Nuestros cuerpos se rozaban y, de repente, me di cuenta de que me sentía muy excitada. Hubo un momento de silencio y Susana apartó un mechón de mi pelo que me caía por la cara y retuvo mi mejilla con su mano. No podía creerme que estuviera viviendo aquella situación con mi amiga, a la que tanto quería, y que estuviera a punto de besarla. Yo, que ya no podía disimular más mis ganas, cerré lentamente los ojos, apoyé la cabeza en la almohada y mientras mi mano derecha recorría su nuca, fui acercando mi cara a la suya, muy nerviosa y con mucho cuidado, hasta unir mis labios con los suyos, fundiéndonos en un primer beso tierno, suave, dulce y hasta, yo diría, inocente. Apresaba mis labios con los suyos, liberándolos un instante después y así como cuatro o cinco veces. Nuestra respiración se aceleraba y notaba como mi corazón se me quería salir del pecho. Pocos segundos después me separé tímidamente. Me sentía radiante de agradecimiento, porque no me había rechazado y me estaba respondiendo positivamente y, a la vez, tan avergonzada que creía que me iba a poner a llorar. Nunca antes había sentido un beso tan cálido y estimulante como aquel.
Entonces, fue ella la que agarrándome por la cintura y tirando de mí, me forzó a que me pusiera encima de ella y yo volví a besarla. Esa vez no cerré los ojos hasta que nuestros labios volvieron a encontrarse y comenzaron a tocarse una y otra vez. En ese momento me dejé llevar de forma más consciente, al sentir los labios de Susana en los míos y al percibir el aroma del perfume de Anais Anais que la envolvía y que casi me llevaba a perder el sentido.
Continué besándola con más ímpetu mientras ella me abrazaba cada vez más fuerte. Noté como su cuerpo ardía tanto como el mío y eso me dio más alas para seguir explorando lo que hasta entonces me había sido prohibido. Le siguió un beso más húmedo al que acompañó mi lengua, que se movía de forma lenta y delicada, hasta que se unió la de Susana. Entonces ambas comenzaron a juguetear como si se tratara de un ritual de movimientos cada vez más rápidos y profundos. Susana se separó un instante para coger aire y yo di un paso más metiendo mi mano por debajo de su sedosa camisa hasta que comencé a palpar sus soñados senos, que ante mis caricias se iban endureciendo. Un instante después perdimos la noción del tiempo al unir nuestras bocas para seguir dándonos un beso largo, paciente y profundo.
Noté que un calor me subía desde los pies y sentí las famosas y maravillosas mariposas en el estómago. Nos miramos desconcertadas a los ojos y temí empezar a escuchar las típicas frases hechas y excusas que yo tantas veces había utilizado y dicho a chicos: «me ha encantado, pero ya sabes…», «me gustas mucho, pero esto no es lo mío», «no eres tú, soy yo», y yo luchaba por no ser una de esas chicas que se enfadara por no poder cambiarla. Me invadió un terrible pánico, así que por temor a empezar a escuchar todo eso, fui yo la que rompió el silencio y el momento de tanta excitación que estábamos viviendo, diciéndole que no quería que eso quedara en un polvo, que quería algo más y que si creía que podía dármelo, me lanzaría al vacío por ella. Su silencio lo dijo todo. Llevé su cabeza a mi regazo y tiernamente nos abrazamos. Aunque Susana se quedó dormida minutos después, yo tardé horas en conciliar el sueño. Mi cabeza iba a mil por hora y sentía que mi corazón tan pronto salía de mi pecho como creía que se iba a parar. Todo era tan nuevo para mí, tan embriagador, tan emocionante, tan doloroso… Nunca jamás volvimos a hablar de aquel suceso; sin embargo, seguimos siendo, si cabe, más amigas que antes.
