PREFACIO
Henri Nouwen: mi amigo y mi maestro
Oí hablar por primera vez de Henri Nouwen cuando yo estaba aún en el seminario, en Ohio, a finales de los años sesenta. Mi madre me escribió desde Kansas para decirme que había un nuevo sacerdote holandés en nuestra parroquia, y que le encantaba asistir a sus misas. «Su acento le hace ser difícil de entender a veces, pero dice misa con mucha reverencia y devoción», me dijo. Por supuesto, en aquel momento yo no tenía ni idea de quién era la persona de la que me estaba hablando. Él era por entonces un estudiante de doctorado en psicología en el instituto Menninger, cerca de nuestra casa familiar en Topeka. Pero no pasó mucho tiempo antes de que entrase en mi vida.
A comienzos de los años setenta solíamos ser ponentes en los mismos congresos. Enseguida me visitó varias veces en la comunidad Nueva Jerusalén, en Cincinnati, donde me dijo que añoraba tener una comunidad y relaciones profundas. Me di cuenta de que se trataba de una ferviente necesidad. De vez en cuando dábamos largos paseos por el barrio obrero donde la comunidad se había establecido. Siempre me recreaba –no sé qué otra palabra usar– con su interminable curiosidad espiritual, su extrema vulnerabilidad y su humilde preocupación por la gente.
Henri anhelaba tener una relación profunda, y creo que las relaciones eran, de hecho, su verdadero talento. Sabía distinguir lo auténtico de lo falso, y quería ser sanador de lo falso. ¡Que es exactamente por lo que nos prestó un servicio tan grande!
Cuando me mudé a Nuevo México, en 1986, para fundar un Centro para la Acción y la Contemplación, Henri me escribió una carta de apoyo animándome a «no enseñar nada más que contemplación». E incluso me recomendó para mis estudios las obras de Eknath Easwaran. Esto me demostró la profundidad de su fe cristiana, que no estaba amenazada por un maestro de la India inspirado por el hinduismo. También me demostró que, por muy católico que fuera, reconocía la auténtica enseñanza contemplativa allá donde fuera.
Dado que yo le admiraba como un sabio y santo anciano, trataba a menudo de pedirle orientación espiritual. Pero, pasados tan solo unos minutos, me daba cuenta de que, en realidad, nunca contestaba a mis preguntas, sino que se las arreglaba para, de algún modo, darle la vuelta ¡y convertirme a mí en su director espiritual! Nunca supe con seguridad si se trataba de humildad por su parte o de algún otro tipo de inconsciente necesidad de reciprocidad, pero acabé por concluir que era una sincera búsqueda espiritual, y que valoraba mis percepciones tanto como las suyas. Aunque yo sabía que él era un escritor de espiritualidad, en la vida real era un buscador y creyente espiritual: siempre deseoso de mayor sabiduría y de mayor capacidad de amar.
Cuando se enteró de que yo iba a empezar a impartir clases de espiritualidad para hombres, me escribió y me animó firmemente a ello. También les dijo a varios pintores que debían pintar imágenes capaces de sanar las relaciones padre-hijo, que tantas veces estaban rotas. Sabía que a menudo se necesitaba una imagen para comenzar el proceso de sanación. Al menos un pintor de iconos, el franciscano Robert Lenz, aceptó su consejo y pintó a Juan, el discípulo amado, con su cabeza reposando en el pecho de Jesús. A Henri le encantó y fue muy sincero conmigo y con los demás sobre la complicada relación que él mismo mantenía con su propio padre.
En resumen, y desde mi sencilla perspectiva, estos fueron los principales dones de Henri Nouwen: vulnerabilidad humana y un poder sanador que obtuvo de su sólida honestidad. Para la mayoría de nosotros, él fue el creador de la frase «el sanador herido», y la demostró plenamente en su vida. Le encantaba ser conocido, pero era totalmente consciente de la ironía. Recuerdo cuando me dijo, con auténtica pena: «Mi propia familia, en Holanda, no lee mis libros, ¡ni siquiera saben de su existencia!». Pero luego se reía de sí mismo por haber dicho tal cosa.
