Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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A Folch le incomodó el dardo del fiscal, pero en su rostro no pasó desapercibida una mueca de complacencia ante la oferta que acababa de escuchar. Apoyó de nuevo los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos de las manos. Sus años de experiencia en la abogacía no solo lo habían conducido a ser el socio cofundador de un despacho de abogados en el centro de Barcelona, sino que también le permitían escudriñar los pros y contras de una oferta en pocos segundos.

—¿Cómo quieren que hagamos el comunicado?

5

Barcelona, octubre 2019

Tres horas más tarde, la lluvia empezaba a arreciar sobre la Ciudad Condal, provocando que se abrieran los primeros paraguas. El otoño asentado y las nubes negras que cubrían el cielo hacían que ya fuese noche cerrada. Las farolas iluminaban con luz amarillenta las estrechas calles del barrio Gótico por las que escasos transeúntes buscaban cobijo o se dirigían a sus hogares. Las luces que salían de las rezagadas tiendas de ultramarinos se reflejaban en las gotas de lluvia que, inmóviles, se deshacían en el suelo adoquinado. La proximidad del mar aumentaba la sensación de humedad y de frío, provocando que por las rendijas del alcantarillado se formasen brumas grisáceas, dando a las calles un tono lúgubre. El cuello subido de la gabardina de Carbonell le rozaba el mentón, por el cual empezaba a despuntar una barba ligeramente canosa. Esta mañana salió de casa sin paraguas, ya que el sol era espléndido y ahora maldecía el clima variable que le calaba los zapatos.

Había dejado atrás la catedral de Barcelona y se adentró en la plaza Sant Jaume, donde, enfrentados, el Palau de la Generalitat y el Ayuntamiento observaban displicentes cómo Carbonell los atravesaba por la mitad con su ligero taconeo. «Nunca sabremos —pensó— las verdades y falacias, las comisiones y sobres, las malversaciones y prevaricaciones que habrán encubierto, enmascarado o gritado estos dos edificios. Quizás no las queremos saber y preferimos vivir en esa ignorancia perpetua que te acerca encandiladamente a una felicidad absurda, pero felicidad, al fin y al cabo. Alejarse de la verdad, a menudo, te sumerge en un estado transitorio de bienestar conducido por el desconocimiento. En ocasiones, acercarse a ella es caer en las garras de la desolación, motivada por la cruda realidad. No hay un bando bueno y malo —concluyó—. Solo es cuestión de elegir uno».

Recordó su primer año como fiscal. Después de concluir la licenciatura de derecho con una nota media de excelente y superar las oposiciones con la mejor calificación, se incorporó a la oficina del fiscal. Al poco tiempo la Generalitat abrió un concurso de obras públicas, cuya empresa ganadora se embolsaría una más que apetecible suma de dinero atendiendo al volumen del proyecto. Una mañana, una señora llena de abalorios, pelo rizado, americana cruzada y falda hasta las rodillas, se presentó en el despacho de Carbonell diciendo ser la consejera delegada de una importante empresa que participaría en el concurso convocado por el Govern. La mujer, conocedora de que el fiscal debía trabajar codo con codo con el conseller de Justicia y de Interior, le hizo una propuesta. Su empresa le proporcionaría aparcamiento gratuito en todos los parkings subterráneos de la ciudad de su propiedad durante los próximos diez años. No habría intercambio de dinero, no habría entrega de ninguna tarjeta ni ningún abono. Simplemente la máquina encargada del acceso al parking reconocería la matrícula de su coche y dejaría expedito el paso. A cambio, Carbonell únicamente debería proponer esa candidatura como la más ventajosa delante de los capos de la Generalitat. El fiscal se encontraba ante una de esas situaciones que solo ves en la ficción, en las series de televisión y que, si se te presentara el caso, todo el mundo se preguntaría qué haría. Cómo actuaría. Quizás no fuera tan fácil.