Tras aquellos besos empecé a cuestionar seriamente mi sexualidad y confirmé que no solo me atraían las mujeres, sino que podía disfrutar con ellas. Pero ¿qué me pasaba? ¿Quién me gustaba realmente? ¿Cuál era mi condición sexual? A mí me encantaban los chicos en general y alguno de manera particular. Fueron terriblemente desastrosos los primeros besos que nos dimos Álvaro y yo, pero no porque fuera chico, sino por nuestra falta de experiencia. No sabíamos qué hacer ni con las lenguas, ni con los labios. Nos volvimos expertos en los tres años de práctica que estuvimos juntos, ya que lo que hacíamos en nuestros momentos íntimos era besarnos y poco más. Y sí, había vivido y sentido besos preciosos, muy parecidos a los que acaba de darme con Susana. Un mar de dudas inundaba mi cabeza. Me aterraba pensar si finalmente averiguaba que me gustaban las mujeres y decidiera vivir con alguna, ¿cómo afrontaría el hecho de que era creyente? La iglesia me excomulgaría. Y cuando al final se enterara mi familia, tan tradicional, ¿cómo lo asimilaría? Me tenían como la sobrina, prima, hija, nieta… modelo. Y cuando se lo contara a mis amigos, ¿seguirían siendo mis amigos o, por el contrario, se mofarían, me rechazarían y me repudiarían como amiga? Y respecto a mis valores y creencias, ¿cómo podía cambiar el hecho de querer casarme y formar una familia?
Respecto a mi futuro empleo, tenía claro que llegaría a ser una alta directiva de alguna multinacional y si ya resultaba problemático y difícil para muchas empresas contratar directivos femeninos, ¿me contrarían si se enteraran de que, además de mujer, era lesbiana? Y lo más importante: ¿afrontaría mi futuro siendo fiel a mis sentimientos por muy difícil que me resultara y por mucho que tuviera que luchar con todo mi entorno?
5
PIERDO MI VIRGINIDAD
Durante los tres años siguientes, después de mi primer viaje interrail y mi estancia en Londres, seguí viajando fuera de España cada año cuando acababa mis exámenes de junio y elegía Londres, donde pasaba algo más de dos meses. Ian, el supervisor de mi primer trabajo, continuó en contacto conmigo y no solo cuando iba a Londres. Nos llamábamos y nos escribíamos durante el resto del tiempo que no nos veíamos. Incluso hizo un viaje a Burgos para verme dos años después de conocernos, durante la Semana Santa de 1989, donde pasó diez días. Se hospedó en un hotelito que elegí cerca de la casa de mis padres.
Una tarde le dije que viniera a nuestra casa. Quería conocer a mi familia y le presenté a mis padres. Ni corto ni perezoso sacó un colgante con un brillante que me regaló y con su pobre español dijo: «yo querer casar con su hija». Al principio me quedé blanca, pero luego, al ver la cara descompuesta de mi padre, me eché a reír. ¡Cómo alguien podía pedir mi mano sin antes habérmelo propuesto a mí! Mi reacción relajó a mis padres, aunque molestó a Ian. No volvimos a mencionar ni a hablar del desencuentro. Ian ya sabía por mi reacción que fue una clara negativa.
No era la primera vez que me habían pedido matrimonio, pero lo que estaba claro es que no habían sido personas que me interesaran lo suficiente como para plantearme dar ese paso. Además, había decidido que iba a hacer muchas cosas y conocer mucho mundo viajando antes de que llegara ese momento. Ian era un irlandés seis años mayor que yo, muy frío y calculador, y aunque sabía que le gustaba, nunca hasta entonces me había dicho nada. Acordamos que ese mismo verano nos volveríamos a ver en Londres y me invitó a que en esa ocasión me hospedara en su casa.
Llegué al aeropuerto de Heathrow y para mi sorpresa no había nadie. Ya el año anterior decidí que no me daba la paliza de pasar un día entero en autobús para llegar a Londres y determiné empezar a viajar por este medio. Compraba los billetes con antelación o a última hora, así me salían muy bien de precio.
Читать дальше