Pasaban los días y las semanas entre mis clases de inglés, el trabajo en Casey Jones y algunas salidas nocturnas con compañeros. Ian, mi supervisor en el trabajo, y yo solíamos coincidir en nuestras salidas habituales. Había ido también a visitar a Evita a Glasgow y ella había venido a visitarme. Tenía que tomar una decisión. La sensación que sentía en Londres era inigualable a la que había sentido hasta ahora y dudaba si volver a España. No te lo había dicho. París me maravilló y Londres me enamoró. Desde que llegué me impregné de sus aromas, que me llegaron al alma. Hoy sigue siendo mi ciudad cosmopolita favorita.
Ya era septiembre y muy pronto comenzarían las clases en la facultad y tenía que decidir lo que iba a hacer y, dependiendo del día, disponía quedarme o regresar. Lo que tenía claro es que dejaría de vivir con Rosa, quien, por cierto, también trabajaba conmigo en Casey Jones. Un día se presentó borracha, pero ese no fue el mayor de los problemas. Venía con dos chicos españoles a los que se encontró en el metro, y como no tenían donde quedarse a dormir se los trajo a casa. Nuestros caseros nos tenían prohibido llevar a nadie a casa, y mucho menos a chicos, y Rosa se presenta con dos desconocidos. Les pedí que no hicieran ruido, que si se despertaba alguien de la casa nos echarían. Rosa se metió en mi cama y los dos chicos en la suya. A los pocos minutos tenía una locomotora en mi oreja roncando, mientras los otros dos reían entrecortadamente, pasando en muy poco tiempo a gemir sin disimulo. Sí, como te cuento. Se lo montaron allí mismo. Yo palidecía avergonzada y apenas respiraba por miedo a que se pudieran dar cuenta de que me estaba enterando de su juego. Entonces apreté fuertemente los puños intentando dormir de cualquier forma.
A primera hora de la mañana desperté a los tres para que los dos amantes salieran de la casa sin ser vistos y le conté a Rosa lo ocurrido. No se lo creía, pero las sábanas eran la prueba de lo que estaba contando. Le amenacé con marcharme si me ponía en una situación comprometida como la que había vivido esa noche. Ese mismo día decidí que no quería esa vida para mí, que realmente quería tener más oportunidades futuras que conformarme con una libertad a corto plazo. Así que, pocos días después, estaba de vuelta en un autobús desde Londres con rumbo a Burgos.
Durante las casi veinticuatro horas que duraba el viaje de regreso tomé varias decisiones. Comenzaría a estudiar francés, acabaría mis estudios de ingeniería, que estaba cursando, y en cuanto me fuera posible, me iría a vivir y a buscar fortuna a una gran ciudad, y Londres era en ese momento mi opción favorita. Me hice además una promesa y es que empezaría a viajar siempre que pudiera fuera de España y me prometí que lo haría mínimo una vez al año. Me dije a mí misma «conoceré el mundo». Y lo más importante: iba a buscar ayuda para intentar poner orden a mis sentimientos y todas mis ideas, creencias y valores, que hasta entonces formaban parte de mi vida y que ahora, como un castillo de naipes, se iban cayendo. Necesitaba recomponerme y volver a ser la chica segura que había sido hasta hacía relativamente poco tiempo.
4
MI PRIMER BESO CON UNA MUJER
Fiel a lo que me había propuesto en mi viaje, seguí estudiando e incluso aumenté mis retos ese mismo año. Comencé a profundizar más en los idiomas: inglés y francés en la Escuela Oficial de Idiomas , y parecía que en el futuro iba a ser necesario saber informática, así que me puse a estudiar programación de ordenadores. Todavía no existía el paquete Microsoft Office, que no apareció hasta tres años después, a finales de 1990.
A mí me seguían llamando la atención las chicas más que los chicos, y aunque los chicos no se me resistían, aún no había conseguido besar a mi primera chica.
Solía estudiar por las noches con mi vecina del primero, Susana, una chica dos años más joven que yo. Tenía veinte años y yo acababa de cumplir veintidós. Tocaba el piano como los ángeles y estudiaba periodismo. Nuestros descansos los pasábamos, si no era muy de madrugada, enseñándome a tocar el piano y si era tarde y no podíamos hacer ruido, yo le enseñaba a jugar al ajedrez. Era una chica muy risueña, con una larga melena ondulada rubia y grandes ojos azules. Además, tenía unos pechos enormes y preciosos, que eran mi delicia y la de mis amigos.
