Enrique Blanc Rojas - Sabor peruano

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La revisión que hace esta obra de un siglo de música es notable e inédita. Emprendida en complicidad con un grupo de periodistas, investigadores y músicos, nos lleva de viaje por las raíces y los frutos de la prolífica música peruana. Veintiún crónicas y ensayos nos introducen en este universo sonoro que, al igual que la gastronomía de Perú, posee una exquisita y fascinante diversidad que merece ser escuchada fuera de las fronteras de esta milenaria y maravillosa tierra. La travesía a la que nos invita
Sabor peruano está poblada tanto de personajes históricos como de nuevas promesas musicales que continúan renovando su tradición con orgullo y pasión. Un recorrido exhaustivo y riguroso que traza un mapa sonoro e incluye una serie de playlists para acompañar la lectura de sus páginas musicales.

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Pastorita Huaracina nació el santo viernes del 19 de diciembre de 1930 en el distrito campestre de Malvas, conocido también como “El Balcón del Pacífico” por estar asentado al filo de un cerro a 3,172 metros sobre el nivel del mar (246 kilómetros lo separan de Lima). Fue en esa bendita tierra serrana del departamento norteño de Áncash, de blancas casitas de adobe, techos de tejas rojas, balcones rústicos de eucalipto y pobladores sencillamente amables y buenos (como su cielo azulado y sus agrestes cerros vestidos de abundante y alborozada vegetación), que por primera vez se escuchó cantar en quechua, su idioma materno, a la pastorcita de rebaños. “De niña fui pastora de verdad”, le dijo la Pastorita Huaracina al periodista y escritor César Pérez Arauco, tal como se consigna en el número seis de El Pueblo, la revista cultural independiente:

Pertenecí a un hogar muy humilde. A corta edad, pastoreaba mis rebaños en “Rahuey Pampa”, que está en la parte más alta de mi pueblo, y desde allí lo miraba y le cantaba con mucho sentimiento. Las personas que me escuchaban, decían: “es chicche que está cantando”.

Chicche es una pequeña ave de trinar agudo que se mueve en enormes bandadas durante el día, irradiando bellos destellos de sonido que reverberan en los verdes parajes de la sierra ancashina.

Desde muy pequeña mostraba su afinidad y amor por el canto. Relató que en las actuaciones de la escuela de su pueblo era infaltable oírla cantar. Todos esperaban ver la actuación de la pequeña niña prodigio. Y solfeaba en quechua —que también era su lengua materna— las canciones de oídas que había aprendido en casa, en el pueblo. Su papá, don Hipólito Alvarado Gómez, era el director de la Banda de Músicos de Malvas.

Cuentan los biógrafos de Pastorita Huaracina que su mamá, doña Micaela Corsino Trujillo, tenía una melodiosa voz que sacaba a relucir durante las reuniones familiares y eventos del pueblo malvasino. El arte musical era parte cotidiana de esta familia de campesinos humildes que se ganaban la vida a través de la agricultura.

Su maestra de escuela fue quien le enseñó a hablar y escribir en español. Ella era bilingüe y veía en la pequeña María Alvarado Trujillo ese afán, esa fuerza, ese ímpetu de los que están predestinados a escribir su nombre en la historia.

Mi profesora, que hablaba español y quechua, enseñaba en lengua materna porque todo el alumnado hablaba quechua. Pero yo quería aprender español, por eso al atardecer partía un poco de queso que mi mamá guardaba con mucho celo e iba a la casa de mi maestra y le invitaba.

Así habló la Pastorita Huaracina con su entrevistador. Su maestra le decía: “Tú vas a llegar muy lejos”. Desde pequeña, descubrió la magia de su canto. Cuentan que el dueño de la tienda de abarrotes de Malvas era su admirador. “Chicche, canta, por favor”, cuentan que le rogaba. El mostrador del negocio era el escenario improvisado donde derrochaba alegres huaynitos para su público ocasional, que celebraba sus prodigios y agradecía con halagadores aplausos.

Del agradecido tendero recibía como pago ricos dulces, juguetes y muñecas que cargaba en su pequeña alforja. Luego corría a la escuela y compartía con sus amigos y amigas el fruto de su talento. Este rasgo solidario y desprendido para con los que menos tienen sería una cualidad que la acompañaría toda su vida. Por supuesto que los niños y niñas la recibían con vítores, saltos y aplausos de alegría pura. Quizá allí aprendió a cultivar el cariño popular del que fue objeto en todo el Perú, y en todos los países a los que llevó su arte.

