Wan Suh Park - ¿Seguirá soñando?

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¿Seguirá soñando? (1989) presenta persuasivos retratos de mujeres en una sociedad patriarcal y sus distintas actitudes. La protagonista, Mun-Kyong Cha, una mujer divorciada está marcada por el estigma del abandono,aunque vive bien gracias a que tiene una ocupación -es maestra- y su propia casa. Su vida se complica cuando establece relaciones con un viudo, y lo que parecía una segunda oportunidad para ser feliz, se convierte en el comienzo de su pesadilla: falsas promesas de matrimonio. embarazo, amenazas, despido, maledicencia. La madre del viudo dirige la vida de su hijo y consigue un buen partido; la nueva mujer, sin embargo, le da una hija, incapaz de continuar el nombre familiar, y entonces intentarán recuperar al hijo del que quisieron deshacerse por todos los medios.

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Primera edición en MINIMALIA agosto de 2008 Director de la colección - фото 1 Primera edición en MINIMALIA agosto de 2008 Director de la colección - фото 2

Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008

Director de la colección: Alejandro Zenker

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Guillermina Hernández Viveros

Viñeta de portada: Mauricio Morán

Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).

© 2008, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

03800 México, D.F.

Teléfonos y fax (conmutador):

+52 (55) 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

ISBN: 978-607-7640-19-6

Índice

¿Seguirá soñando?

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¿Seguirá soñando?

Mun-Kyong Cha no se despidió del hombre. La ira y la vergüenza eran tales que echaba chispas y, para controlarse, apretó con violencia el inocente cuello de su piyama. El hombre, Jyok-Chu Kim, apenas la miró mientras se vestía y se arreglaba la corbata, pero el encogimiento de sus hombros y su nuca perfectamente peinada eran mucho más expresivos que la misma cara, y de sobra sabía cuán enojado debía estar.

Jyok-Chu salió del cuarto sin voltear a verla. Ella soltó por fin el cuello de la piyama que aferraba con tanta fuerza cuando oyó cerrarse la puerta y dejó de oír por completo las morosas pisadas del hombre. Sus exiguos pechos quedaron al descubierto. Tenía 35 años. Era una mujer divorciada y sola. Esta condición de pronto la perturbó y la volvió tan sensible como cuando uno se arranca los padrastros con los dientes.

“¡Qué ridícula soy!”

La mujer observó el cambio inesperado de sentimientos como algo ajeno e intentó tomárselo a la ligera. Sin embargo, apartar de sí esa desolada frustración sin encontrar un motivo razonable no parecía tarea fácil. Se quitó aquella piyama sensual y vaporosa que, ilusionada, había comprado para pasar la primera noche con Jyok-Chu. Tras lavarse apenas por encima, se puso la piyama de siempre y evitó mirarse al espejo tan obstinadamente como Jyok-Chu no la había mirado. No quería sentirse más incómoda. Sin duda, después de pasar la noche con un hombre, no temía enfrentarse a su propia imagen, sino a la desoladora vergüenza que el espejo le devolvía como un insulto.

Jyok-Chu también tenía 35 años y era viudo. Habían sido compañeros en la universidad. Se habían reencontrado tres años atrás, cuando no había pasado mucho tiempo después de quedarse solos. Al parecer, esta coincidencia los inducía a pensar que lo fortuito del reencuentro formaba parte de sus destinos y, al mismo tiempo, los apresuró más de lo necesario. Incluso interpretaron aquella vaga simpatía que sintieron en los tiempos de la universidad como un primer enamoramiento, aunque cuando ambos decidieron tomar pareja, ese primer y supuesto amor frustrado no había llegado a afligirlos.

No bien habían transcurrido tres meses después de haberse vuelto a encontrar, cuando tal vez Jyok-Chu fue quien primero confesó su amor. Sin embargo, la convicción de ser el uno para el otro hizo que a ninguno de los dos les extrañase la nueva situación. De matrimonio, fue Mun-Kyong quien habló primero. No de la ceremonia. De ser posible quería evitarla. Quizá sentía cierto pudor con la sola mención de una segunda boda después de que ambos habían pasado ya por esa experiencia. Eso sí, quería dejar concretadas no tanto las formalidades como los no pocos problemas que acarrearía la unión.

