Aquí no se trata de desear ni de comprender sino tan sólo de sostener y vestir un mundo vividero. En este ámbito la palabra antecede a las cosas. Ya no se muestra como un instrumento del conocimiento, ni como el tirabuzón del deseo, sino como un medio en el que se está. Venimos a la existencia en un mundo hablado, envuelto por la lengua, embadurnado por la palabra. Este barniz constituye la garantía más profunda de que nos está permitido ver las cosas, conocerlas y decirlas. Sin embargo, de este cometido del lenguaje carecemos de representación directa y sólo lo deducimos de nuestra experiencia con los psicóticos. Su acreditación es el requisito lacaniano para estudiar la psicosis, y el aval más seguro de pertenencia a la «Otra» psiquiatría. Es el lenguaje que nos salva de la locura y el mismo que se viene abajo en el esquizofrénico. Cuando el sujeto se escinde en la psicosis, el ropaje de la palabra se descose y lo real queda al descubierto, con las consecuencias sintomáticas que se derivan: las voces, el automatismo —mental y carnal—, los fenómenos elementales y los síntomas primarios de esquizofrenia, o como quiera que se llame a estos acontecimientos. El deseo, en estas circunstancias psicóticas, se extravía, pierde ese carácter de engrudo con que auxilia al lenguaje y deja a las palabras sueltas, a la deriva, entrechocadas entre sí o contra las paredes del espíritu, para extraer esos ruidos guturales e inefables que anuncian la inmediata aparición de las alucinaciones verbales. Momento que aprovecha el delirio para imponerse, para salvar la realidad del extravío de su envoltorio verbal, y para repasar la camisa del deseo, que ha quedado descosida por el tironeo del lenguaje.
2 Ante todo, la «Otra» psiquiatría se revela por su concepción del síntoma. Con lúcida resolución deja de entenderlo sólo como un déficit, como el resultado de una carencia, para subrayar también su condición de defensa, de trabajo subjetivo, de esfuerzo reparador. Freud sostuvo que el delirio, en cualquier caso, es «un intento de restablecimiento y reconstrucción», trazando con este concepto protector una línea fronteriza que sirve de demarcación entre una psiquiatría positivista y esta «Otra» de la que aquí levantamos acta para luchar contra su desaparición.De esta suerte, como pensando a contrapelo o en el filo mismo de la navaja, los síntomas son concebidos como contestaciones, como réplicas defensivas a preguntas mal hechas o nunca formuladas. Sin embargo, del defecto enunciativo se deduce el error de las respuestas pero también un inesperado vigor. No hay nada más nocivo, pero al tiempo más sólido e irreversible, que anteponer las respuestas a las preguntas. Con esa inversión del orden lógico se aleja toda posibilidad de duda y rectificación. Hay que saber preguntar para poder sorprenderse después, porque, mientras no se demuestre lo contrario, la capacidad para la sorpresa sigue siendo el mejor indicativo de salud y de provechoso deseo de conocer. Por este motivo, se entiende que Freud afirmara que nadie quiere abandonar sus síntomas de buen grado, dado que le sirven de refugio y le permiten mantener a resguardo sus razones más ocultas. Argumento que, bien entendido, sirve para los síntomas que derivan de conflictos surgidos entre la moral, las inclinaciones y la realidad, pero no tiene la misma aplicación con los que derivan de la fatiga, el estrés o el agotamiento. Salvo cuando el cansancio se convierte en la excusa para eludir algún compromiso.
