Los primeros indicios que tenemos de ello parecieran indicar que nuestra hipótesis de que las guerras de conquista indianas podrían irrumpir por sus propios fueros en la narrativa histórica y fundacional del reino pudiera cobrar corporeidad. Veámoslo.
el nuevo palacio real
La desaparición –pasto de las llamas– del viejo Alcázar de Madrid dio pie en el segundo cuarto del siglo ilustrado a la construcción de un nuevo palacio real que movería incesantemente los recursos ideológicos, económicos, creativos y artísticos de la España peninsular de entonces. Un nuevo espacio para una nueva época y una gran oportunidad para mostrar en él, sin pudor y con cierto desparpajo, la nueva narrativa de una nueva España/Monarquía. En este sentido, lo que se pretendía definir como la esencia de España y sus orígenes se va a fijar y a exhibir en el mayor palacio de su tiempo. El programa iconográfico que lentamente se irá concretando en esta mole albea no dejará lugar a dudas acerca del mensaje que se pretendió transmitir.
El rey Fernando VI puso mucha atención en la decoración de las sobrepuertas del corredor principal del Palacio Real.9 Quiso fijar en ellas la nueva manera de expresar abiertamente los hechos fundamentales y los valores primordiales en los que se fincaba, no su reinado ni sus impulsos ni su familia, sino los de los reinos que gobernaba. De manera inédita las temáticas van a reflejar los valores que impulsaban, inspiraban y enorgullecían al reino, y será precisamente este y la comunidad que lo integra los protagonistas de esta serie de relieves. El padre Sarmiento resultó el ideólogo y el encargado de proyectar la serie ornamental de relieves o medallas en la galería principal de palacio: once para los lados oriente, poniente y norte, y trece para el mediodía. Las temáticas elegidas dejan entrever las nuevas formas de mirar y mirarse de quien las encarga y diseña. Al poniente la temática son las ciencias, al norte escenas religiosas con protagonistas de la iglesia hispánica y no de la universal, al sur las virtudes políticas, y finalmente al oriente hallaremos lo que estamos buscando, la primera “sala de batallas” de este reinado, once relieves de once batallas que configuran la memoria bélica de los Borbones proyectada sobre su idea del pasado del reino. En claro contraste con el pasado, por primera vez aparecen representados en un espacio de Estado la conquista de México y de Cuzco en igualdad simbólica con la batalla de Covadonga, las Navas de Tolosa, Clavijo, la toma de Toledo, la victoria del Salado, la toma de Sevilla, la caída de Granada, la destrucción de Numancia, o la derrota cartaginesa a manos “españolas” en Sagunto.
Esta sala de batallas, que empezó a proyectarse en 1747, tuvo la desventura de llegar inconclusa al año 1760 cuando se detuvo su instalación y factura a raíz del arribo a Madrid del nuevo monarca recién desembarcado desde el trono de Nápoles. Carlos III mandó parar el proyecto, desmontó los relieves ya colocados, y todas las obras se dispersaron y estas perdieron, por ende, su valor simbólico e iconográfico de conjunto, pasando a ser meros adornos sin contexto distribuidos entre estudios de artistas, la Academia de San Fernando y, más recientemente, en espacios subalternos del propio Museo del Prado. Más allá del secundario final de este programa iconográfico, lo que aquí nos interesa es la intencionalidad del rey y de Sarmiento al renovar hasta los cimientos mediante estos medallones y relieves la mirada histórica reflejada en el edificio más importante de la Corte, y por tanto en el aparato de propaganda y creación de imaginario colectivo más imponente de su tiempo: el Palacio de Oriente. Cambió el sujeto de la mirada, ya no es la casa Borbón, ni la de Austria, no son representaciones de las victorias de los hombres del rey. En ninguna de ellas aparece quien las encarga, lo que es una tremenda novedad como ya vimos respecto a espacios similares construidos por los Austrias. Cambia el espacio representado, se elimina la geografía bélica europea, flamenca, alemana e incluso panmediterránea, desaparece la estela del recuerdo de la dinastía anterior y sus ambiciones universalistas a las que se hace desaparecer de cuadros y esculturas. Ahora todos los temas acontecerán en los reinos conformadores de España, se traslada a la Península el teatro de operaciones bélico e histórico, mejor dicho, se trasladan a Aragón y medularmente a Castilla. Por eso ya no veremos nombres como Fleurus, Mülberg o Breda, sino Navas de Tolosa, Sevilla, Toledo, el Salado, Numancia, Sagunto y, como no podía ser de otra manera, Cuzco y México, ambas cortes virreinales, jurídicamente constituyentes de la corona castellana, dependientes de este reino y parte legítima del mismo según la legislación castellana. Por eso y por primera vez Cuzco y Tenochtitlan se sitúan a la altura simbólica de la recuperación para la cristiandad hispánica de Toledo, la vieja capital goda, de la derrota de los almohades magrebíes en las Navas de Tolosa o de la culminación de la recuperación del viejo suelo hispánico con la caída de los nazaríes granadinos. La toma para su cristianización y castellanización de la capital de los incas y la de los mexica-tenochcas no son la celebración de un botín de guerra, son episodios de la historia local del reino que se erigen en memoria colectiva, en vértebras articuladoras del ser histórico de España. Que se terminaran estas obras o no, no resta novedad y originalidad a esta pretendida nueva mirada tremendamente innovadora por “nacionalista”.
