lógico, o también los objetos usuales, en la fabricación de los cuales ningún cuidado estético ha intervenido, pueden ser calificados de bellos sin tener por ello que dudar de la seriedad con que tal palabra se emplea cada vez. ¿Quiere esto decir, que entendido así el concepto de lo bello acaba por carecer de empleo? No exactamente: no se puede proscribir sin cierta mala fe toda referencia a la belleza. ¿Acaso cuando se habla de objetos estéticos, no es sobrentendiendo que son bellos? Y si se llama deliberadamente la atención sobre obras calificadas y recomendadas por una larga tradición ¿no es porque se las considera bellas? Nos ahorramos al mismo tiempo el esfuerzo de resolver la cuestión de los grados de la cualidad estética. Pues, en fin, si se eligen ejemplos, si se evoca a Balzac antes que a Ohnet, a Valéry antes que a François Coppée, a Wagner antes que a Adam, es porque se introduce subrepticiamente una escala de valores, y porque se supone que lo bello es como un patrimonio del objeto estético, y la garantía de su autenticidad. Una estética que fingiera considerar como iguales todos los objetos estéticos, pasaría por alto los casos más representativos, los objetos más característicos en los que la esencia del ser estético se acomoda más fácilmente. En este sentido, lo bello queda sobreentendido en la reflexión estética. Pero ¿qué significa entonces lo que nosotros hemos llamado autenticidad de la obra de arte? La noción de belleza no dejar de ser peligrosa, aunque solo sea por convertirse así en inútil: da nombre a un problema pero no lo resuelve. En realidad, no designa un tipo determinado de objetos, sino la manera según la cual cada objeto responde a su tipo propio y, por así decir, cumple su vocación, al mismo tiempo que obtiene la plenitud de su ser: decimos de un objeto que es bello de la misma manera que decimos que es verdadero o como cuando afirmamos, según una acepción que ha subrayado Hegel, que una tempestad es una verdadera tempestad, o que Sócrates es un verdadero filósofo. La diferencia entre los dos términos, que orienta la belleza hacia su uso estético y justifica la prioridad que reivindica a veces la estética, está en que lo bello designa la verdad del objeto cuando esta verdad es inmediatamente sensible y reconocida, cuando el objeto anuncia imperiosamente la perfección óntica de la cual él goza: lo bello es lo verdadero sensible a la vista, sanciona antes de la reflexión lo que está felizmente logrado. 8Una locomotora es verdadera para el ingeniero cuando marcha bien, y es bella para mí cuando manifiesta inmediatamente y de modo triunfal su velocidad y su potencia. Precisamente en cuanto que se nos muestra como tal es estetizada: solo cuando el objeto es bello puede convertirse en objeto estético, porque solicita de nosotros la actitud estética. Un bello razonamiento es un razonamiento que, porque lo domino satisfactoriamente, yo puedo seguirlo como sigo una melodía igualmente; delante de un bello paisaje, estoy como en un museo ante un cuadro: escucho cuanto me dice el objeto, y lo que me comunica en principio es su perfección.

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