J. R. R Oviedo - Seguir soñando historia

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Navega por la Historia a través de sus historias, permítete emocionarte con estos breves fragmentos de tiempos pasados y reflexiona con otras historias atemporales que aquí se presentan. Aquí encontrarás palabras y tú pones los pensamientos, la inspiración es libre pues la Historia nos enseña que hay diferentes verdades en función de quién y cómo se interpreten los hechos. Sigamos soñando Historia, ese es el gran propósito de este libro.

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– Todos creéis ser los primeros y sin embargo son incontables los que ya han conseguido esto que crees proeza. Yo la primera.

– Basta ya – apuntó la madre a la hija – te pido, una noche más, que desciendas el camino y lo vuelvas a retomar mañana al reflexionar.

Sorprendentemente la niña hizo caso y tomó el camino descendente. En un momento fugaz ya no se divisaba su figura ni siquiera a lo lejos.

El hombre salió de su perplejidad y se encaró con la madre:

– No deberías dejarla hablar así, tan hiriente, sobre todo con desconocidos. Es demasiado pequeña para ello. No ha conseguido hundirme porque no era más que una niña y yo soy fuerte, tan fuerte como el único de los hombres que va a llegar a esa cima. Tampoco tú podrás impedírmelo.

La madre pareció ignorarle y se puso a caminar hacia la escalinata final a la cota más alta de la montaña. Sus pasos parecían contarse por zancadas de gigantes. El hombre, al verlo, se puso ciego de ira y cuando le había sacado cierta ventaja, trató de correr hacia la mujer advirtiendo:

– No podrás hacerlo antes que yo ¡es mi sueño y sólo mío!, nadie podrá vencerme a mi… – de repente se oyó un traspiés y el hombre se encontró que el camino se había desgarrado y abierto a un precipicio que la noche ocultaba. Sólo una fina rama de arbusto le servía para agarrarse.

La mujer, oyendo los gritos detrás, sonreía mientras ascendía a la cima. Sabía que no debía auxiliarle y que necesitaba estar colgado un buen rato de esa rama para sentir lo endeble que puede llegar a ser uno. Mientras, con firmeza y seguridad, la mujer llegaba a la cima para cerrar los ojos y dejarse bañar por la fuerte brisa que allí existía. Al abrirlos ya no divisiva al hombre ni a su hija, sólo veía un mundo maravilloso a sus pies. Un mundo por explorar. Entonces sintió que hacia él descendería tratando de ayudar a otros seres a encontrar su camino.

Ni el hombre, ni la mujer, ni su hija, son una persona por sí solas. El hombre es tu ego, la niña es tu envidia y la mujer tu conciencia. Y sí, la frágil rama, es la esperanza que, en realidad, no es tan endeble como a veces creemos.

SUmer Y Egipto

El faraón Jufu pidió que el comerciante sumerio, recién llegado a Egipto, se presentara ante él. Quería despejar de primera mano las dudas que sus escribas le habían ido presentando a lo largo de su vida. Llevaba meses pensando en ello y, en consecuencia, había pedido a sus soldados que estuvieran atentos y le trajeran a audiencia real al siguiente comerciante venido de Sumer.

– ¿Es cierto que eres hombre venido de tierras sumerias? – preguntó el faraón-

– Mi señor Keops, no le entiendo – contestó el comerciante – soy un sag-giga, el pueblo de las cabezas negras.

Un escriba se acercó al faraón y le susurró algo al oído. Este continuó hablando:

– Bueno sag-giga, sumerio… Es lo mismo. Pero dime, ¿por qué te refieres a mí como Keops? ¿Es una palabra de vuestro pueblo para realzar mi divinidad o grandeza?

– Antes de llegar a su reino, he estado comerciando en Creta, donde se referían a su señor como Keops. Pensé que era su nombre de gobernante.

– ¡Qué absurdo! ¡Keops! – reía el faraón a carcajadas – difícil de entonar y un nombre extraño para dejar huella en la posteridad. Recuerda y transmítelo a tu pueblo y a todos con los que comercies: Jufu, ese será mi nombre en los astros.

– Como usted quiera, mi señor Jufu. Igualmente es un placer estar ante su presencia, su grandeza es sabida en todos los puertos y rutas de comercio.

– Bien, gracias, pero basta ya de presentaciones y halagos. ¿Qué comercias en mi reino?

