—¿De veras queréish hablar del juicio?
—Es un desahogo necesario, Vila —espetó Rafa—. Por salud. ¿No te das cuenta de que la sentencia estaba escrita antes de que empezara el juicio? El Alto Tribunal se pasó por el forro los atestados contradictorios, las declaraciones inventadas de los testigos y las pruebas de las defensas.
Rafa apuró su copa y continuó con el sermón:
—Toda la mandanga retransmitida en directo es el circo mediático que deben mostrar para que los observadores europeos vean que somos un país democrático.
Carbonell acabó de barajar y empezó a repartir dos cartas por jugador.
—En Europa —apuntó— se dan con el codo mientras nos señalan con el dedo, asombrados con nuestras sentencias bufonescas.
Carbonell reprimió más argumentos que aportar.
Siguió con celo, como la mayoría de los presentes, el juicio más mediático del último siglo. Como fiscal, todavía no era capaz de digerir las irregularidades en las que había incurrido el juicio, así como las quijotescas actuaciones de sus colegas fiscales, que representaban al Estado en el litigio. Observó cierta parcialidad en el presidente del tribunal en la fase testifical, al no permitir a un letrado de la defensa preguntar al coronel de la Guardia Civil si existieron cargas policiales en los puntos de votación del uno de octubre, día del referéndum. El magistrado consideró la pregunta impertinente, y Carbonell una preferencia injustificada del juez, que le hizo saltar todas las alarmas.
En sus más de siete años como fiscal y casi veinte de jurista, jamás había observado un escarnio tan manifiesto con las penas impuestas a los imputados, equiparadas estas a delitos de sangre como el homicidio, penado de diez a quince años de prisión. «Luego —reflexionaba— transmitimos a la sociedad la premisa en la cual es menos grave matar, arrebatar una vida, que querer escuchar la opinión del pueblo mediante el sufragio». El principio de proporcionalidad de las penas se había visto masacrado con dolo por unos jueces movidos por la inquina y el desquite, echando tierra sobre los principios jurídicos en los que siempre había creído Carbonell. Aquellas noches de póquer le permitían evadirse del carnaval judicial que asolaba a España o, como mínimo, ciscarse en él sin que le reprochasen nada.
Ricky hacía cuenco con la mano para encenderse un cigarro y entornó los ojos, molesto por el humo.
—Al Supremo se le puso dura mientras construían su propia patraña, obviando las pruebas que no les interesaban en forma de sentencia prevaricada. Hablas tú, Vila, que yo paso.
—Voy con treinta.
—Los veo —apostó Rafa.
Carbonell lanzó una ficha de veinte y otra de diez sobre el tapete.
—Yo también voy.
En el flop descansaban el siete de corazones, la reina de tréboles y el diez de diamantes. Carbonell tenía de mano el ocho y el dos de picas, con los cuales, junto con el seis de tréboles que acababa de salir en el turn, vislumbraba una posible escalera al diez.
—Al Marche —terció Rafa— se le vio el plumero en varias ocasiones. ¿Por qué no permitió ver los vídeos e imágenes? Porque «la sala los verá con sumo agrado en la fase documental» —Rafa recitó esta última frase.
—Ahí es donde se deben ver las imágenes y vídeos. En la fase documental —defendió Carbonell.
—Exacto, así la gente que está siguiendo el juicio por televisión, incluidos nuestros amiguitos europeos, no pueden ver los vídeos de policías dando puntapiés a señoras mayores sentadas y con las manos en alto.
—En su testimonio —añadió Ricky, levantando un dedo—, los guardias civiles justificaron las patadas a las señoras mayores para evitar que los golpearan a ellos.
Entre carcajadas, Ricky tiró las cartas sobre el tapete. Dio un sorbo a su Jack Daniel’s y una larga chupada al cigarro que sostenía entre los dedos.
—No voy.
—Treinta más —apostó Vila, manteniéndose al margen de la discusión política.
