Aun formando parte de una hermandad, las diferencias se tornan grandiosas en tres aspectos, en los cuales la obra freudiana supera con creces la de los anteriores: en primer lugar, la trascendencia teórica y clínica del psicoanálisis y su fortaleza heurística; en segundo lugar, la continua demostración que Freud ha transmitido del poder del lenguaje, el cual no se limita únicamente a la dimensión salutífera de la que hace gala limando el malestar, sino que constituye la esencia de lo humano, el tejido del alma, hasta un punto tal que los síntomas se nos plantean como hechos de lenguaje; por último, la construcción de una superestructura conceptual dotada de significaciones novedosas, puesto que ese continente desconocido que se presenta ante los ojos de Freud exige la creación de otros conceptos que permitan conquistarlo, como sucede, por ejemplo, con la monolítica noción de ‘pasiones’ y su parcelación en otras más específicas y precisas como ‘pulsión’, ‘deseo’, ‘goce’, ‘placer–displacer’, ‘afecto’, etc.
En efecto, en lo tocante a esta última cuestión conceptual, la noción tradicional de ‘pasión’ ( Leidenschaft ; literalmente, ‘lo que crea sufrimiento’) es empleada por Freud en contadas ocasiones y siempre en un sentido popular. Con ella refiere los momentos álgidos del amor, los celos, la cólera; en definitiva, «la furia de hirvientes pasiones»106. Por esa razón, así lo entiendo, emplea el término ‘pasiones’ de forma significativa en el texto divulgativo ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez imparcial (1926): «[…]; decidir cuándo es más acorde al fin dominar sus pasiones e inclinarse ante la realidad, o tomar partido por ellas y ponerse en pie de guerra frente al mundo exterior: he ahí el alfa y el omega de la sabiduría de la vida»107. Más explícito es aún el uso de este vocablo, conforme a lo que pretendo mostrar, en la Conferencia XXXI de las Nuevas conferencias de introducción al Psicoanálisis (1933), donde Freud escribió: «Ajustándonos a giros populares, podríamos decir que el yo se subroga en la vida anímica a la razón y la prudencia, mientras que el ello subroga las pasiones desenfrenadas»108.
Como sucede con el término ‘pasiones’, otras nociones tradicionales le parecían demasiado gastadas o insuficientes para dar cuenta de los nuevos hechos captados desde su perspectiva. Desde su posición de investigador y clínico, paulatinamente se fue acrecentando en él la convicción de que el buen uso de la palabra no servía sólo para liberar ciertos sufrimientos (dimensión terapéutica), sino que los síntomas se conformaban de acuerdo con las leyes del lenguaje (dimensión patogénica), incluso el inconsciente mismo se estructuraba —como más tarde sostendría Lacan— conforme a las leyes del lenguaje. Naturalmente, también fue de forma progresiva comprobando los límites terapéuticos de la palabra, la cual se estrellaba contra los bastiones de ciertas formas genuinas de satisfacción o goces privados que el sujeto afligido rehusaba perder. De acuerdo con la interpretación ampliamente argumentada por Lacan109, el sujeto descrito por Freud, antes que dueño de su discurso, se nos presenta más bien como su efecto. Quizás se pudiera establecer algún paralelismo entre la suposición de Heráclito y algunos estoicos, según la cual un mismo logos determina los esquemas del pensamiento y la estructura de la realidad110. Pero de lo que no cabe duda es que hasta Freud, a nadie se le había ocurrido explicar la estructura formal del síntoma a partir de las leyes del lenguaje. Tal es la consecuencia lógica que se encuentra implícita en el hecho de que una palabra acertada y oportuna afecte de pleno al corazón del síntoma. Ahora bien, como quien sigue la pista del humo hasta hallar la hoguera, Freud advirtió que el síntoma era influenciable mediante el buen uso de la palabra. Este hecho se debía, como no podía ser de otro modo, al determinismo del lenguaje en cualquier tipo de formación del inconsciente.
