¿Podría, además, haber buscado, a través de una decidida política exterior de alianzas, la garantía internacional que le hubiera permitido extender su control sobre Marruecos y frenar a los Estados Unidos en Cuba? En principio, no parece razonable esperar eso en aquellas condiciones internacionales que, si bien, no facilitaban las posibilidades de una alianza en toda regla, garantizaron la estabilidad territorial española en el marco de la fortaleza de todo el statu quo . A pesar de la situación de extrema debilidad por la que pasó España desde la crisis de la Monarquía isabelina hasta la consolidación de la Monarquía alfonsina, la estructura territorial del Estado no sufrió ninguna pérdida: los nuevos gobiernos reprimieron el movimiento cantonal, destruyeron el dominio carlista del Norte de la Península, neutralizaron la insurrección cubana, consolidaron el régimen canovista y el Estado continuó controlando el mismo espacio colonial que se mantuvo bajo su soberanía tras la independencia de los grandes virreinatos.
Así, el viraje de 1870/71, percibido correctamente como el inicio de una etapa de la política internacional dominada por los dictados de la realpolitik , por la formidable reacción conservadora que siguió al pánico creado por la Comuna, por el predominio de la Alemania bismarckiana y por la inseguridad generada por la Gran Depresión de 1873, fue puesto en relación con la experiencia española más reciente: guerra de Cuba, guerra carlista, inestabilidad política y levantamiento cantonalista, y llevó a una definición de la política exterior que, más allá del significado estricto de las expresiones con las que solemos conocerla ─de “recogimiento” cuando se trata de Cánovas y de “ejecución” cuando se trata de Sagasta─ fue siempre, en la práctica, una política exterior de defensa del statu quo y, por lo tanto, orientada hacia Alemania.
Pero no entenderíamos bien las cosas si nos limitásemos a recordar que, entre 1875 (inicio de la Restauración) y 1895 (inicio de la última insurrección cubana), la política de alianzas de conservadores y liberales no consiguió más que el “leve pacto” de diciembre de 1877, que preveía la colaboración diplomática alemana en el caso de que las “exageraciones radicales o ultramontanas” que pudieran surgir en Francia llegaran a ser una amenaza para España, y el acuerdo que supuso el intercambio de Notas con el gobierno italiano de mayo de 1887, que ligó a España con la estrategia anti-francesa de la Triple Alianza a través de unos Acuerdos Mediterráneos en los que participaba Reino Unido y que afirmó la política marroquí de defensa del statu quo desarrollada en el marco de la Conferencia de Madrid de 1880. Primero, porque existió una diplomacia del rey Alfonso XII (1857-1885) 8 , que se superpuso a la diplomacia de sus gobiernos, y que permite entender mejor los objetivos fundamentales de la política exterior española, así como el papel jugado por la defensa del principio monárquico y, sobre todo, por la orientación hacia Alemania. Después, y en contradicción con lo anterior, porque la defensa del principio monárquico, que aparece en la retórica de la mayor parte de los tratados bismarckianos, tiene un valor muy limitado en una época de realpolitik en la que los mecanismos diplomáticos para mantener el equilibrio de poder posterior a 1870/71 no actuaban en la periferia del sistema, dónde van apareciendo actores fundamentales del juego internacional que, como los Estados Unidos y Japón, no son europeos, y donde las reglas de la expansión colonial son distintas de las que venían imperando en el continente europeo.