La Pastorita nació en un modesto hogar, como los miles de hogares modestos de la sierra peruana. Fue la última niña de doce hermanos. Se relata que daba rienda suelta a su tierna imaginación vistiendo con pañuelitos de algodón bordados de flores, los dulces y deliciosos panes andinos con forma de bebé que su madre, doña Micaela, horneaba en fuego de leña. Pero al poco tiempo, la ilusión infantil se desvanecía como un sueño inconcluso. Su juguete ocasional, la “tantawawa”, era el alimento del día. Y la “Chicche” María la comía con el respeto de quien recibe una hostia por primera vez.

La década de 1920 significó para el Perú el inicio del fenómeno migratorio de los pobladores de las zonas andinas hacia las ciudades costeras. Pero la gran oleada migratoria se desató en los estertores de la década de 1930 e inicios de 1940. Eran los abandonados por un Estado centralista: los hablantes de quechua, discriminados y segregados por una élite urbana racista, aquellos explotados y vejados por generaciones de terratenientes y gamonales. Eran los indios, los “cholos”, como los llamaban de manera despectiva.

En su peregrinaje de la sierra a la costa, el destino principal elegido por la masa migrante andina fue la capital peruana: Lima. En décadas siguientes, iba dejando de ser la colonial Ciudad de los Reyes para decantar en la Lima de Todas las Sangres, como lo perennizara el celebrado escritor peruano José María Arguedas en alusión a la diversidad étnica, regional y cultural de la nueva sociedad provinciana que hoy compone esta megalópolis de casi once millones de personas. “Mi madre llegó a Lima a la edad de ocho años”, relata Luz Elena Romero Alvarado, la hija de Pastorita Huaracina. Era 1938. Había quedado huérfana de madre y don Hipólito Alvarado Gómez era un padre extremadamente severo para la pequeña María. La única opción para sobrevivir era dejar su florido pueblo de Malvas.

Fue Claudia Castro, su hermanastra mayor por parte de mamá, quien le brindó un hogar en la capital peruana. Ella la llevaba todos los lunes al Cine Francisco Pizarro a ver los espectáculos folclóricos de la Compañía Ollanta. Según Luz Elena Romero, al fallecer la hermana, la pequeña cantante se vio obligada a trabajar como empleada doméstica. “Tampoco pudo estudiar”, sentencia la hija de la Pastorita Huaracina.

En una semblanza sobre la vida de la cantante, aparecida en la revista Variedades de mayo de 2011, se narra el encuentro que tuvo la pequeña María con la música clásica. Ella trabajaba en la residencia de la familia Loayza. Estaba al servicio de Paulina, la hija menor del hogar limeño. Escuchaba con atención los acordes de emblemáticos temas clásicos en la vieja vitrola que adornaba la sala principal de la casa. Curiosa y ávida de aprendizaje, hacía que Paulina le contara la historia de los músicos de culto. Mucho tiempo después, en 1976, ya consolidada como la reina del folclor peruano, grabó una joya musical con la Orquesta Sinfónica Nacional del Perú que reúne veinte piezas musicales de diversas regiones del país.

Cortesía de la artista Empieza la leyenda El sábado 19 de diciembre de 1942 - фото 18

Cortesía de la artista.

Empieza la leyenda

El sábado 19 de diciembre de 1942, María Alvarado Trujillo debutó como cantante en el Coliseo Bolívar, que estaba ubicado en la barriada limeña de Cinco Esquinas, lo que hoy se conoce como Tacora. Era un lugar famoso por presentar espectáculos de danza y música popular de la sierra peruana. Era un punto de resistencia cultural. Ella era parte del elenco de la Compañía de Danza y Música Atahualpa, cuyo director era el músico cusqueño Luis Durán. En esa época, el huayno era música marginal. En la Lima criolla de la década de 1940, los ritmos de moda venían de México y Argentina. Muchos provincianos ocultaban su identidad y su música para integrarse a la cultura oficial, y era en los coliseos y festivales populares donde se reencontraban con las expresiones artísticas de sus pueblos.

“Mi vida artística se inició el día de mi cumpleaños en 1942. Primero como bailarina y después como cantante. Mi voz cultivada desde mi infancia en el pastoreo de mis ovejas, sirvió como para difundir nuestra música andina”, relató Pastorita Huaracina a la revista El Pueblo. El pasacalle andino “Perlas del oriente” fue la primera canción que interpretó con pasión, gracia, estilo, arte, dominio escénico y, sobre todo, con una voz privilegiada. Su sonrisa, amplia como un abrazo, alegre, dulce y bonachona como las tantawawas que horneaba su mamá, quedó en la retina de sus fanáticos y fanáticas.

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