Andrés Sánchez Padilla - Enemigos íntimos

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Este libro pretende averiguar qué papel jugó España en la evolución de la política exterior norteamericana durante las tres décadas que precedieron al estallido de la Guerra de 1898. Andrés Sánchez Padilla estudia los principales problemas que afectaren a las relaciones hispano-norteamericanas durante esos años, combinando por primera vez fuentes inéditas norteamericanas y españolas. Obviamente, la cuestión de Cuba figura en un lugar prominente, pero en ningún momento se reducen las relaciones bilaterales a ese asunto, puesto que también se presta especial atención a la diplomada económica y la cooperación cultural que se desarrolló entre los dos países. El análisis sistemático del período sirve para ofrecer una interpretación completamente novedosa de las relaciones hispano-norteamericanas en una época crucial en la historia de ambos países.

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Sobre esta base, la España liberal se integró en un cuadrilátero cuyo perímetro se consolidaría a lo largo del siglo XIX: Londres, París, Lisboa y Madrid. Un cuadrilátero que tenía al sur la zona de intereses comunes y encontrados: la región del Estrecho con sus archipiélagos atlánticos (Canarias y Azores), con sus enclaves (Gibraltar, Ceuta y Melilla), con las Baleares en el punto en el que se cruzaban el eje francés que unía Marsella y Orán y el eje británico Gibraltar-Hong Kong, y con la inconcreta y común expectativa sobre Marruecos en el que confluían intereses españoles, franceses y británicos. Sin duda, la incorporación de España al subsistema de la Cuádruple Alianza fortaleció su posición internacional, pero conviene no perder de vista sus escasas posibilidades a la hora de diseñar una política exterior propia. Las dos grandes potencias que dirimieron la hegemonía mundial en la Península Ibérica entre 1808 y 1814 convirtieron este territorio en una zona bajo su directa influencia, abierta a su intervención económica y política. Las iniciativas de la política exterior española quedarían condicionadas por la política de estas dos grandes potencias europeas y por la de los Estados Unidos, el gran vecino de las colonias del Caribe 2 .

En estas condiciones, la política exterior española estuvo dominada por el recelo que suscitaba el intervencionismo franco-británico, por el recuerdo del inmenso coste de la política europea desarrollada por España desde el siglo XVI, por el firme convencimiento de que los abruptos territorios peninsulares eran invulnerables a un ataque exterior y por la constatación de la fortaleza de un statu quo internacional que conservaba para España un conjunto de colonias indefendibles con sus escasos medios. Teniendo en cuenta la continuidad de esta percepción, la “aparatosa” acción exterior de las expediciones militares de los gobiernos isabelinos podría parecernos incongruente si no la interpretásemos bajo el amplio concepto de “política de prestigio”. En efecto, si la intervención en Portugal (1847) se inscribió en el marco de la Cuádruple Alianza 3 y la intervención en Italia (1849) en el proceso de contención de las revoluciones de 1848, la colaboración española en la expedición francesa a Conchinchina (1857-1863), la llamada guerra de África (1859-1860), la participación española en la expedición europea a México (1861-1862), la reincorporación de Santo Domingo a la Corona española (1861-1865) y el subsiguiente enfrentamiento con los dominicanos en su guerra de la Restauración, y la guerra del Pacífico contra Perú y Chile (1863-1866) no pueden ser entendidas ni como episodios de una política de engrandecimiento territorial (política imperialista) ni exclusivamente como episodios de una política de defensa de la situación existente (política de statu quo ), sino también como un conjunto de esfuerzos deliberados para exaltar la imagen y posición internacional de España tanto en el exterior, para conseguir un mejor trato en las relaciones internacionales, esto es, el status de “potencia media”, como en el interior, para promover un consenso social por vía emocional en favor de los titulares del poder político 4 .

