La crisis del pensamiento psicopatológico se traduce además en la confusión que reina en torno a algunos conceptos principales de la disciplina, como ‘enfermedad mental’, ‘trastorno’, ‘neurosis’, ‘psicosis’, ‘esquizofrenia’, ‘depresión’, etc. Tan depauperada está la psicopatología que se la reduce a mera semiología o incluso se la confunde con ella. Eso sucede cuando se considera que las taxonomías internacionales son manuales de psicopatología o cuando algunas monografías ad hoc se limitan a exponer y comentar listas de signos morbosos sin enlazarlos mediante una teoría. Obras de este tipo ofrecen un panorama de la experiencia subjetiva hecho de retazos y de alcance parcial.
Algunos modelos psicopatológicos pretenden limitar su enfoque a la conciencia, al «acontecer psíquico realmente consciente», como escribió Jaspers en Psicopatología general. Quizás sería más fácil así, pero en ese caso no estaríamos hablando de la condición humana. La psicopatología de la que se habla en esta obra comprende las variadas manifestaciones del malestar psíquico, las distintas formas de sufrimiento y de goce insoportables, así como el conjunto de dolencias y alteraciones que afectan al sujeto. Si el corazón de esta disciplina se sitúa en el pathos subjetivo y en sus modalidades particulares, sus lindes se extienden hasta los dominios de las enfermedades del organismo de las que se ocupa la medicina y la profundidad de su análisis no se detiene en la cáscara yoica ni se limita a la epidermis de la conciencia. Así enfocada, la psicología patológica conjuga la escucha y la observación de las manifestaciones morbosas con una teoría capaz de explicarlas, tanto en su dimensión particular (caso por caso) como general (tipos clínicos), tanto desde una perspectiva elástica o continua como desde otra estructural o categorial.
La psicopatología se sostiene en dos pilares: el pathos y el ethos . A las distintas modalidades de malestar que acabo de apuntar hay que añadir la condición ética, la cual atañe a la responsabilidad y a la decisión de cada sujeto, condición siempre presente en el ámbito de la psicología patológica. Aunque ambos pilares deben diferenciarse, cualquier manifestación clínica puede considerarse una combinación de pathos y ethos .
2. Una larga historia
Si se admiten estos dos pilares, los orígenes de esta psicopatología se remontan al periodo germinal de nuestra cultura y se sitúan en la confluencia de la filosofía moral y la medicina hipocrática. Desde este punto de vista, las problemáticas clásicas relativas al pathos —especialmente estudiadas por Cicerón— se reaniman con la reflexión desplegada por Freud. Aunque más de dos milenios separan a éste de Antifonte (el primero en proponerse públicamente para curar el desánimo mediante la palabra), una línea continua une esas dos épocas y visiones, al menos en lo tocante al uso terapéutico de la palabra, a las posiciones éticas frente al malestar y a la responsabilidad subjetiva.
Según lo dicho, esa línea recorre una amplia trayectoria que parte de la especulación clásica sobre las pasiones, las enfermedades del alma y las propuestas para remediarlas, resurge con Pinel y el alienismo en los albores del siglo XIX, y es reavivada por Freud con su clínica, en la que de nuevo se mezclan materiales provenientes del pathos y el ethos .
Al tratar de esclarecer la quintaesencia del deseo y el goce, y al ocuparse de las dificultades que les son connaturales, el psicoanálisis se aproxima a la función que antaño asumiera la filosofía moral. Por tanto, en lo relativo a la responsabilidad subjetiva en la contracción y también en la curación de las heridas del alma, las obras de Cicerón, Pinel y Freud componen un discurso articulado.