3 Por otra parte, esta noción del síntoma nos sirve en bandeja la posibilidad de anteponer, como condición previa a toda terapéutica, el interés por las condiciones del trato que establecemos con el psicótico. Las cuestiones en torno a cómo hay que hablar con el enfermo, qué relación ofrecerle y bajo que grado de formalidad o intimidad, se convierten en requisitos necesarios a la hora de proponer un tratamiento perspicaz y airoso. Desde el momento que admitimos esta necesidad, se vuelve indispensable para el tratamiento conocer algunas cuestiones personales del enfermo. Para empezar, hay que saber qué es lo que le angustia y preocupa. También, qué defensas le son imprescindibles, para intentar protegerlas y no violentarlas. O qué asuntos no quiere abordar, para que procuremos respetar su reserva con nuestro silencio, sin importunarla con nuestra curiosidad, tal y como hacemos con los temas delicados de cualquiera. Incluso debemos admitir, siempre que podamos, su opinión sobre la dosis de psicofármacos adecuada —suponiendo que sean necesarios— más allá de las rígidas posologías académicas.Esta consideración hacia el trato nos vuelve colaboradores con su propia capacidad autocurativa, que no debemos interferir sino potenciar. Al igual que hacemos con los amigos cuando cuidamos la amistad, con los psicóticos debemos conocer sus necesidades, los límites de su fragilidad, las distancias que toleran, los miedos que sienten, las exigencias lógicas que les imponen sus creencias. Admitiendo, no obstante, que reconocer el hecho irreductible de que los psicóticos no sólo razonan sino que son razonables, no es lo mismo que plegarse a su racionalidad. Supone, más bien, recordar nuestra obligación de ser condescendientes con su interpretación, hasta el punto de introducir lo posible en lo imposible para volvernos capaces de asumir su verdad.
4 Esta referencia repentina a lo verdadero nos ayuda a recordar que son múltiples las razones de verdad del psicótico, al margen de esa más débil pero sugestiva que procede de la fuerza de su convicción. Para la «Otra» psiquiatría es una premisa inevitable, y al mismo tiempo legítima, aceptar que la verdad fluye en el psicótico por distintas fuentes. Sin embargo, asumir la verdad del delirio no consiste en creer al delirante, aunque tampoco esté de más, sino entender el punto de vista del autor. El delirante es sincero, luego verdadero, entre otras cosas porque no dispone a su favor del lenguaje, que es el instrumento que nos capacita para mentir y engañar. A lo que hay que añadir la naturalidad de la angustia que padece, que desarma todos los disfraces que teje el delirio y desenmascara también sus defensas mostrándolas como tales.La locura, además de una fuente de irracionalidad, representa una indagación sobre los límites del hombre y su verdad. La locura, desde tiempos inmemoriales, ha sido entendida como un manantial de sabiduría, no solo como una incapacidad. Si el psicótico presume invariablemente de su verdad, no hay que enjuiciar sin más su afirmación como un juicio pretencioso, pues a menudo es el descubridor de un punto verdadero en la realidad que tiende a pasarnos desapercibido. Hay una verdad en la locura que se dice delirando, porque ni se puede decir de otra manera ni se alcanza por otros caminos que no sean los de la psicosis. «La enfermedad me puso en razón», dejó dicho Nietzsche, recordándonos de este modo que hay una voluntad de verdad en el psicótico por la que conviene interceder. Una verdad que no debe menospreciarse y a la que no podemos dar la espalda.
5 Así las cosas, me atrevo a creer que el hecho de prestar atención a la verdad del psicótico equivalga a colaborar en su liberación. Pues acoger su razón sin aspavientos es lo mismo que iniciar una gesta clínica, siempre comprometida con el sentido común, a favor de una responsabilidad emancipadora. Uno de los primeros objetivos clínicos de la «Otra» psiquiatría es devolver al loco el peso de sus obligaciones, apartarle de la poca culpa, que conduce al victimismo y a la inocencia paranoica, y de la mucha culpa, que arrastra al capricho y a la impunidad melancólica.Van Gogh dio por sentado que «las enfermedades de nuestro tiempo no son en suma más que un acto de justicia», y esa condena no puede recaer en el psicótico como una arbitrariedad sino como un trasunto de responsabilidad que lo recupere para los negocios afectivos que concertamos con los demás. En suma, ser responsable es ser dueño de las propias acciones, una posibilidad que al psicótico puede estarle denegada pero que hay que intentar rescatar del fondo de sus actos. Curar no es otra cosa que alentar al sujeto hacia su responsabilidad, no para culparlo, desde luego, pero tampoco para disculparlo. Consiste, simplemente, en intentar devolver al psicótico a la sociedad de los hombres, y de recordarnos, al mismo tiempo, que las enfermedades psíquicas, junto con descansar en la biología, son en esencia enfermedades biográficas y por lo tanto morales.
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