Quizá podríamos decir que Henri invitaba a la tiniebla humana a una completa conversación de espiritualidad, igual que Francisco de Asís y Teresa de Lisieux, pero con una sabiduría psicológica mayor. Esto le llevó a un conocimiento muy práctico de la naturaleza del amor y de todas las relaciones, en especial del amor de Dios. Los cristianos nos hemos educado aprendiendo a llamar a las tinieblas «pecado» y quizá las hemos reconocido como tal demasiado apresuradamente, pero luego hemos sido incapaces de aprender de ellas. Henri por supuesto que «confesaba» sus pecados y sus fallos a quienes estaban cerca de él, pero solo después de haber sentido su aguijón, su textura, su verdad y su sabiduría, siempre disponible. Admitir esto con honestidad pareció llevarle a la compasión por los demás.
Con todo esto, y por todo esto, Henri destacó como un soberbio maestro cristiano que resistirá, con toda seguridad, el paso del tiempo. Y ahora, en este libro, estás a punto de disfrutar de algunos de sus conocimientos, duramente conquistados.
Pronto se convertirá en tu amigo, si no lo es ya.
Fr. RICHARD ROHR, OFM
Centro para la Acción y la Contemplación
Albuquerque, Nuevo México
¿Sigues a Jesús? Quiero que te mires a ti mismo y te hagas esta pregunta.
¿Eres un seguidor? ¿Lo soy yo?
A menudo somos más errabundos que seguidores. Hablo refiriéndome a mí mismo tanto como a ti. Corremos mucho, hacemos muchas cosas, conocemos a mucha gente, vamos a muchos eventos, leemos muchos libros. Experimentamos la vida con muchas, muchas cosas. Vamos aquí y allí, hacemos esto y aquello, hablamos con él, con ella, tenemos esto y aquello que hacer. A veces nos preguntamos cómo podemos hacerlo todo. Si nos paramos a recapacitar sobre ello, nos damos cuenta de que solemos ir corriendo de una emergencia a otra. Estamos tan ocupados y tan liados… Pero, si nos preguntan en qué estamos tan ocupados, realmente no lo sabemos.
Las personas que vagan de una cosa a otra, sintiendo que, más que vivir, están siendo vividas, se sienten muy cansadas. Profundamente cansadas. Es un problema para mucha gente. No es tanto que hagamos muchas cosas, sino más bien que hacemos muchas cosas mientras nos preguntamos si está pasando algo. A veces parece como si tuviéramos muchas pelotas en el aire y nos preguntáramos cómo podríamos mantenerlas todas en movimiento. Es muy cansado. Realmente agotador.
Hay personas que acaban por detenerse y dejarlo todo. Dicen: «Pasaron cinco años y lo cierto es que no había pasado nada». Se sientan ahí y no hacen nada. Nada les entusiasma ya. No tienen un verdadero interés en la vida. Solo ven la tele, leen cómics y duermen todo el rato. No hay ni ritmo, ni movimiento, ni tensión. A veces encuentran una vía de escape en el alcohol, las drogas o el sexo, pero nada les fascina. Nada les da energía.
«¿Qué quieres hacer?». «Me da igual».
«¿Quieres ir a ver una película?». «Me da igual».
Han pasado de deambular a estar ahí sentadas. Estas personas están también muy cansadas. Hay en ellas una verdadera fatiga. Estos dos tipos de personas, las que corren de un lado a otro y las que están ahí sentadas, no se dirigen a ningún sitio.
En todos nosotros hay algo del errabundo y algo del sedentario. Si observas este mundo, puede que pienses: «Estoy muy cansado. Hay tanta fatiga, tanta sensación de pesadez en este mundo, que a veces me siento como un errabundo y otras veces como alguien que tan solo está sentado». Es a este cansado mundo al que Dios envía a Jesús para que hable con la voz del amor. Jesús dice: «Seguidme. Dejad de ir corriendo de un lado a otro. Seguidme. No os quedéis sentados aquí. Seguidme».
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