—Treinta —dijo Rafa.
—Que sean cincuenta euros —contestó Carbonell, lanzando dos fichas de veinticinco.
Los otros dos igualaron la apuesta.
Carbonell quemó una carta del mazo y sacó la siguiente, que abriría la ronda de apuestas del river, tras repartirse la quinta y última carta comunitaria. Solo le valía una carta, un nueve, indiferentemente del palo que fuese. A ello había arriesgado su apuesta y su rostro se mantuvo impasible cuando vio que el nueve de tréboles se unía, deslizándose por el tapete, a las cuatro cartas centrales.
—Cincuenta más —apostó Rafa, llevado por el alcohol.
—Lo veo —soltó Vila.
—Yo también —dijo Carbonell, mostrando sus cartas y una sonrisa traviesa—. Escalera al diez.
—Mierda —farfulló Vila.
Rafa tiró las cartas con desgana sobre el tapete, aceptando la derrota, y alzó la copa en un brindis ficticio.
—Por más noches como estas.
6
Bilbao, septiembre 2016
El viaje en autobús desde su apartamento compartido hasta el campus universitario se le antojó eterno.
Melissa no veía el momento de empezar el nuevo curso, su nueva vida. Las pocas horas que había conseguido dormir aquella noche había soñado con su padre y con la última vez que lo vio al despedirse de él. Lo esperaba a la salida del trabajo, sentada sobre su equipaje, viendo cómo hablaba con un hombre alto y tan ancho que la camiseta le apretaba los bíceps. Llevaba el cráneo rapado y un pequeño tatuaje en la nuca en forma de espiral. Tenía aspecto de extranjero y pretendía sonreír con amabilidad, a pesar de que la mueca en sus labios no lo reflejase. En otra situación, parecería peligroso. Su padre le fue a dar la mano para despedirse de él, pero el hombre rehusó el gesto y lo abrazó como un oso. Un abrazo muy parecido al que le dio ella antes de subir al taxi que la llevaría al aeropuerto.
Había dedicado más de veinte minutos a pensar qué ropa ponerse, qué conjunto sería el adecuado para que no destacara demasiado su casi metro setenta de altura, pero que a la vez invitara a sus nuevos compañeros a relacionarse con ella para iniciar una amistad. «Ni que tuviese una cita con un chico», pensó avergonzada. Finalmente, unos jeans ajustados, unas deportivas blancas y una blusa color crema con estampado floral se habían impuesto al conjunto formado por vestido liso y sandalias. Los colores claros resaltaban su piel, que permanecía bronceada todo el año y que le proporcionaba un atractivo natural sin necesidad de maquillaje.
La entrada del campus con grandes puertas acristaladas conducía a un ancho pasillo que desembocaba en unos jardines soleados. Había gente sentada en el césped leyendo o simplemente tomando el sol. Grupos de estudiantes comentaban impacientes las nuevas asignaturas del curso. A Melissa le gustó ver esa imagen a modo de fotografía en la que ella esperaba aparecer dentro de unos días, sentada con sus nuevos compañeros mientras repasaban e intercambiaban los apuntes tomados en clase. Estudiantes pasaban a su lado con carpetas y libros en las manos, entrando y saliendo de la biblioteca, de las aulas o la cafetería, que se encontraba subiendo una pequeña cuesta arbolada. Inmersa en esa fotografía mental, no se había percatado de que estaba en medio de un patio que comunicaba los diferentes edificios del campus cuando, de repente, escuchó una voz amable a su espalda.
—Hola.
Al girarse, Melissa se topó con una amplia sonrisa que dejaba ver unos dientes perfectamente alineados y unos grandes ojos marrones que la miraban fijamente tras las gafas de pasta negra apoyadas en una nariz ligeramente puntiaguda. El pelo rubio y liso le acariciaba los hombros que la camiseta de tirantes dejaba al descubierto.
—Hola.
—Te veo algo perdida, ¿puedo ayudarte?
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