Jyok-Chu era el primogénito de una viuda a la que debía cuidar junto con la pequeña hija de su difunta esposa. Casarse con él suponía ser la madre de una niña a quien ella no había dado a luz y no podía permanecer indiferente al respecto. A Jyok-Chu, sin embargo, no le agradaba mucho que ella insistiese en indagar pormenores en torno a su hija: cómo era la niña, cuánto recordaba a su madre, si era dócil o activa, alegre o melancólica, sana o débil. Éstas eran algunas de las cosas que quería saber para facilitar, aunque fuera un poco, su papel de futura madre, pero eso parecía no hacerle mucha gracia a Jyok-Chu. Cada vez que ella mostraba curiosidad hacia la niña, él fruncía el ceño.

—¿Tanto le molesta que tenga una hija de mi primera esposa?

A veces la había avergonzado con estas palabras tan rudas. Por su tono de voz parecía pensar que Mun-Kyong veía en la niña un estorbo. Ella, por su parte, intentaba no dar importancia a estos malentendidos del hombre. Le correspondía superar por sí misma las fábulas de las madrastras del Kongchi patchi y Changjwajongryon y toleraba optimista sus temores, los veía como algo instintivo de su amor paternal. Fuera de esto, no había entre ellos ningún otro roce. Estaba dispuesta a vivir con la suegra. Además, pensar en el arreglo al que llegarían con las casas de que disponían les proporcionaba una alegría loca que se traslucía en el brillo de sus ojos. ¡Ah, qué maravilla esto de volver a casarse a los 35 años! Jyok-Chu se había hecho a sí mismo, y Mun-Kyong había vivido la amarga experiencia de tener que ir postergando hasta los hijos para conseguir el pequeño piso que ahora poseía. Saboreaban la alegría de verse de repente millonarios al imaginar que una vez casados serían dueños de dos propiedades. Se sentían felices al soñar con vender las dos casas para comprar una más grande, pero también imaginaban con un inmenso placer la posibilidad de alquilar la de Mun-Kyong y hacer una fortuna con ella. Como la suegra tenía buena salud e insistía en mantener el control doméstico, hacía tiempo que habían acordado que Mun-Kyong debía continuar con su trabajo. Estaban, pues, de acuerdo en todo, incluso habían llegado al convenio tácito de no dar importancia alguna al ritual de la boda, de manera que no quedaba entre ellos ningún tipo de vacilación.

Eran saludables, solteros y los dos tenían 35 años. Naturalmente, no se les podía reprochar esa declaración de amor apenas cumplidos tres meses de haberse reencontrado, ni aquel apasionamiento lleno de ansiedad que los precipitó a hablar de matrimonio. Tendrían que haberse juntado antes, bien por razones prácticas de la vida o para apaciguar la sed de esos dos cuerpos vigorosos. Que lo hubieran pospuesto durante tres años no se debía más que a la obstinación de la mujer. Creía que la viudez debía ser diferente al padecimiento de un divorcio, pues suponía que el cariño conyugal se mantenía intacto. Prefería esperar que el tiempo lo disolviese a interpretar el papel de mujer obsesionada con borrar todo vestigio de amor. Sabía que no eran pocos los que volvían a contraer nupcias sin que hubiera pasado un año de la muerte de su pareja, pero sólo de pensarlo, esos hombres le producían asco. No quería convertir a Jyok-Chu en uno de esos seres odiosos. ¿Esta espera no era acaso respeto por la difunta? Decidió por su cuenta ponerse este límite y, como si fuese una virgen que aun a riesgo de su propia vida se empecina en guardar su pureza hasta la noche nupcial, se propuso rechazar los deseos del hombre, unas veces con la rigidez de una lámina de hierro, otras con tacto, pero siempre intentando hacerle comprender. Por su parte, sólo de esta manera estaba imponiéndose una mínima moralidad y una formalidad, tan importantes como el mismo matrimonio. Estas reflexiones jamás las había compartido con Jyok-Chu. Él no entendía el porqué de estos rechazos y con frecuencia terminaba por tomarlos a mal.

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