Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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De esta manera nuestra investigación puede encaminarse hacia una ontología del arte que solo nos limitaremos desde luego a evocar al final. Y esto es a lo que viene a parar cualquier tipo de reflexión sobre la historia cuando se admite que las esencias se descubren en ella. Pues, si la historia es el lugar de su aparición, ¿no lo es también de su cumplimiento? Y consecuentemente ¿acaso, en lugar de ser principio de relatividad, no es la historia servidora de lo absoluto? ¿No viene a ser el medio por el cual se realiza la verdad del arte y de la experiencia estética, que en sí misma no es histórica? ¿No hay que hablar del arte como de una especie de absoluto que suscita a la vez tanto a los artistas y a su público, como a las obras y las percepciones que les rinden justicia? La experiencia estética gracias a la cual pensamos descubrir el arte ¿no es acaso el acto del arte en nosotros, y el efecto de una especie de inspiración, paralela a la que embarga al artista?

Pero nuestro propósito es más modesto. Si nos referimos a lo empírico es, ante todo, para encontrar ahí un punto de partida para un estudio fenomenológico, ya que conviene distinguir lo que pertenece al objeto y lo que pertenece al sujeto. Partimos pues de esto, que por una parte hay obras de arte y, por otra, actitudes frente a estas obras de arte. Pero una dificultad, a la cual la historia no es extraña, nos detiene rápidamente: ¿Cómo elegir entre la multiplicidad que nos es ofrecida? Un primer problema se nos presenta debido a la diversidad de las artes. ¿No tendremos que pararnos para poner ahí al menos algo de orden? La clasificación de las artes, es, en efecto, una de las tareas comúnmente reivindicadas por el teórico de la estética.

Nosotros no la asumiremos, sin embargo, porque nuestro propósito es definir la experiencia estética en general, y por consiguiente insistir sobre lo que hay de común en todo arte. Se nos podría objetar que la diferencia de las artes es tal que no se puede hacer abstracción de ello, so pena de extraviarnos en generalidades insignificantes. Y ciertamente, habremos de tener en cuenta estas diferencias todas las veces que hayamos de analizar un cierto objeto o una cierta experiencia estética, partiendo para ello de una obra de arte determinada: una reflexión centrada en el arte no puede ir muy lejos sin introducir una clasificación de las artes. Pero una reflexión sobre la experiencia estética, incluso si se parte de la realidad empírica de las obras de arte, posiblemente gane no insistiendo sobre su diversidad para desentrañar, no tanto lo que hay de común entre ellas, sino lo que hay de esencial en esta experiencia; solamente cuando tengamos alguna idea de tal esencialidad podremos bosquejar la investigación de las estructuras comunes en las obras de las diversas artes (lo que podría introducir ulteriormente, por rebote, un análisis de sus diferencias). Si hay una unidad de las artes, si sociológicamente el arte puede ser considerado como una institución autónoma, y si, posiblemente, en el seno del consensus social, obedece a un dinamismo propio, ¿no se debe todo ello a que existe una unidad de la experiencia estética? Puede ocurrir –lo repetimos– que esta experiencia tome caminos diferentes a lo largo de la historia según que predomine tal o cual arte o, también, tal o cual educación del gusto. Pero Kant creía posible definir la ley moral incluso si, en rigor, ningún acto moral se hubiese jamás cumplido: de la misma forma se puede definir la experiencia estética, dejando de buscar ilustraciones de ello en la historia; precisamente buscando asirla en su especificidad, más allá de la diferencia de las artes, nos situaremos en la línea de una eidética.

Pero otro problema se presenta asimismo, y al que no podemos dejar de prestar atención: entre las innumerables obras creadas por las diversas artes, ¿cuáles hay que tener por auténticas y elegirlas para referirnos a ellas? Hay en efecto, en el mundo cultural al cual pertenecemos y que es el pan cotidiano de todas nuestras experiencias, objetos cuya cualidad estética no se prueba siempre claramente: ¿es un sillón plenamente un objeto estético? ¿Lo es la vajilla de Limoges en la que como? ¿Hay grados en la cualidad estética, como lo sugiere tan claramente la distinción tradicional entre artes menores y mayores? El problema lo ha resuelto M. E. Souriau con una solución ingeniosa, que consiste en medir no la cualidad estética de un objeto dado, sino la cantidad de «trabajo artístico» que interviene en su producción: siendo definido el arte por su «función skeuopoética», es decir, como «actividad que apunta a crear cosas», 3es posible distinguir, dentro de un proceso de fabricación dado, el trabajo propiamente creador y el trabajo simplemente productor, y así «establecer cuantitativa y rigurosamente el porcentaje, dentro del trabajo total (…), relativo al trabajo del arte». 4Pero esta solución recurre al análisis del quehacer estético y, desde el punto de vista del espectador, donde es nuestro propósito situarnos, no es seguro que la podamos asumir. Desde este punto de vista, podría aportarse una respuesta al problema por una encuesta sociológica que estableciera los criterios al uso en cada sociedad y en cada época para discriminar lo que es considerado como arte auténtico, como obra de un artista y no de un mero artesano o una simple curiosidad para un coleccionista. 5

No podemos soñar ni siquiera en emprender tal sondeo. No porque no tenga interés, sino porque implica aceptar sin reserva el relativismo histórico y con ello se corre el riesgo de desalentar una investigación eidética. Los dibujos de los niños o las telas de los «pintores domingueros» nos instruyen sobre la pintura solo si previamente nos hemos informado acerca de tales pintores; y las enseñanzas que nos pueden aportar conciernen mucho más a la psicología del pintor que a la esencia de la pintura. 6Nosotros pensarnos contrariamente –aunque no haremos la verificación en este trabajo– que solo a la luz de una cierta idea de lo que pueda ser el arte auténtico es viable el interrogarse acerca de los casos límites. Para responder a los problemas que presentan tanto el «arte salvaje», como las artes menores o los subproductos del arte, las músicas militares, los poemas de la musa de nuestras entretelas, los Western de Hollywood o los romances de las revistas del corazón, hay que saber antes qué es la experiencia estética, y convenir que las obras limítrofes con las fronteras del arte no pueden despertarla para convertirse en objetos estéticos. Hacemos nuestra la expresión de Malraux: «Todo análisis de nuestra relación con el arte es vano si se aplica igualmente a dos cuadros, de los cuales uno es una obra de arte y el otro no lo es». 7

Pero entonces, digámoslo una vez más ¿cómo determinar lo que es obra de arte y merece convertirse para nosotros en objeto estético? Llevaremos el empirismo a su límite, como hace Aristóteles para definir la virtud; nos uniremos a la opinión de los mejores, que acaba siendo la opinión común, la opinión de todos los que tienen una opinión. Diremos que es obra de arte todo aquello que es reconocido como tal y propuesto como tal a nuestro asentimiento. El empirismo nos suministra aquí el medio para no quedarnos en lo empírico: al aceptar los juicios y las elecciones que hace nuestra cultura, no nos rezagamos en buscar lo que cada cultura prefiere o consagra, no nos dejamos seducir por el relativismo estético; somos libres para investigar qué es la obra de arte y cómo provoca la experiencia estética sin deliberar indefinidamente sobre la elección de tales obras; nos sobra con poner de nuestra parte todas las ventajas que ofrece una tradición venerable: las obras de arte unánimemente consagradas son las que nos conducirán, lo más seguramente posible, al objeto estético y a la experiencia estética.

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