La primera representación artística de la conquista de la capital mexica había esperado en vano más de dos siglos para poder exhibirse en un espacio de Estado en la Corte. Tendrá que esperar a que más de medio siglo más tarde el virreinato novohispano se separe de la monarquía católica, para que en algunos muros de los edificios públicos de España se dejase ver algún óleo decimonono representando, desde la mirada de la nueva nación desprendida del viejo imperio, el gran drama mesoamericano de 1521.
La tradición de exaltar el “pacto de lealtad y de transmisión voluntaria de soberanía” al emperador Carlos por parte de Atahualpa y Moctezuma, y a su vez minimizar en el discurso iconográfico oficial las guerras de conquista como medio de incorporación de las Indias a Castilla, pudo más que el nuevo discurso historicista. Nunca se exhibirá la invasión castellana a mexicas e incas en la sede del trono. El relieve peruano se perdió y el mexicano nunca se terminó, quedó a medio devastar y fue tasado en dos mil quinientos reales lo que nos indica su incipiente estado de factura cuando fue abandonado, ya que una pieza similar terminada se cotizaba en quince mil. En su tosca e inconclusa hechura se adivina altanera, escoltando a la clásica melé de cabezas, cascos, brazos y caballos, que lo mismo representa a Tlatelolco que al Salado, una imposible palmera frondosa inexistente en Tenochtitlan que refleja en el fondo lo alejada y exótica de la mirada del artista al que se le encargó esta representación, el italiano Giovanni Doménico Olivieri. Pero algo fundamental había logrado cambiar la original idea del padre benedictino Sarmiento apoyada por Fernando VI. Se impondría la historia local sobre la historia global y multinacional de las dinastías previas. Pese a lo afrancesado en lo político de la nueva dinastía, desde el punto de vista de construcción de memoria histórica, ciertamente los Borbones fueron los más españoles de todos los monarcas desde Juana de Castilla.
El nervio de la idea de Sarmiento no se perderá a pesar de la supresión de su plan iconográfico. Se producirá lo que vengo en llamar una transferencia simbólica mediante una transfusión de iconografía entre la galería desnaturalizada y vaciada del palacio y el nuevo espacio de pedagogía histórica en que se transformaron las cornisas del mismo. Se perdieron los medallones de batallas fundadoras de la identidad del reino, pero se elevaron para contemplación pública las estatuas que representan a los reyes de las tradiciones y dinastías que se escogieron como constituyentes de los afluentes dinásticos que conformaban el río de la monarquía católica hispánica. Misma intención, misma transformación nacional historicista, pero con una metodología más tradicional al trocar la representación de actos colectivos por representaciones particulares al concretarse la sustitución de las batallas por la representación de los monarcas. Esto es, se elimina la toma de Toledo pero se erigen la estatua del rey castellano que encabezó su toma, y en lo que nos importa, se eliminan las conquistas de Cuzco y Tenochtitlan, para poner en su lugar las figuras no de quienes las tomaron en nombre de Castilla, sino, y paradójicamente, de los emperadores que en teoría las perdieron pero que, en el relato hispánico, en realidad cedieron sus imperios, se cristianizaron y por ende, fueron los protagonistas y facilitadores legítimos y quizá involuntarios, de la entrada de sus señoríos naturales a la cristiandad a través de su incorporación a Castilla. De ahí que los vencedores simbólicos de la conquista en el discurso iconográfico matritense no fueran Cortés ni Pizarro sino Atahualpa y Moctezuma, a los que se reconoce como legítimos señores naturales de sus reinos, y se reconoce también a la corona castellana como legítima heredera de sus señoríos. Por ende, Atahualpa y Moctezuma se elevan a las cornisas de la Corte con el mismo abolengo que las dinastías quintaesencialmente españolas.
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