El perfume de aquella mujer le removió el café de la mañana en el estómago. Carbonell pensó que la vida te coloca delante de bifurcaciones que te obligan a tomar un camino. Moral o tentación son las opciones. Y debes elegir. Carbonell no dudó. Escogió no responder a la mujer, mirarla con desdén y acompañarla hasta la puerta de su despacho pidiéndole, por favor, que no volviera a pisar su oficina con sus sucios tacones.

Rodeó la plaza Real y se internó en un callejón escasamente iluminado, por el que no transitaba un alma, y que se iba haciendo cada vez más angosto. Echó una mirada despreocupada, comprobando que no hubiera nadie a su alrededor. Se paró delante de una antigua puerta metálica de color oscuro, y cogió la aldaba que quedaba a la altura de su pecho para darle tres suaves golpes. Inmediatamente se deslizó una estrecha ventanilla de diez centímetros de ancho en la cual aparecieron dos ojos azules, masculinos, inexpresivos. La ventanilla se volvió a cerrar y sonaron dos cierres metálicos mal engrasados abriéndose.

—Buenas noches, Lazarus.

—Buenas noches, señor Carbonell —contestó el hombre con marcado acento soviético.

Lazarus, que rondaba los ciento noventa y cinco centímetros y cien kilos, cogió la gabardina mojada de Carbonell y la colgó en el perchero.

—Gracias —dijo el fiscal, mientras le introducía un billete de veinte euros en el bolsillo superior de la chaqueta.

Carbonell escuchó a su espalda cómo los cierres metálicos volvían a asegurar la puerta, mientras enfilaba un estrecho pasillo con moqueta marrón y una bombilla roja al fondo como único punto de luz. Llegó a la puerta de madera que quedaba justo debajo de la bombilla y cogió el pomo dorado para abrirla.

—¡Hombre, Ray, ya pensábamos que no venías!

Entre las cuatro paredes flotaba un humo espeso de tabaco, que únicamente podía ventilarse por una rendija situada en la parte superior de la pared lateral. La sala medía unos veinte metros cuadrados aproximadamente, y no había más decoración que una pequeña nevera y una bola del mundo de madera que, al abrirla por la mitad, custodiaba varias botellas de diferentes licores. Un cable negro caía del centro del techo, en cuyo extremo había una lámpara que alumbraba una gran mesa redonda tapizada de verde.

Ricky colocaba con diligencia las fichas de colores en forma de pequeños rascacielos, uno al lado del otro. Era quien había saludado a Carbonell al entrar haciendo tintinear su Jack Daniel’s con hielo. Letrado de la Administración de Justicia desde hacía casi una década, fue compañero de fiestas de Carbonell en los años universitarios. Junto con Rafa, sentado a la derecha de Ricky, los tres habían sido los encargados de cerrar los peores antros de Barcelona todos los viernes y sábados. Portales y bancos en parques eran los lechos en los que solían despertarse cuando el sol justiciero de primera hora de la mañana les azotaba la cara.

A Rafa lo llamaban Procu atendiendo a su cargo de procurador de los tribunales de Barcelona. Mostraba una oscura barba cerrada y cejas espesas. Dos copas le eran suficientes para avivarle el ingenio.

—¿Quién reparte? —preguntó Carbonell, tomando asiento al lado de Vila.

—¡Ja! Pues el último que ha llegado, solo faltaría —espetó Ricky—. Empezamos con una ciega pequeña de diez euros y ciega grande de veinte.

Carbonell dejó la americana colgada en el respaldo de la silla y se aflojó el nudo de la corbata antes de coger el mazo de cartas para empezar a barajar y repartir.

—¿Qué horas son estas de llegar, Ray?, ¿has estado con el juez Marchena o qué? —preguntó Rafa, burlón.

—Tu amigo, ¿no? —contestó Carbonell, guiñándole un ojo.

Rafa rio entre dientes.

—Íntimo. De esos amigos a los que le darías una bolsita con heces de camello para que se hiciese una infusión.

Vila se remangó la camisa para empezar a jugar.

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