¿En qué consiste de hecho este sentido? Es a la vez múltiple y uno. Puede tratarse de la unidad de la frase musical, leit-motiv o variación, sonido como el del oboe, que resuena en el silencio de la orquesta, o de un conjunto como el preludio. La aprehensión de estas unidades, que se articulan y se componen para formar la totalidad de la obra, nos da a comprender la música; y no comprendemos cuando perdemos el hilo y los sonidos nos llegan solo dispersos en una especie de «polvareda cegadora». Pero el sentido es también un sentido inteligible: la unidad del decorado que representa el puente del navío, la unidad de los movimientos en la escena que da coherencia a la acción, en fin, la unidad especialmente de las frases verbales, que da significado al drama, que orienta y sostiene la totalidad del conjunto: la historia de Tristán e Isolda tal como es representada. Y digo tal como es representada porque es la representación, es decir, el despliegue de las palabras, de las actitudes que las prolongan y del medio en que son pronunciados lo que induce en el espectador lo representado; son las palabras con todo su cortejo lo que constituye poco a poco el drama, no se trata de que el drama elija las palabras.
En este sentido, el objeto representado deja de ser irreal; lo es desde luego en relación con la realidad que nos rodea, el mundo de la cotidianidad, pero no lo es en tanto que se halla en el alma del poema y es el sentido que unifica lo sensible verbal. Existe no obstante algo nuevo, en relación a una forma más alta de sentido y que unifica los sentidos precedentes. Pues no hay que olvidar que existe una unidad más profunda de la obra total, por lo cual son reunidos los diferentes aspectos de lo sensible que se nos ofrecen, que facilita la alianza entre tal frase del poema, tal curva melódica, tal movimiento coreográfico de los actores o tal juego de luz sobre las tonalidades del decorado. De esta alianza somos testigos mudos y no es siempre fácil el repartir equitativamente la atención entre todas estas solicitaciones de lo sensible, sin privilegiar algunos de los aspectos o algún sentido, desatendiendo la parte musical, para interesarnos en la historia o despreocupándonos algo de las palabras, para seguir el canto orquestal; y esto es posible precisamente porque el objeto mismo nos invita a ello, y más exactamente porque estos diversos aspectos, poético, musical o plástico, poseen además otro sentido, propiamente expresivo, que desborda lo inteligible y puede ser convergente entre los distintos aspectos sensibles. Precisamente por la afinidad de estas diversas expresiones se constituye la expresión total de la obra que encarna su sentido más completo y más alto, 4y es, una vez más, la percepción quien nos lo facilita ya que es el rostro que lo sensible gira hacia nosotros: solo por lo sensible y solo en lo sensible halla su razón de ser. Cuando Isolda muere en un grito de amor al que la música presta acentos casi sobrehumanos, sus gestos, su canto, la luz y la música que la bañan, todo conspira a expresar la exaltación del fervor y la ininteligible victoria del amor, cuando lo sensible se desencadena y aunque dominado proclama algo que solo el puede decir, entonces es cuando estamos frente a la obra y la comprendemos. Pero, ¿qué es lo que comprendemos? Aquí puede abrirse un interrogante sin fin acerca del sentido: ¿qué significa lo que la obra me ha dicho, no solo lo que me ha dicho más o menos racionalmente por las palabras, sino lo que me ha comunicado más imperiosamente a través de la música: el estallido de esta maravillosa pasión, la exaltación de la noche, el extraño tema de la muerte por amor? De ello seremos capaces de hablar solo en el entreacto o al salir de la ópera, cuando la reflexión venga a reemplazar a la contemplación. Pero la materia de tal reflexión nos viene dada junto con el objeto estético, y en él, y en consecuencia sin que nos demos cuenta de ello, como si la música nos transmitiera un mensaje ante el cual la reflexión estará siempre en desproporción; pues lo que el objeto estético nos comunica lo hace a través de su presencia, en el seno mismo de lo percibido.
