En definitiva, el magno programa escultórico pretendía representar a todos los reyes, tradiciones, familias y linajes reales que conformaban, según el criterio de la época, la esencia de la Monarquía española. En ella están todos los reyes considerados como españoles. Desfilarán en las cornisas blanquecinas madrileñas emperadores romanos, reyes godos, monarcas de los reinos cristianos medievales peninsulares, Trastámaras y Austrias, quedando excluidos los monarcas considerados como exógenos a la tradición monárquica española. En este orden de cosas, ningún sultán andalusí ni rey de taifa alguno aparecerá en el horizonte palaciego que delinea el discurso histórico borbónico.
Sin embargo, y contrario sensu a lo acontecido con el recuerdo de los monarcas musulmanes “españoles” excluidos todos ellos por foráneos, infieles e intrusos a lo ibérico, se ubicaron en lugar destacado como algo propio, legítimo y constitutivo de la Monarquía hispánica al tlatoani Moctezuma señor de Cem Anáhuac [Fig. 3], origen de la legitimidad hispánica sobre Nueva España, y al inca Atahualpa señor del Tahuantisuyo, origen de la legitimidad histórica hispánica sobre Nueva Castilla, cuyas esbeltas representaciones escultóricas se situaron tanto física como simbólicamente junto a las del visigodo Wamba, a Isabel I de Castilla, Jaume I el Conquistador, a Fernando III el Santo, etcétera.
El programa iconográfico del nuevo Palacio Real de Madrid vino a significar el corolario de la asimilación mítica, histórica y política indiana como territorio legítimo e indisolublemente castellano e hispánico, y por ende alejado totalmente de la retórica belicista.
Queda entonces desvelada la interrogante del porqué nunca cupo esperar retórica belicista u orgullo guerrero en el nacimiento del reino novohispano ya que pertinaz y consistentemente se le quiso ver como parte constitutiva y legítima de la Monarquía hispánica.
la real academia de san fernando
Nos resta por analizar aquí la institución más importante de la España borbónica dieciochesca encargada, a través de las artes, de construir la nueva memoria histórica del reino, la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando. El Palacio Real fue, como hemos visto, un buen espejo y un excelente espacio para representar este nuevo discurso, pero fue sin duda la Real Academia de las Artes de San Fernando la institución que más empeño puso por encargo Real en homogenizar y construir mediante sus concursos de escogida temática histórica, el nuevo relato del pasado que aquí hemos explicado en extenso. ¿Estarán entonces las Indias y su conquista presentes en los pinceles y cinceles de los académicos?
La respuesta es sencilla: en absoluto. Las intenciones integracionistas de lo indiano con lo castellano de Sarmiento no traspasaron el espacio palaciego. En San Fernando las Indias no aparecen ni para integrarlas ni para denigrarlas ni para colonizarlas, simplemente desaparecen, dejando el impulso sarmientista sin solución de continuidad. La Academia repitió el historicismo castellanista, antiuniversalista y antiaustracista de la iconografía del Palacio Real con una sola excepción: ni la conquista ni en general las Indias existen en absoluto en la construcción del relato histórico canónico sanfernandino. Solo encontramos como artistas vinculados a la Academia a los ilustradores de la edición madrileña de Historia de la conquista de México de Solís de 1783, cuyos originales, hoy resguardados en el Museo de América [Fig. 4], resultan poco reseñables por constituirse en meros adornos del relato de Solís empleando en ello una estética europeísta alejadísima de la realidad novohispana. Paupérrimo balance el de la mirada academicista sobre la conquista de México.
