Un documento nacionalista como Los funerales de Atahualpa, de Montero, se revela así como producto de factores diversos. En primer lugar, del nacionalismo peruano grosso modo, con sus componentes liberales e indigenistas, en cierta forma análogos a los de la Reforma mexicana. En segundo, de la coyuntura histórica que en la década de 1860 enfrentó a los gobiernos de Perú y España. En tercer lugar, de la historiografía de la conquista (en este caso de la más reciente, representada por Prescott). Pero también de factores mucho más individualizados: de la selección que hizo Montero, durante su estancia europea, en la tradición pictórica del Viejo Continente, que comprendía no solo la pintura de historia del medio siglo, sino la pintura romántica o incluso la del retratismo holandés del xvii, porque en Los funerales de Atahualpa se advierte la huella, lo mismo del muy reciente Orestes perseguido por las Furias (1862), de Adolphe William Bouguereau, que del David del Rapto de las Sabinas o del Delacroix de la insurrección griega, e incluso de las clases de anatomía holandesas pintadas por Rembrandt, Aert Pietersz y, sobre todo, la de Michiel Jansz (1617). A lo que habría que añadir además algún factor imprevisto, como la muerte en 1865, en Florencia, del pintor arequipeño Francisco Palemón, amigo y discípulo de Montero, que copió los rasgos del joven artista cholo, muerto a los treinta años de edad, en los del Atahualpa yacente. El resto consiste en una disposición maniquea de los símbolos, como los que contraponen a vencedores y vencidos en la pintura de historia mexicana sobre la conquista. La parte izquierda del cuadro representa a los derrotados en las figuras de las viudas, maltratadas y (tácita o implícitamente) violadas por los vencedores. Son ellas lo que queda del Perú prehispánico, cuyo “imperio difunto”, para tomar la expresión de François Fejtö a propósito del austrohúngaro, se extiende sobre el lecho/catafalco/mesa de disección en forma del cuerpo inerte del inca, que aún conserva en sus brazos cadenas y grilletes. En el suelo, como mediatriz entre el imperio vencido y el triunfante, un candelabro abatido, aún humeante, ante el que se alza otro encendido junto a la figura de Pizarro. Como en el cañamazo cristiano sobre el que se urdió el relato de la conquista tanto en Perú como en México, la Antigua Alianza se ha roto y ha sido sustituida por la Nueva, simbolizada por la cruz que corona el lábaro. Pero la simbología bíblica se ve sometida aquí a una inversión desacralizadora. En este Nuevo Testamento, el cristianismo no representa la verdad y la vida, sino todo lo contrario. La vida se halla, confinada y sometida a la muerte, en la figura de un niño al que se ha revestido de una sobreveste arlequinada, en el extremo izquierdo del cuadro. En la Italia de mediados del xix, en pleno Risorgimento, Montero no podía ignorar que el arlequín de la Comedia del Arte era un avatar del rey de los infiernos. En este niño que parece retirarse tironeando de su madre para apartarla del cadáver del inca, se ejerce la diabolización de la vida por la Religión de la Muerte. Desde la Florencia antaño gibelina, enfrentada también en 1865 como parte del nuevo Reino de Italia, a la Roma del papa rey, un pintor de historia latinoamericano reivindicaba a los imperios prehispánicos destruidos por la Nueva Alianza (posmedieval) del Imperio y la Iglesia: es decir, por la Tiara Gibelina.
