Cleopatra no se podía creer que, otra vez, tuviera que pasar horas escuchando divagar de filosofía griega, así que su mirada se posó en Filóstrato pero su mente comenzó a viajar hacia otros horizontes, hacia aquella historia de Nefertari…
Tenía corta edad, sí, pero ella tenía claro que sería como Nefertari, una Diosa para Egipto. Habían pasado más de 1.000 años de aquel precioso sueño y, las jóvenes seguían soñando, con la gloria de aquellos días.
Nefertari, de la que no se sabía su procedencia – porque casi todas las personas legendarias son universales – había conquistado al faraón más grande del antiguo Egipto: Ramses II. Aquel peligroso, hosco, batallador y de un corazón que decían de piedra, conoció la sonrisa cuando se encontró cara a cara con ella como nueva concubina. Tanto le impresionó que decidió convertirla en segunda esposa. Hasta ahí podría haber sido la historia de una cortesana común, pero ella consiguió, no sólo ser su gran esposa amada, si no también gobernar y ejercer la diplomacia como una autentica soberana, llegando incluso a asumir tareas sacerdotales reservadas a las élites masculinas del momento.
Tanta fue su grandeza que se le dedicó el más bello santuario egipcio, Abu Simbel, y se coronó su existencia en una nebulosa tal de divinidad que los egipcios debatían si Ramses II se había casado con una humana o una diosa que era capaz de viajar en un carro mágico. No con los que el faraón ganaba batallas, algo mucho más deslumbrante que cegaba a los impíos.
Cleopatra seguía engalanando su sueño, su futuro y, mientras, su tutor hablaba de cómo Platón entendía el cambio como ilusorio y la permanencia como real. Ella, pensó, demostraría que una gran mujer puede volver a convertirse en deidad.
LA JORNALERA Y LA PRINCESA
Cuentan las viejas leyendas una curiosa historia sobre ambición e ilusión. Una historia que bien se podría asimilar al reflejo de tu silueta en un lago.
Existía una jornalera muy pobre que se dedicaba a trabajar el campo, se sentía muy desdichada pues no era feliz con su existencia. Trabajaba muy duro y aun así no le daba más que para subsistir, sus sueños estaban muy lejos de hacerse realidad. Ella pensaba que debía haber nacido princesa y se lamentaba mucho de su destino vital. En ocasiones miraba hacia el castillo real y creía observar una mirada melancólica en una joven que debía ser, por la ventana desde la que estaba posicionada, la heredera real. No entendía cómo alguien con esa distinción pasaba las horas mirando a desdichados, no alcanzaba a comprender el porqué de esa triste mirada.
– ¿Por qué no he sido agraciada – se lamentaba la campesina – con beber los mejores vinos, comer los mejores manjares y vestir los más preciosos vestidos?
Asimismo, no muy lejos de la campesina, vivía una princesa que, en su castillo prácticamente sin salir del mismo, veía el transcurrir de los días con cierta monotonía. Tenía lujos, pero no tenía aventuras; a veces miraba por la ventana y observaba más abajo a los jornaleros trabajar el campo, pero a la vez les veía reír, gritar, cantar. A todos excepto a una joven que parecía ser la única que dirigía la mirada a su ventana, era una mirada llena de ira. No podía entender cómo esa joven no disfrutaba de las aventuras en cada nuevo sol, cómo a ella que le estaba permitido cantar al aire libre no lo hacía o porque no participaba en las bromas y abrazos del resto.
– ¡Ay! – pensaba la princesa – lo que daría por ser jornalera y poder reír en libertad sin tener que controlar cada gesto a cada segundo.
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