No quiero dejar de destacar finalmente que el único cuadro del siglo xviii atesorado hoy en la Academia de tema americano sea la Defensa del Castillo del Morro en La Habana ejecutado por el pintor José Rufo. No es que México y su conquista desaparezcan de la mirada académica, es que mientras los Borbones revolucionan la administración imperial sobre las Indias, crean virreinatos, audiencias e intendencias, cambian el statu quo fiscal, renuevan la Real Armada con un ambicioso plan de construcción naval en los astilleros habaneros con las maderas preciosas de Alquízar, Güira de Melena o del Hato de Ariguanabo, peninsularizan parte de la burocracia americana, expulsan a los jesuitas, refuerzan las fortificaciones costeras en todo el continente, crean por primera vez unidades fijas de los reales ejércitos conformadas por locales, apoyan militar y económicamente a la insurgencia de las colonias norteamericanas; por otro lado, y en abierto contraste con todo ello, no acompañaron esta intensísima y frenética política sobre las Indias –que por otro lado estaba trastocando dos siglos y medios de lealtad pactista y de autogobierno virreinal– con ninguna operación solvente de construcción de un relato histórico común.
Por extraño que parezca, la maquinaria de creación de conciencia colectiva del pasado en que se erigió la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando controlada, por cierto, por lo más granado de la nobleza cortesana y dirigida por el mencionado escultor Olivieri, olvidó o marginó a los territorios más grandes de la monarquía de la construcción de un relato de conjunto creíble y compartido. Se centralizó la administración y se revolucionó la praxis de la gobernanza a la vez que se cauterizó la construcción del relato colectivo integrador de esta nueva realidad. Se sembró un implacable silencio sobre los orígenes de los virreinatos indianos y sobre su encaje emocional con la monarquía, vacío que los indianos se empeñarán denodadamente en romper como se verá más adelante. Mucha acción y nula narrativa. La monarquía sembró olvido y silencio en la memoria histórica colectiva entre las Españas y cosechará indiferencia en la peninsular y contradicciones identitarias criollistas en la americana.
Que América haya sido retratada en San Fernando en el transcurso de más de medio siglo mediante un único cuadro de escaso interés iconográfico, muy alejado de una verdadera pintura oficial de historia, con una obra detallista, casi paisajística –a medio camino entre el viejo estilo de Roelandt Savery y esos magníficos paisajes de Turner sobre la guerras napoleónicas– y muy alejada de cualquier simbología proyectada concienzudamente por la monarquía sobre América, dice mucho sobre lo duradero y arraigado del pacto de silencio sobre la conquista. Estamos frente a un relato sin emotividad, nada parecido a propaganda militar o pintura de prestigio o de historia, y todo ello es harto demostrativo del exiguo espacio que las Indias ocupaban en el plan historicista de los electores de las temáticas de los concursos de la Academia. En el cuadro en comento se rememoraba la destacable pero fallida defensa de La Habana, quizá el más sensible desastre militar español en el Caribe, que refleja no solo un cambio de tendencia en el hábito de retratar ya no victorias, como lo hacían los Austrias, sino derrotas, lo que prefigura el nacimiento de las estrategias iconográficas nacionalistas de los nuevos Estados-nación decimonónicos que se fincarán más en exaltar el drama de las derrotas que en la épica de las victorias para construir el relato fundacional nacional. En este caso se podría haber elegido, por ejemplo, la heroica y exitosa defensa de Cartagena de Indias, el mayor desastre militar británico en el Caribe de aquel siglo, lo que muestra, sobre todo, un palmario sentido amnésico de la ideología del Estado Borbón sobre la globalidad de la España indiana o sobre la necesidad de integrar eficazmente en el relato común a los reinos de Indias.
Los vacíos en la conciencia colectiva panhispánica de un discurso historicista integrador nunca se pudieron resolver. Las Cortes de Cádiz fueron un buen y postrer ejemplo de intento loable pero fallido de narración y construcción de identidad nacional compartida en los “españoles de ambos hemisferios”. Este proceso de silenciamiento durante tres siglos de la realidad bélica y compleja del origen de Nueva España en particular y de América en general, en la iconografía y en la propaganda de la monarquía católica, tanto austracista por unos motivos, como en la borbónica por otros, contribuyó, y en esto no me cabe duda, a que la disolución violenta del vínculo secular entre los virreinatos indianos y Castilla produjese en España cierta indiferencia con puntuales excepciones, y en América desgarramientos identitarios de largo aliento en su proceso de conformación nacional.
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