La conquista de la identidad
TURNER NOEMA
La conquista de la identidad
México y España,
1521-1910
Alejandro Salafranca y Tomás Pérez Vejo
Prólogo Jon Juaristi
Título:
La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910
© Alejandro Salafranca Vázquez y Tomás Pérez Vejo, 2021
© Prólogo, Jon Juaristi
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2021
Diego de León, 30
28006 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: septiembre de 2021
UANL
Rogelio G. Garza Rivera
Rector
Santos Guzmán López
Secretario General
Celso José Garza Acuña
Secretario de Extensión y Cultura
Antonio Ramos Revillas
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Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta
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Diseño de la colección:
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Ilustración de cubierta:
Anónimo, Entra Cortés con su ejército en México, y es recibido por Moctezuma con muestras de grande amistad, 1783 (detalle). Museo de América, Madrid, España
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ISBN Turner: 978-84-18428-87-6
ISBN UANL: 978-607-27-1504-2
eISBN: 978-84-18895-72-2
DL: M-18564-2021
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
ÍNDICE
Prólogo
primera parte: la conquista de méxico en el arte de la monarquía católica
i introducción
ii Las salas de batallas de la monarquía y su vacío indiano
iii Naturalización novohispana de la narrativa de la conquista
iv Epílogo
Bibliografía
segunda parte: una conquista, dos naciones
i introducción
ii la memoria que nos divide: la conquista
iii la imagen benévola de la conquista, o casi
iv sangre y destrucción: la fijación de la conquista como la muerte de méxico
v el gólgota mexicano: el suplicio de cuauhtémoc
vi la conquista en el relato español de nación: belicosidad, caballerosidad… y un poco de mala conciencia
Bibliografía
Créditos de las imágenes
Prólogo
Jon Juaristi
La única pieza de pintura de historia latinoamericana que he podido conocer directamente es Los funerales de Atahualpa, del piureño Luis Montero (1826-1869) [Fig. 1], un impresionante lienzo de algo más de cuatro metros por seis que contemplé largamente durante una visita al Museo de Arte de Lima, hace veinte años, en compañía del antropólogo Luis Millones y del pasionista guipuzcoano Miguel Irízar, obispo del Callao.
El programa del cuadro se despliega siguiendo una triple disposición en horizontal, de izquierda a derecha. En primer lugar, aparecen las mujeres de la familia del inca, sus esposas y hermanas, que tratan en vano de llegar al lecho mortuorio, no tanto para llorar a Atahualpa como para inmolarse con él, como lo prescribía la tradición. A continuación, en un segundo tramo, varios soldados españoles que se interponen entre ellas y el difunto, repelen el movimiento de las dolientes, sin hacer uso de sus armas, pero con ademanes brutales no exentos de connotación sexual (un soldado pone su mano derecha sobre el brazo de una de las mujeres mientras aferra con la izquierda la cabellera de otra, medio postrada esta última cerca del cuerpo de una tercera, derribada en tierra y desvanecida). El último y más largo de los tramos se organiza en torno al cadáver de Atahualpa, tendido sobre un catafalco verde que flanquean por la derecha y el extremo inferior cinco monjes. El más cercano a la cabeza del inca enarbola un lábaro negro en el que campea una calavera sobre tibias cruzadas. El asta del estandarte se remata en una cruz. En paralelo al lábaro, al otro lado del lecho, se yergue hierática la alta figura de un caballero enlutado, al que no es difícil identificar como Francisco Pizarro. Lleva en la mano izquierda un chambergo y su mirada se pierde en el infinito.
Los funerales de Atahualpa es probablemente la obra maestra de la pintura de historia latinoamericana. Fue realizada en Florencia cuatro años antes de la muerte de su autor, durante su estancia en la ciudad becado por el gobierno peruano. Pasó en 1868 a ser propiedad del Congreso de la República del Perú, que la hizo reproducir en los billetes de banco. Durante la guerra con su vecino del norte, en 1881, el ejército chileno ocupó Lima, incautó el lienzo y lo envió a Santiago, desde donde fue devuelto en 1885, tras las gestiones diplomáticas del escritor Ricardo Palma.
Montero se inspiró, para la escena representada, en la obra History of the Conquest of the Peru (1847), de William H. Prescott, y le imprimió un sesgo no solo nacionalista, sino acentuadamente antiespañol, como era de rigor en medio de las agrias tensiones de la década con la antigua metrópoli, que desembocarían en el bombardeo del puerto del Callao por la Armada española, el 2 de mayo de 1866 (incidente militar ambiguo incluso para la épica del nacionalismo español que, por una parte, lo conmemoró en el nombre de una de las plazas más céntricas de Madrid y, por otra, intentó consolarse de lo que fue, si no una derrota, un revés bastante grave, canonizando las palabras del jefe de la escuadra, almirante Casto Méndez Núñez —“Prefiero honra sin barcos que barcos sin honra”—, que suenan a versión retorcida de aquel “todo se ha perdido menos el honor”, atribuido a Francisco I de Francia tras su derrota en Pavía).
Ahora bien, al contrario de lo que sucede con Moctezuma o Cuauhtémoc en el nacionalismo mexicano, la figura de Atahualpa no se puede circunscribir en exclusiva a un nacionalismo estrictamente peruano, porque el imperio que regía el inca, el Tawantinsuyo, abarcaba gran parte del territorio andino, una región que se reparte entre seis repúblicas (Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia y Argentina), lo que dificulta su apropiación simbólica por una sola de ellas (aunque Perú reclame su centralidad por haber sido Cuzco la sede del incanato). De ahí que los militares chilenos se apoderaran del cuadro de Montero no como botín de guerra, sino como un símbolo también utilizable por su propio nacionalismo, que, aun contando con las figuras asimismo vencidas y supliciadas de los toquis mapuches Lautaro y Caupolicán, no podía sacar a estos demasiado partido, por contar solo con La Araucana, de Alonso de Ercilla, como fuente para el conocimiento histórico de la conquista de Chile. No hay que olvidar que fue Neruda quien acuñó lo de “Pizarro, el cerdo cruel de Extremadura”, constituyéndose así, mediante poemas como “Las agonías” (del Canto General), en una suerte de poeta trasnacional, a la vez peruano y chileno o lo que hiciera falta, portavoz poético de un antiimperialismo latinoamericano con ínfulas de nacionalismo revolucionario (pan) latinoamericano (léase bolivariano), que estaría asimismo presente en el proyecto guevarista de convertir los Andes en la Sierra Maestra de América y alimenta hoy los delirios de restauración del Tawantinsuyo en los populismos indigenistas que auspician los Evo Morales, Correa, Ollanta, etcétera…
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