No es que no interesara la defensa de las colonias que seguían bajo soberanía española o la posibilidad de ampliarlas con Marruecos. De hecho, en 1844, el general Narváez (1800-1868) propuso sin éxito al gobierno francés una alianza sobre la base de las bodas reales, para actuar juntos en el Norte de África. Lo que ocurre es que, segura de la fortaleza del statu quo internacional, la política exterior de España no buscó tanto la garantía internacional de los dos grandes vecinos de la Metrópoli, cuanto incrementar su prestigio ante ellos, en la confianza de que así fortalecía los intereses comunes en el Caribe y en el Pacífico y, con ello, aseguraba los intereses españoles. Las limitaciones de esa política no deben pasar desapercibidas; no debemos olvidar que Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) rechazó, en 1845, la propuesta formal británica de un pacto tripartito anglo-franco-español que garantizase las Antillas españolas, frente a cualquier tentativa norteamericana, por considerar que su aceptación significaría el reconocimiento formal de la incapacidad española para defenderlas con sus propias fuerzas y que, por el contrario, durante la llamada guerra de África (1859-1860), todos los esfuerzos españoles para conseguir objetivos más ambiciosos que los de asegurar Melilla fueron neutralizados por la intervención decidida de Gran Bretaña y Francia, que se opusieron rotundamente a la alteración del statu quo marroquí.

En cualquier caso, la razón fundamental de las limitaciones de la política exterior española en esos años se encuentra, posiblemente, en la primacía alcanzada por el conflicto interno, que polarizó y absorbió la atención de los españoles en esos años y que impidió la formulación de una política exterior más ambiciosa. Así, cuando el equilibrio de fuerzas empiece a cambiar como consecuencia del resultado de las guerras de Crimea (1854-1856), de la unidad italiana (1859-1860), de secesión de los Estados Unidos (1861-1865) y de la unidad alemana (1866-1870), la política exterior española estuvo más pendiente de ese conflicto interno, agudizado hasta los extremos que muestra la corta y dramática historia del Sexenio Democrático (1868-1875), que de las posibilidades internacionales que se abrían en esos momentos de “rivalidad intensa” o “guerra” entre las grandes potencias. La percepción de los peligros inherentes a estas situaciones explica también el rechazo de los gobiernos españoles, tanto al compromiso que hubiese gustado a Otto von Bismarck (1815-1898) cuando comenzó la guerra Franco-Prusiana (1870), como a la alianza que propuso el gobierno provisional francés al comprender que la estaba perdiendo 5 . Por otra parte, en esos momentos, la experiencia del incidente del Virginius con los Estados Unidos puso de manifiesto que el gobierno de Washington seguía dispuesto a interferir en la política cubana y que una insurrección independentista en la isla podía proporcionar el casus belli que hiciera pasar a los norteamericanos de la interferencia a la intervención armada 6 .

La política exterior española de las primeras décadas de la Restauración (1874-1895), tanto la que protagonizaron los conservadores de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) como la que protagonizaron los liberales de Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), presentó, de entrada, una cierta discontinuidad con la que habían realizado los moderados de la Época Isabelina (1833-1868) y con la que soñaron realizar los progresistas del Sexenio Democrático (1868-1874). La percepción correcta del significado del viraje internacional de 1870, la fuerza del sistema internacional bismarckiano, la conciencia de la debilidad del régimen político restaurado y los temores que suscitó una Francia primero legitimista y después republicana, condujeron a una política exterior que, en defensa del principio monárquico, giró alrededor de Alemania. Dado que los sistemas bismarckianos trataban de mantener el statu quo continental, aislando a Francia para que renunciara a la recuperación de Alsacia-Lorena y neutralizando el conflicto austro-ruso en los Balcanes, la relación de España con estos sistemas de alianzas tenía que ser muy prudente: debía protegerse del apoyo francés a los enemigos del régimen de la Restauración sin que Francia tomara represalias contraproducentes o frenara las exportaciones españolas; no debía dejarse enredar en ninguno de los dos conflictos mayores ─el franco-germano y el austro-ruso─, en los que nada podía ganar; debía mantenerse vigilante ante todo lo relativo a Marruecos si quería evitar un reparto que afectaría negativamente a su seguridad, y no podía perder de vista que la cuestión de Marruecos implicaba de manera directa a la seguridad del Gibraltar británico 7 .

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