Un día quiso que le hiciera una sesión de fotos, así que recreé en su casa todo lo que me inspiraba y me dejé llevar. Su padre, que recientemente se había separado de su mamá, había sido coleccionista de objetos del medievo, con lo que me vino de perlas que no se hubiera llevado aún sus reliquias. Le pregunté si podíamos usarlos durante la sesión y le pareció muy buena idea. De las paredes del salón descolgamos una espada, un puñal con su funda, un casco, una ballesta, una maza de cadena con dos bolas con pinchos y hasta un fusil. También le pedí sábanas blancas para colocarlas por el suelo.
El primer carrete lo tiré haciendo fotos para que se habituara a la cámara y los flashes de luz, y para que se fuera desnudando y durante la sesión fuera lo más natural posible. Ya había visto más veces desnuda a Susana, porque no es nada pudorosa y se cambiaba delante de mí, aunque a mí eso me ruborizaba mucho y cada vez que lo hacía, bajaba mi cabeza por corte, aunque la realidad era que estaba deseando mirarla.
El tipo de fotografía que me gusta hacer era y es erótica. Empecé a pedirles a amigos y amigas hacer sesiones, y cuando me sentí más segura y con algo de experiencia, comencé a elegir a personas en discos o en bares, para que se dejaran fotografiar y si accedían, que era casi siempre, ya tenía claro en el momento de la sesión qué ambiente envolvería a mi modelo, porque si la persona no me transmitía algo interesante, no se lo pedía. ¡Y, la verdad sea dicha, prefería hacer sesiones a chicas!
Como ganaba mi dinero, ya me había comprado un equipo de revelado de fotografías, así que todo el proceso lo realizaba yo misma.
Volviendo a mi sesión con Susana, era curioso que teniendo ante mí un precioso cuerpo desnudo, lo único que me preocupaba y en lo que estaba centrada era en el detalle de cada fotografía. Jugamos y bromeamos inicialmente con cada artilugio. Luego le fui pidiendo que cogiera cada instrumento y que jugara con él. Después le pedí que, mirándolo, expresara con su cuerpo lo que sentía al tenerlo en sus manos y le iba provocando, contándole situaciones para que su expresión se tensara, se pusiera a la defensiva, se convirtiera en una leona defiendo su vida o se sintiera perdida en una batalla que no era la suya. También le preguntaba si quería fotos más duras o que dejaran ver su frialdad. Le indicaba que tensara una de sus piernas, que adelantara tal o cual brazo, que curvara más su espalda o que me mirara desafiante. Si quería llevarla al efecto contrario, le pedía, por ejemplo, que soltara lo que tuviera en sus manos y que al dejarlo en el suelo, sintiera remordimientos o que se ruborizara al verse en el espejo con esa gran espada. Lo pasamos muy bien, aunque hasta el día siguiente que revelara los tres carretes realizados, no veríamos el trabajo. Aún no existían las cámaras digitales.
Comenzamos a media tarde y ya era por la noche. Habíamos hecho un receso para picotear algo. Cuando estábamos juntas, Susana y yo nos reíamos mucho, aunque en la sesión fuimos muy profesionales y ella siguió pacientemente todas mis indicaciones. En mi caso, cuando tengo la cámara entre mis manos me convierto en su extensión, queriendo captar el alma de la persona que fotografío.
Esa noche no volvería su madre. Andaba malilla su abuelita y se iba a quedar en su casa haciéndole compañía. Yo les pedí a mis padres quedarme a estudiar con mi amiga y accedieron, así que teníamos la casa para nosotras solas. Susana se había puesto una camisa blanca semitransparente y unas braguitas azules con un Piolín dibujado. Yo llevaba puesto un pantalón corto y una camiseta ajustada de tirantes. Era junio y hacía mucho calor. El cansancio de la sesión nos invadió y nos tumbamos en la cama. Estaba empezando a oscurecer, así que encendimos la luz de la mesilla. Nos reímos recordando algunas de las secuencias de fotos y viendo los terribles instrumentos que había tirados y desordenados por toda la habitación. Susana estaba boca arriba con el brazo izquierdo doblado por debajo de la cabeza. Yo estaba junto a ella, recostada de medio lado, apoyando mi cabeza en mi brazo derecho para poder verla mejor. Su sonrisa era sincera y toda ella derrochaba satisfacción y sensualidad, y aunque la luz era tenue, podía ver el brillo de sus resplandecientes ojos y a través de su camisa podía apreciar su piel blanca y sus senos grandes, turgentes, rodeados de sus pezones perfectos sonrosados. Temí que pudiera darse cuenta, así que retiré mi mirada de ella, concentrándome en un rincón de la habitación.
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