Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Estas observaciones son suficientes para aclarar el juicio de valor estético: un cromo no es bello porque no es una verdadera pintura, ni lo es la música de feria porque no es una verdadera música, 9ni los versos de un pregonero ambulante porque no son un verdadero poema. Lo contrario de la belleza no es lo feo, como sabemos desde el romanticismo, sino la obra abortada que pretende ser objeto estético, y lo es también todo lo indiferente al objeto que no reivindica la cualidad estética. Esto supone que el objeto estético puede ser imperfecto; ¿y quién lo pone en duda? Pero no se puede medir su imperfección con cualquier patrón exterior. Es imperfecto porque no consigue ser lo que pretende ser, porque no realiza su esencia; y es partiendo de lo que pretende ser como hay que juzgarlo, y sobre lo que él se juzga a sí mismo. Si los arlequines de Picasso quisieran ser personajes de Watteau, serían fallidos; otro tanto sucedería si los frescos bizantinos quisieran ser pinturas griegas; o si la música modal quisiera ser música tonal. Pero si un objeto no pretende ser estético, no es como tal imperfecto y, aún más, puede ser bello en su esfera propia, como es bella una herramienta o un árbol. Por el contrario, es el objeto estético el que debe ser estético: hace promesas que tiene que mantener. Dicho de otro modo, su esencia es para él una norma. Pero no una norma que nuestra reflexión o nuestro gusto le imponga, sino una norma que él se impone a sí mismo o que su creador le ha impuesto. O, quizás haya que decir, que él impone a su creador, pues exige de él su autenticidad. No podemos decir aquí cual sea esta norma del objeto estético, puesto que es inventada por cada objeto y este no tiene otra ley que la que se da así mismo; pero se puede decir al menos que, cualesquiera que sean los medios de una obra, el fin que ésta se propone para ser una obra maestra, es a la vez la plenitud del ser sensible y la plenitud de la significación inmanente a lo sensible. Ahora bien, la obra solo es verdaderamente significante, de la forma que puede serlo, si el artista es auténtico: ella habla solamente cuando él tiene alguna cosa que decir, si verdaderamente él quiere decir alguna cosa. Malraux, poniendo el acento en lo que hay de conquista en la creación, con el cuidado que él mismo no cesa de prestar a la Creación, se expresa así: «Sin remordimiento solo osamos llamar obras de arte a las obras que nos hacen creer, tan secretamente como sea, en la maestría del hombre»: esta maestría no nos es sugerida más que por la autenticidad del artista, es decir del objeto estético mismo. La norma del objeto estético es su voluntad de absoluto. Y en la medida en que proclama y cumple esta norma, a su vez se convierte en norma para la percepción estética: le asigna una tarea, que es precisamente la de abordar el objeto sin ningún prejuicio, darle un amplio crédito, facilitarle la posibilidad de mostrar su propio ser.

En el fondo, nosotros no decidimos nada acerca de lo bello, es el objeto el que decide sobre sí mismo al manifestarse: el juicio estético se cumple en el objeto más bien que en nosotros. No se define lo bello, se constata lo que es el objeto. Y si uno se interroga sobre el objeto estético en general, no es tampoco en una definición de lo bello donde hay que buscar su diferencia específica. No es que se rehúse todo empleo de la noción de belleza, o que se recuse el juicio del gusto; si decidimos referirnos a las obras unánimemente admiradas, es porque las aceptamos como tales; pero lo que se le pide no es que suministre el criterio del objeto estético, sino el recomendar las obras que manifiesten lo más claramente este criterio, es decir aquellas que son objetos estéticos de modo perfecto. Así es posible una estética que no rechace en absoluto la valoración estética, pero que no se le someta, que reconozca la belleza mas sin hacer una teoría de la belleza, porque en el fondo quizá no haya teoría alguna que hacer sobre ello: hay que decir qué son los objetos estéticos, y son bellos desde el momento que verdaderamente «son».

Esta aclaración cierra nuestra digresión sobre lo bello. Pues al reconocer lo que significa la belleza es cuando se puede comprender lo que es esta percepción estética ejemplar que debemos a la vez invocar para definir el objeto estético, y describir para definir la experiencia estética. Esta percepción, o, si se quiere, el juicio del gusto constitutivo de la experiencia estética, debe en principio: distinguirse de los juicios, a veces estrepitosamente manifestados, que expresan nuestros gustos, es decir que afirman nuestras preferencias. Aquellos plantean la irritante cuestión de la relatividad de lo bello, pues manifiestan que la sensibilidad estética es limitada y, parcialmente al menos, determinada a la vez por la naturaleza del individuo y por su cultura. Estas determinaciones pesan ante todo sobre nuestras preferencias, y nuestras preferencias no son constitutivas de la experiencia estética, pues no le añaden más que un cierto rasgo personal. Puede ser que determinen también el alcance de nuestra intención, nuestra ignorancia o nuestro desconocimiento: así los clásicos franceses del XVII literalmente «no veían» las catedrales góticas. Pero estos juicios de valor, que pueden así prevenir u ofuscar la percepción, le son extraños en principio a la experiencia estética porque no tienen, al igual que ella, como meta el de asir la realidad del objeto estético: el gusto no es el órgano de la percepción estética, puede todo lo más agudizarla o embotarla. Se puede percibir y reconocer una obra de arte sin gustar de ella, y se puede a la inversa gustar de una obra sin reconocerla como tal, como aquel que disfruta con una melodía, y hasta el fervor, por las reminiscencias que despierta en él. No obstante, el juicio de gusto, cuando no explicita nuestras preferencias, sino que registra lo bello, es decir cuando apenas es un juicio, aunque esté limitado en su aplicación, no es menos universal en su validez, precisamente porque deja hablar al objeto. La historicidad de los gustos no es una objeción a la validez del gusto; y, bien entendido, menos lo es aún a una descripción del objeto estético.

Pero esta descripción debe además distinguir la percepción estética de otros juicios que pronunciamos a veces, por los cuales instituimos una jerarquía entre las obras, como introducimos una jerarquía entre los seres y juzgamos por ejemplo que un héroe es más grande que un normal hombre honesto: así decimos que la música religiosa de un Bach es más grande que la música coral de un Lulli, o que en el mismo Hugo la epopeya es más grande que la elegía; así Boileau condena las Fourberies de Scapin en nombre del Misanthrope . Y sin duda Boileau se equivoca si rechaza que pueda ser la farsa un objeto estético, capaz de belleza, es decir si cree que la farjsa no es más que una comedia abortada. Tales juicios no pueden pronunciarse más que acerca de cosas que sean del mismo tipo y ante obras de igual belleza. Entonces el juicio de valor es legítimo pero incide menos sobre la belleza que sobre la grandeza, o mejor sobre la profundidad de la obra: sobre dimensiones que denominaríamos existenciales, tanto más cuanto que, como veremos, se asimila fácilmente la profundidad de la obra con la calidad humana de su creador. Ya no se trata entonces de cualidad estética: se trata de lo que dice el objeto y no de la forma en que lo dice; y ciertamente, esta revelación es esencial y se sitúa en el centro de la experiencia estética, pero, si autoriza una axiología existencial, no determina sin embargo un juicio de gusto; posiblemente la obra no tenga contenido y profundidad más que si es bella, pero este contenido por sí mismo no es mensurable por la belleza, Y el juicio que suscita en nosotros no es un juicio de gusto, la jerarquía de las obras que sugiere no es una jerarquía estética.

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