– Traigo artesanía de mi pueblo, sobre todo, nuestro afamado sello cilíndrico donde se puede ver la idiosincrasia de nuestras gentes. A cambio busco metales, piedras preciosas y madera para nuestras tierras.

– En esos sellos cilíndricos – comentaba intrigado el faraón Jufu – ¿aparece vuestra escritura?

– No mi señor, en los sellos plasmamos escenas de nuestro pueblo o de nuestros dioses, no dejan de ser un elemento decorativo con el que comerciamos entre nosotros, los sag-giga o fuera de nuestras fronteras, como entre los dignatarios de su pueblo. Si mi señor quiere conocer nuestra escritura, para ello tiene las tablillas de arcilla donde dejamos constancia de leyes, acciones a subrayar o llevamos la administración de nuestros negocios.

– Enséñame alguna si las tuvieras en tu poder.

El hombre de Sumer, acató con la cabeza afirmativamente. Se retiró momentáneamente, pidiendo permiso para ello, dirigiéndose a la puerta para comunicarse con un esclavo al que pidió ir al puerto y tomar alguna de las tablillas que llevaban en la embarcación. Esto llevaría un rato, pero el faraón no quería perder la oportunidad, cuando el comerciante sumerio volvió a la audiencia y siguió hablando:

– Dime, hombre de Sumer, ¿la escritura se inventó en tu pueblo u os enseñan que la inventamos nosotros?

– No tengo respuesta a eso, mi señor. Las personas que aprendemos a escribir recibimos la idea que somos el primer pueblo que se asentó en ciudades y con ello, con todas las derivadas administrativas que surgen de dejar de ser nómadas, se hace necesaria la escritura, las leyes, un sistema de gobierno, la propiedad privada y así podría seguir repasando una lista innumerable de inventos.

– Ya veo ya – comentaba pensativo el faraón Jufu – nosotros también pasamos ese tránsito a las ciudades y escribimos para dejar constancia de leyes, tratados de culto religioso o de carácter administrativo. Con todo ello somos capaces de construir algo tan grandioso como la pirámide que se está construyendo y habrás visto antes de llegar a palacio. Veo que es como decían mis escribas, vuestro pueblo cree haber inventado lo que somos el resto. Pero sigue hablándome de esa lista innumerable de inventos…

– Como ordene su señor. En nuestro pueblo hemos creado un sistema giratorio para modelar la cerámica sin mucho esfuerzo, un calendario para tener claro los periodos de cosecha, un reloj para fijar las horas del día y con ello mejorar la burocracia de mi país, el mismo carro de guerra con el que me consta su pueblo combate con bravura o la cerveza, esa bebida que…

Fue imposible seguir, las carcajadas del faraón y sus escribas fueron bastante sonoras.

– Nada de lo que dices, escúchame bien hombre de Sumer, es algo que los egipcios hayamos importado de vuestras tierras. Nosotros hemos generado todo ello de forma autóctona.

– Lo siento mi señor si le he ofendido, como le decía es una transmisión que recibimos, pero lógicamente yo no he inventado nada.

– Me encantaría que mis escribas dialogaran con esos que dices os transmiten para que fueran conscientes de otro punto de vista. No obstante, ya me ha quedado claro lo que buscaba y veo que el debate sería estéril, ambos tenemos nuestra propia idea de creación de todo. A la espera de ver vuestra escritura, tómate un descanso, come algo y se bienvenido a mi morada.

Cuando llegaron las tablillas era ya de noche. El comerciante sumerio, acatando órdenes y ayudado por su esclavo que transportaba las tablillas, se acercó a la estancia donde el faraón reposaba tras la cena.

– Oh, ya estás aquí de nuevo, acércame esas tabillas – pidió el faraón-. Vaya, vaya – comentó tras verlas – diferente a la nuestra, escribís en forma de cuña lo que lo hace ilegible a los que estamos acostumbrados a escribir con pictogramas.

– Sí, mi señor, antaño usábamos también pictogramas, como su pueblo, pero evolucionamos al cuneiforme ya que así podíamos registrar de forma sencilla los intercambios comerciales, las pérdidas y ganancias del comercio.

El faraón llamó a sus escribas y estuvo departiendo unos minutos con ellos. Continuó hablando tras ello:

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