Así, nos hallamos ante el objeto estético en cuanto que de algún modo «le pertenecemos»: somos indiferentes al mundo exterior, que no percibimos más que marginalmente y que renunciamos a evocar, para poder experimentar la verdad de lo que nos es presentado. Y lo que se nos presenta es lo sensible en su apogeo, no ya algo sensible, desorganizado e insignificante, sino un sensible que se manifiesta a sí mismo por el rigor de su desarrollo, y que nos comunica además otras cosas, por lo que representa, en la medida en que está ordenado a una representación, y por lo que expresa al afirmarse a sí mismo.
Tendremos que unificar y ajustar estas iniciales indicaciones al examinar otros objetos estéticos. En la medida en que debemos recurrir a lo empírico, lo eidético no puede excluir toda inducción. Pero podemos ya medir la diferencia del objeto estético y de la obra de arte. La obra de arte es lo que queda del objeto estético cuando no es percibido, el objeto estético en el estado de posible, esperando su epifanía. Este es el lugar de rehabilitar la fórmula empírica: la obra permanece como una posibilidad permanente de sensación; sin embargo, puede también decirse, porque el conjunto sensible se organiza en el plano de la idea, que la obra permanece como idea que no es pensada y que se halla como depositada en algunos signos, esperando que una conciencia venga a reanimarla. Mas no hay por ello derecho a hablar de una existencia intemporal de la obra, ya que si la idea puede reivindicar en rigor una tal existencia en un plano inteligible (puesto que procede de una necesidad racional que le facilita el acceso a lo eterno, como en la filosofía espinocista) la idea inmanente a la obra está tan perfectamente engarzada en lo sensible, de la que es tan solo la armadura (como la idea hegeliana está comprometida en el mundo y en la historia de la que es la lógica viviente) que no puede existir fuera del despliegue de lo sensible: la idea que sobrevive a la manifestación de la obra, la idea que la reflexión puede desprender y ubicar en unos tonos inteligibles, no es desde luego ya la idea de la obra, es una idea acerca de la obra o una idea para la obra.
Tal es la idea de Tristán que en este momento, en que estoy escribiendo estas líneas, puedo tener. Digamos, pues, que la obra no tiene más que una existencia virtual o abstracta, la existencia de un sistema de signos que están saturados por lo sensible y que permiten la inmediata representación; se halla en el papel, también se encuentra disponible, de modo virtual como el pasado bergsoniano, en la memoria de los actores que conservan el recuerdo de las precedentes representaciones: ¿acaso no es así como se conserva el ballet mientras no se descubra para ello una adecuada forma de escritura definitiva? ¿No se han transmitido los primeros poemas a través de la tradición oral? Pero tales signos no son cualesquiera, son la promesa del objeto estético, y la obra no se reduce exactamente a ellos: la obra no está verdaderamente dada hasta que la partitura se ejecuta, cuando al creador se une el ejecutante, el intérprete. Por ello la partitura es ya obra de arte, al igual que el libreto o cualquier tipo de poema escrito en un trozo de papel, a condición de que se sepa leerlo, es decir, que al menos «se escuche», aunque solo sea virtualmente, la música que allí se prescribe. También es así como subsiste la obra plástica: el cuadro o la estatua no son más que signos que esperan expandirse en una representación, aquella que posibilitará el mismo espectador prestando su mirada al objeto, permitiéndole manifestar lo sensible que duerme en el hasta que una mirada no acuda a despertarle. Lo que el artista ha creado no es aún el objeto estético, exactamente es el medio que posibilita a este objeto su existencia, cuando lo sensible, por una mirada, es reconocido como tal. El objeto no existe en su existencia propia más que con la colaboración del espectador y el mismo artista debe hacerse espectador para acabar su obra. Miguel Ángel respondió a alguien que se admiraba de que esculpiese siempre con aquella especie de furor: Odio esta piedra que me separa de mi estatua; pero la piedra no cesa de separar la estatua hasta que una mirada consiga liberarla, encontrarla, en la contemplación misma de la piedra.
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