Estas concreciones insólitas obedecen, a buen seguro, a una relación singularísima del neurólogo judío —cuyo primer escrito teórico de importancia versaba sobre la afasia— con el lenguaje. Y si el análisis de sus propias cogitaciones, sueños y lapsus le había enseñado tantas cosas, otro tanto esperó de lo que sucedía a sus pacientes a la hora de explicar sus tropiezos y sinsabores. Mas esa confianza que Freud concedió a sus analizantes y el valor que atribuyó a sus ocurrencias, sólo podía darse en alguien que rehusaba de entrada arrogarse la posición de amo de un saber. Se dejó enseñar, ciertamente, como se desprende de la breve narración que remitió a W. Fliess en diciembre de 1897. Un paciente, el Sr. E., sufrió una crisis de angustia mientras trataba de capturar un escarabajo [ Käfer ] negro, pero no alcanzaba a comprender ese hecho hasta que un día evocó una conversación entre su madre y su tía, de la cual se desprendía que la primera había estado indecisa mucho tiempo antes de comprometerse; es cierto, la madre no supo durante algún tiempo qué hacer, pero el Sr. E., a través de sus asociaciones dio con la interpretación: «[…] al comienzo de la siguiente sesión me cuenta que en el ínterin se le había ocurrido la interpretación del Käfer . Sería Que faire? ; es decir, la indecisión, la incapacidad de resolverse…»111.
La viñeta clínica que acaba de citarse no tiene nada de extraordinario, pues prácticamente en todas las páginas de Freud podemos leer cosas similares. La saco aquí a colación para poner de relieve la forma tan particular del Sr. Profesor a la hora de leer el síntoma, como si de un mensaje críptico se tratara y hubiera que traducirlo según la materia prima que él mismo aporta, esto es, tomando su texto a la letra y prescindiendo de los posibles sentidos o simbolismos.
Estas apreciaciones, que conforman el gran pilar de las formaciones del inconsciente, están ya presentes desde los primeros trabajos psicopatológicos de Freud y presidirán todos los ulteriores desarrollos, a los que se añadirá el otro gran pilar de su edificio conceptual relativo a la psicosexualidad. Con estas dos columnas edificará una nueva psicología general que da solidez al conjunto de sus investigaciones psicopatológicas. Por tanto, a la hora de precisar la esencia de la psicología patológica elaborada por el psicoanálisis, no basta con señalar su preferencia por el más allá de la conciencia, del yo y de la personalidad. Es preciso captar en su base el determinismo inconsciente de los fenómenos descritos tradicionalmente por la psicopatología, su causalidad psíquica, sus mecanismos patogénicos específicos y la particular conformación clínica que el sujeto imprime a sus síntomas, esas creaciones híbridas en la que éste muestra tanto sus fracasos y sus dolores como sus formas de satisfacción más íntimas, excesivas y singulares112.
Según esta orientación, en efecto, es necesario tener siempre presente dos aspectos: la repercusión del lenguaje en el pathos y el compromiso irrevocable que cada quien mantiene con su malestar y su goce, cuestión ésta que concierne propiamente al ethos , es decir, a la responsabilidad subjetiva. Así las cosas, la psicopatología psicoanalítica y la clínica que de ella deriva implican una dialéctica que gira continuamente sobre dos polos: el que constituye la esencia más singular de cada sujeto y el que nos hace partícipes de estructuras clínicas universales.
A título de ejemplo ilustrativo del doble papel del lenguaje —patogénico y terapéutico— en la conformación del pathos , vale la pena recordar un fragmento clínico extraído de los Estudios sobre la histeria (1895), donde podrá apreciarse cómo ese mensaje críptico que constituye una de las caras del síntoma adquiere su forma específica de acuerdo con las leyes del lenguaje de cada sujeto. En este caso, además, se comprueba la influencia de la palabra en el funcionamiento del cuerpo, un cuerpo que habla lo que el sujeto, de alguna manera, reprime por doloroso. Cuando Freud investigó el origen de la neuralgia facial que presentaba una de sus pacientes histéricas, la señora Cecilia M., síntoma cuyo inicio se había producido inmediatamente después de que su marido le profiriera palabras ofensivas, Freud advierte: «Cuando intenté convocar la escena traumática, la enferma se vio trasladada a una época de gran susceptibilidad anímica hacia su marido; contó sobre una plática que tuvo con él, sobre una observación que él le hizo y que ella concibió como una grave afrenta (mortificación); luego, se tomó de pronto la mejilla, gritó de dolor y dijo: ‘Para mí eso fue como una bofetada’. Pero con ello tocaron a su fin el dolor y el ataque»113.
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