En esa misma época se desarrollaba en España la pintura de historia de tema medieval o medievalizante vinculada al liberalismo político de signo progresista, y a un romanticismo tardío de contenido historicista que caía del lado conservador o moderado, lo que resulta menos contradictorio de lo que podría parecer. Como bien ha visto Tomás Pérez Vejo, la pintura de historia de la época comprendida entre el bienio progresista (1854-1856) y la Revolución de 1868 ofreció al nacionalismo español su principal vehículo de expresión cultural, más que la literatura romántica de tipo legendario e histórico que le había precedido, pero esto fue posible porque permitía encauzar las tensiones internas entre el liberalismo progresista y el moderado en formas transaccionales y favorecedoras de un equilibrio que, si bien precario, logró mantenerse hasta la Gloriosa, de la que arranca un periodo de inestabilidad y violencia que no se cerró hasta 1876. A esta época anterior al Sexenio y que viene a coincidir con lo que Allison Peers llamó “movimiento romántico” (fase de apaciguamiento de la anterior revolución o rebelión romántica), pertenecen algunas de las obras principales que reseña Pérez Vejo. Sin ánimo de completar un acervo que sería extensísimo, mencionaré, en orden cronológico y junto a otras que recuerdo, las que él enumera en su España imaginada: Don Pelayo en Covadonga (1855), de Luis Madrazo; Urraca I de León (1857), de Carlos Múgica y Pérez; Últimos momentos del príncipe don Carlos (1858) y Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo (1860), ambos de Antonio Gisbert; Últimos momentos de Fernando IV el Emplazado o los Carvajales (1860), de José Casado del Alisal; Primer desembarco de Colón en América (1862), de Dióscoro Teófilo Puebla Tolín; María de Molina presenta a su hijo Fernando IV en las Cortes de Valladolid de 1295, del mencionado Gisbert; Doña Isabel la Católica dictando su testamento (1864), de Eduardo Rosales; Jura de Alfonso VI en Santa Gadea (1864), de Marcos Hiráldez Acosta; La batalla de las Navas de Tolosa (1864), de Francisco de Paula van Halen; Juana la Loca (1866) de Lorenzo Vallés, y Presentación de Juan de Austria al emperador Carlos V en Yuste (1869), de Rosales. Sin embargo, la edad de oro de la pintura de historia se sitúa en la Restauración, a la que pertenecen, por ejemplo, Doña Juana la Loca (1877), de Francisco de Pradilla; La campana de Huesca (1880), de Casado del Alisal; El Príncipe de Viana (1881) de José Moreno Carbonero; La rendición de Granada (1882), de Pradilla; La conversión del Duque de Gandía (1884), de Moreno Carbonero; La batalla de Clavijo (1885), de Casado del Alisal; La conversión de Recaredo (1888), de Antonio Muñoz Degrain, y La entrada de Roger de Flor en Constantinopla (1888), de Moreno Carbonero. Ya en la última década de siglo, la pintura de historia parecía haber cedido a la de temas contemporáneos y sociales. Pero todavía se darían casos tan curiosos como el del pintor socialista Vicente Cutanda que, habiendo obtenido el primer premio en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 por Una huelga obrera en Vizcaya, pintó diez años después el lienzo El Milagro de la Eucaristía, sobre una leyenda antijudía de la Segovia medieval, que todavía puede verse en el convento del Corpus Christi de Segovia, antigua sinagoga de la ciudad.
Los regionalismos que iban a devenir pronto nacionalismos étnicos tuvieron también su pintura de historia medievalizante. En cuanto a la pintura finisecular catalana, baste recordar obras como Guifré I i la Senyera (1892), de Pau Bèjar, o El Corpus de Sang (1907), de Antoni Estruch. El particularismo vasco anterior al nacionalismo produjo piezas como Voluntaria entrega de Álava a la Corona de Castilla (1864), de Juan Ángel Sáez García; Jaun Zuría jurando los Fueros de Vizcaya (1882), de Anselmo de Guinea; El Árbol Malato (1882) de Mamerto Seguí; San Ignacio herido en la heroica defensa del Castillo de Pamplona (1884) de Antonio Lecuona (para cuya figura del cirujano que atiende a Íñigo de Loyola posó el joven Miguel de Unamuno); Defensa del Hernio por los vascos (guerra cántabro-romana) (1887), de José Salís y Camino, o La pacificación de los bandos oñacino y gamboíno ante el corregidor Gonzalo Moro en 1394 (1902), de José Echenagusía.
En este breve recorrido antológico por la pintura de historia española se comprueba lo que los autores de este ensayo destacan: es decir, que la conquista de las Indias estuvo ausente de las artes plásticas del nacionalismo español (y de su literatura de creación). Lo estuvo asimismo de la pintura de los Siglos de Oro, por el motivo que tan convincentemente expone Alejandro Salafranca: porque la conquista no se percibió, ni por los españoles ni por los indios, como un proceso de sometimiento y colonización, sino como la incorporación gradual de América a una España que iba ampliándose a costa de alejarse cada vez más de lo que llevaba a los demás reinos europeos hacia el nuevo tipo de comunidad política que desde finales del siglo xviii se conocería como nación.
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