3. El lenguaje
La psicopatología clásica atribuye al lenguaje un papel preponderante en la expresión de las alteraciones mentales. Sin embargo, reducir el lenguaje a mera manifestación de un desorden es limitar su poderío y desconocer su verdadera naturaleza. Porque el lenguaje no es sólo instrumento o medio de comunicación. Quizás este cometido resulta irrelevante si se tiene en cuenta que el lenguaje es lo que nos conforma como somos. De manera que si el lenguaje es la materia del alma, cualquiera de los trastornos anímicos que analicemos serán el resultado de una alteración específica del lenguaje. Por tanto, las relaciones entre el sujeto y el lenguaje se sitúan en el centro mismo de la psicopatología. En ese centro brilla el parlêtre o «hablanteser» y desde ahí se irradian cualesquiera de las manifestaciones clínicas.
Sobre las relaciones del sujeto y el lenguaje, las alucinaciones verbales tienen mucho que enseñarnos. Al estudiarlas se observa con claridad el desplazamiento de lo ilusorio a lo esencial, de lo patológico a lo constitutivo. Pues si algunos de los primeros alienistas vieron en las alucinaciones auditivas el signo por excelencia de la locura, a medida que se profundizó en el conocimiento de ésta, el lenguaje mismo se fue vislumbrando más como causa que como consecuencia. De resultas de seguir las pesquisas de las alucinaciones verbales se llegó, a principios del siglo XX, a la descripción de lo que nosotros llamamos xenopatía, es decir, la experiencia morbosa resultante del dominio del lenguaje sobre el hombre. La cosa sin embargo no termina ahí. Lacan ha mostrado de múltiples maneras que la xenopatía constituye la esencia de lo humano. De ahí que también a través de la vía de las alucinaciones verbales se confirma el punto de vista según el cual el lenguaje es el soplo que vivifica la condición humana y los desarreglos de esa condición llevan necesariamente su impronta.
4. Del signo al síntoma
Siguiendo una orientación historiográfica y clínica, cuanto acabo de apuntar da soporte a un enfoque de la psicopatología que conjuga tres perspectivas distintas, simultáneas y complementarias, como si se tratara de tres lámparas que iluminan un mismo objeto. Según este modelo tripartito, la primera perspectiva deriva de la semiología clínica y se limita a analizar los signos y los fenómenos observables en todos sus detalles y particularidades; la segunda trasciende la fría objetividad del mundo de los signos y se adentra en la subjetividad de los síntomas y de las experiencias singulares de cada quien; la tercera, también de índole subjetiva, se ocupa de esclarecer la función del síntoma con vistas a poner en evidencia el servicio que desempeña.
Los tres órdenes descritos son enfoques que se complementan. Sin la concurrencia de todos ellos es difícil concebir un análisis psicopatológico bien fundamentado. Cuando nos encontramos, por ejemplo, ante un sujeto de facies perpleja, musitante, que se tapa la boca y ríe sin motivo, sólo por esos detalles de su aspecto lo suponemos alucinado, en concreto dominado por alucinaciones psicomotrices verbales. Observar su mímica, escudriñar sus bisbiseos por si coincidieran con lo que dice estar escuchando, averiguar si existe un trasfondo persecutorio y analizar sus palabras en el contexto de su historia subjetiva, son aspectos de un tipo de indagación propia de la semiología, cuyos pormenores pueden orientarnos acerca de la estructura o tipo clínico. Aunque esta información resulte fundamental en el plano objetivo, lo que nos aporta de la singularidad de ese sujeto es escaso. Si pretendemos adentrarnos en la morada de la subjetividad, la puerta se abrirá al analizar lo genuino que comporta esa experiencia para ese sujeto. Pues aunque se asemeje a muchos otros alucinados, a buen seguro se diferencia de todos ellos por lo que su voz le dice y le aporta, para bien o para mal, y por lo que hace con ella.
Signo, experiencia y función del síntoma son, por tanto, los tres enfoques de un modelo de análisis psicopatológico aplicable al conjunto de las manifestaciones morbosas, las tres lámparas que iluminan a la vez la trayectoria que va de lo objetivo a lo subjetivo y de lo universal a lo particular.
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