El problema de la política exterior de la España de la Restauración es que podía encontrar apoyo diplomático en Alemania para defenderse de Francia, porque el aislamiento de Francia era un objetivo fundamental de la política bismarckiana; podía, con ese apoyo diplomático, frenar los peligros que pudiesen venir de Francia derivados tanto del legitimismo o del republicanismo como, incluso, de su expansionismo en Marruecos, pero con lo que no podía contar España era con un apoyo diplomático alemán para defender las colonias del Caribe de las ambiciones norteamericanas y las colonias del Pacífico de los asaltos de las potencias a sus mercados. Y eso era así por mucho que sus dirigentes repitiesen que la pérdida de la soberanía de aquellas colonias sería algo tan intolerable para el conjunto de la sociedad española que sería aprovechado por los enemigos del régimen para descalificar y hundir a la Monarquía liberal; y no lo debía esperar España porque el papel internacional que jugaba el Reich alemán en el continente europeo no tenía nada que ver con el que podía jugar en el Caribe, en el Pacífico o en el Norte de África. El comportamiento de Bismarck y de Cánovas durante la crisis de las Carolinas, en agosto de 1885, y la negativa alemana a que España protagonizase una hipotética intervención europea en defensa de la monarquía portuguesa, en agosto de 1891, ilustran muy bien los estrechos límites del apoyo diplomático alemán basado en la defensa del principio monárquico, y pueden ser interpretados ─sobre todo el segundo─ como la constatación del fracaso de toda la orientación de la política exterior de la España de la Restauración. La única gran potencia europea que, por su posición internacional, tenía intereses en todos los espacios y conflictos que afectaban a España, era el Reino Unido; sin embargo, si exceptuamos algunos momentos de la “cuestión marroquí” 9 , los intereses coloniales españoles y británicos no coincidían; eso, por no hablar ni de la tradición contraria a los compromisos permanentes de la diplomacia británica, ni de la primacía de sus intereses orientales, ni de la cuestión de Gibraltar, que podía envenenar, de improviso, cualquier acercamiento hispanobritánico.
Lo que ocurrió a partir de 1895 está relativamente claro: la defensa de Cuba se convirtió en el principal objetivo de una política exterior española que me he atrevido a considerar “nueva” y que, desde un planteamiento que presentaba la intervención norteamericana en la Isla como contraria a los intereses europeos en América y que identificaba el mantenimiento de la soberanía española en la Gran Antilla con la defensa del principio monárquico, buscó, de manera decidida, un compromiso diplomático con la Triple Alianza, con Gran Bretaña o con la Alianza franco-rusa que frenara la intervención de los Estados Unidos 10 . Sin duda, la diplomacia española no lo consiguió. No se trató de un problema de incompetencia profesional, sino de la consecuencia lógica de varias realidades: España no estaba siendo capaz de terminar con una guerra que perjudicaba intereses norteamericanos, los insurrectos no hicieron nada para buscar un compromiso que impidiera la intervención norteamericana, las grandes potencias europeas no tenían nada que ganar y sí mucho que perder con una intervención que los Estados Unidos rechazaban con rotundidad. Lo único que hubiese podido estar en manos de la diplomacia española hubiese sido el manejo de la mediación que los presidentes norteamericanos Cleveland y McKinley ofrecieron. Como el gobierno español consideró imposible la aceptación de esa interesada mediación, toda la actividad de la diplomacia española se tuvo que concentrar en la búsqueda fracasada de la intervención europea.
En este marco, y hasta 1895, fecha de inicio de la última insurrección cubana, la política exterior de la España de la Restauración en defensa de sus colonias no parece que se concentrase tanto en buscar una difícil garantía internacional, cuanto en abrir los mercados de esas colonias a las potencias interesadas en ellos con objeto de que no sintieran la necesidad de terminar con la soberanía española. Esta ha sido una hipótesis de trabajo que, a mi juicio, está verificada en lo que se refiere al Pacífico 11 , pero que no lo estaba, hasta ahora, en lo que se refería al Caribe. Y es aquí donde cobra sentido historiográfico el libro que el lector tiene en sus manos, Enemigos íntimos: España y los Estados Unidos antes de la Guerra de Cuba (1865-1898) . Andrés Sánchez Padilla cubre un verdadero “agujero negro” de nuestra historiografía: las relaciones entre España y los Estados Unidos en las décadas que precedieron a la guerra hispano-norteamericana de 1898, cuestión ─ésta sí─ sobre la que la historiografía había vuelto una y otra vez.
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