Sigamos imaginando en esta ucronía pedagógica que les propongo, que los invitados más perspicaces compartían silentemente estas reflexiones mientras todos ellos pasaban al Salón de Reinos, en realidad una auténtica “sala de batallas”. Quizá se cruzaron y mezclaron con Velázquez, Sánchez Coello o Maíno, quizá con el Conde-Duque, con alguna monja dramaturga o con el purpurado héroe de Nördlingen, verdugo de los suecos y pesadilla de los franceses, el brillante Cardenal Infante.
Sigamos en este ejercicio y reconstruyamos la imaginada escena cortesana con los ojos de un par de inveterados enemigos de la monarquía, por ejemplo, los del embajador de su Alteza Serenísima en Madrid y los del embajador de la corte parisina, y a su vez, por la mirada de unos fieles aliados del rey católico, por ejemplo, los de una comitiva de nobles tlaxcaltecas, huejotzincas, texcocanos o quauhquecholtecas de visita en la Corte. Ambos grupos de hombres procedentes de dos universos distintos, uno europeo, mediterráneo, orientalizante, comercial, marítimo y profundamente hostil al trono madrileño; el otro de tierra adentro, quizá bragado en la pacificación y colonización de Nueva Vizcaya, orgullosos descendientes de los que derrotaron a los mexicas-tenochcas y a los mexicas-tlatelolcas, y herederos directos de las naciones mesoamericanas que más riqueza le dieron a la corona en una alianza de lealtad bélica y política que llevó las rapaces de doble testa y las aspas borgoñonas desde los volcanes nicaragüenses hasta los bosques de la alta California.
Veamos a todos ellos, a los pipiltin (nobles) novohispanos y a los nobles caballeros venecianos y franceses, acceder al salón real de batallas. Sus curiosas miradas serán testigos de la mayor operación de propaganda del poder militar de una monarquía a la que unos espían con ansias de defenderse de ella o debilitarla, y otros con la aspiración de ver reflejados los privilegios de los que se sienten acreedores por ser aliados y descendientes de los conquistadores que ganaron las tierras que permitían al rey Felipe ser señor del mundo.
Sus visiones opuestas se van a topar con cuatro temáticas, cuatro mensajes, cuatro discursos políticos que lanza a bocajarro la sala al visitante. El primero, el territorial, desplegando veinticuatro escudos de otros tantos territorios de la corona; sigue el mitológico, con diez grandes lienzos de Hércules, fundador mitológico de la monarquía hispánica pintados por Zurbarán; continúa el dinástico, articulado en cinco retratos ecuestres de la familia real del monarca vigente, todos ellos salidos de la mano de Velázquez, y finalmente, el que nos interesa en este ensayo, el bélico, la propaganda militarista del poder del trono expresada en nada menos que doce cuadros de batallas, mayor número que los dedicados a la mitología o al culto a la personalidad de la familia de Felipe IV.
De estos cuadros afortunadamente han llegado a nosotros once. Son en su mayoría retratos de generales teniendo de fondo las batallas que ganaron. Los protagonistas de estas magníficas obras de propaganda son los jerarcas militares representados en su papel de aliados del rey, y no la batalla librada ni el enemigo derrotado, ambos –batallas y enemigos– conforman únicamente el telón de fondo. Estos retratos de generales invictos al servicio de la monarquía muestran campos de batalla en los que o se invisibiliza, minimiza y ubica al enemigo en un segundo plano, o se es magnánimo con él poniéndolo en posiciones honorables de rendición. Todos muestran una auténtica autocelebración castrense de la corte española y una exaltación de los valores que la monarquía hispánica quería representar. Por ello, los lugares de las batallas representadas, el tipo de enemigo vencido y los valores desplegados para con los derrotados, son fundamentales para exaltar y enaltecer esta singular semiótica de perpetuación del poder. En estos retratos de ambiente bélico no hay por lo general ni lenguaje alegórico ni epigrafía, en ellos se despliega un aparente realismo con ausencia de temática religiosa.
El rey recurrió a sus pinceles favoritos y así encargó a Maíno, Velázquez o Zurbarán que retratasen a estos hombres siempre vencedores exhibiendo los valores de la monarquía, magnanimidad y providencialismo enseñoreándose ambos en aquellas campañas militares en las que Felipe IV se sentía partícipe y protagonista. No son batallas de sus antepasados, son sus triunfos y los de sus hombres, siempre condescendientes con un enemigo derrotado con la ayuda de Dios: ¡sigue la autocelebración! Velázquez, inspirado para su Rendición de Breda en una comedia de Calderón, sitúa al general Spínola con una amabilidad y una cortesía exquisitas aceptando la capitulación de un Nassau tratado con una benevolencia digna de la grandeza del “rey Planeta” quien es señor natural de los derrotados y no un monarca extranjero invasor. Maíno pasa al frente Atlántico y, basado en El Brasil restituido de Lope de Vega, retrata la expulsión y derrota de los rebeldes de las Provincias Unidas en Salvador de Bahía, y lo hace otorgándole el mérito al mismísimo monarca que aparece simbólicamente en el escenario bélico, a quien el general vencedor en el campo de batalla, don Fadrique de Toledo, le pregunta si debe dar cuartel a los invasores holandeses ahora defenestrados por las armas reales, petición a lo que accede un rey católico piadoso en su papel de señor natural de los derrotados. Este cuadro es único [Fig. 2] y sin duda resulta el más importante de toda la serie; solo en él aparece el rey en persona otorgando el perdón, además, se representa la caridad mediante la imagen de una mujer cariñosa con unos niños, y a la clemencia a través de otra fémina atendiendo afanosamente a los heridos. En todas estas obras se le concede cuartel al enemigo al que no se humilla ni en el trato ni en el retrato. Al ejército derrotado se le representa difusamente sin signo alguno de humillación.
Aquí se resume toda la teoría política de una monarquía que incluso cuando vence no lo quiere representar ofensivamente; en última instancia, las armas hispánicas están derrotando a vasallos rebeldes de los que el rey es su señor natural, y este aspira, en unos casos a la restitución de la lealtad perdida, y en otros a la recuperación de la soberanía sobre territorios legítimos de Castilla en las Indias arrebatados a esta fundamentalmente por holandeses. No son guerras de conquista u ofensivas contra los enemigos del trono, son el restablecimiento del orden natural de las cosas y, en el mejor de los casos, representan la defensa del territorio propio contra fuerzas extranjeras ilegítimas; nunca el óleo inmortaliza invasiones a territorios de otros señores, o agresiones a otros reinos. En esta tesitura reaparece en la misma sala Zurbarán, esta vez inmortalizando la exitosa defensa de Cádiz contra los ingleses; asimismo desfilan La rendición de Juliers y El socorro de Brisach, ambas pintadas por Jusepe Leonardo; sigue Victoria de Fleurus, La expugnación de Rheinfelden y El socorro de la plaza de Constanza en la guerra de Flandes, todas de Vicente Carducho; el acertado rompimiento del cerco de Génova por el marqués de Santa Cruz del pintor Antonio de Pereda, o en el frente del Caribe a Vicente Cajés pintando tanto la expulsión de los holandeses de la isla de San Martín (única obra que no ha llegado a nuestros días), como La recuperación de San Juan de Puerto Rico, y finalmente, de la mano del artista Félix Casteló, La recuperación de la isla de San Cristóbal.
Las Indias Occidentales están muy presentes en esta sala de batallas. Puerto Rico y Salvador de Bahía son escenarios medulares y, como hemos dicho, el cuadro más importante de la serie es la restauración de la soberanía de la monarquía católica sobre el principal puerto de Brasil. Pero es claro que al no haber ningún cuadro que represente hechos anteriores al reinado de Felipe IV, no aparece, en consecuencia, ninguna referencia a la conquista de Tenochtitlan o del Tanhuantisuyo. En realidad la conquista de las Indias es invisible e inexistente por pretérita, una suerte de historia demodé e innecesaria de alardear, no apta para insuflar el valor castrense de la monarquía por ser aquellos territorios, según se desprende del discurso oficial, posesiones legítimas por bula papal en favor de la corona de Castilla.
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