Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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—¡No, no, gracias! Bueno, en realidad, sí —contestó Melissa, titubeante—. Perdona, es mi primer día y estoy algo nerviosa.

—No te preocupes —contestó sonriendo—. Yo en mi primer día de clase estaba tan nerviosa que me tocó salir a la pizarra, me tropecé y caí de rodillas al suelo. ¡Te puedes imaginar las risas en clase! Me llamo Sofía, por cierto.

—Yo soy Melissa y espero no caerme hoy en clase…

Rieron las dos a la vez tras el comentario.

—Si quieres, dime a qué aula debes ir y te indico dónde está. Esto es tan grande que a veces parece un laberinto.

Melissa rebuscó rápidamente entre los papeles que tenía dentro de su carpeta, sufriendo por hacer esperar a la chica que tan amablemente se había preocupado por ella. Tras unos segundos, sacó un papel como si de un trofeo se tratase.

—¡Aquí está! Tengo clase en el edificio A, aula 3.

—¡Qué me dices! Yo también me dirijo a esa aula. Tienes clase de Historia de la Filosofía, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Vamos entonces. Es mi segundo año en esta facultad y he escuchado que el profesor que nos impartirá esta asignatura es uno de los mejores.

Melissa mostró una sonrisa en los labios. La suerte o el destino habían querido que en los primeros minutos de estancia en la facultad ya conociera a una chica que parecía encantadora. En el trayecto hacia el aula, Melissa se dio cuenta de que debería existir más gente como Sofía; gente movida por el altruismo y que obtiene placer ayudando a los demás. Ni ella misma, reflexionó, sabía si hubiera actuado como Sofía acababa de hacer en esa situación y, precisamente eso, le hacía valorar más aún el gesto. Se dio cuenta, entonces, de que disponía de esa oportunidad. La oportunidad de empezar a ser como ese tipo de gente. No quería cambiar su forma de ser, pero sí estaba dispuesta a cambiar aquellos pequeños gestos que hacen felices a los demás sin esperar recompensa por ellos.

Recordó a Kant y su imperativo categórico cuando lo estudió en su primer año de carrera. A su memoria llegaron las largas noches en la biblioteca entre las páginas de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, publicada en el siglo xviii por el filósofo. Algunas de sus formulaciones se correspondían con la voluntad de Melissa: «Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza. Obra de modo que uses a la humanidad como fin y nunca como simplemente un medio». Es exactamente lo que acababa de pensar: ojalá las personas actuaran de la forma en la que les gustaría que las trataran a ellas y que eso se extendiera a todo el mundo. Ojalá las personas no usaran a las personas como medio —para conseguir algo a cambio—, sino como un fin.

La nueva ciudad, la nueva facultad y la nueva vida, pensó, eran un buen escenario para ponerlo en práctica.

7

Barcelona, octubre 2019

Un ruido en mitad de la noche despertó a Aitana, que en un primer momento no recordaba por qué se encontraba en el sofá. El zumbido en los oídos y el dolor de cabeza le hicieron recordar la música ensordecedora que había estado sonando en su casa durante toda la tarde y buena parte de la noche. Su estado físico actual le hizo dudar sobre si había sido buena idea haber organizado una fiesta, aprovechando el viaje de sus padres.

Notó la boca acartonada, como si hubiera estado lamiendo suelas de zapatos impregnadas en charcos de licor. Con los ojos entreabiertos y el pelo enredado, miró a su alrededor y vio que no quedaba ninguno de los asistentes a la fiesta. Pensó que la larga conversación que tuvo con Pablo en un rincón de la casa, mientras se entrelazaban sus dedos, había sido suficiente para que se hubiera quedado con ella, pero la realidad le demostraba que no fue así. O, como mínimo, la realidad que su malestar general le mostraba en estos momentos.

Esparcidos por todo el salón había vasos de cartón, restos de comida y cajas de pizza vacías. Sobre la mesa de cristal reposaban botellas de ron, vodka y ginebra cuyos tapones habían sido usados como proyectiles y ahora descansaban como metralla sobre el suelo amaderado. La mezcla de olor a perfume, alcohol, sudor y comida típica de diferentes continentes era tan densa que se podía masticar.

Al fondo del salón, sobre la chimenea, vio que quedaba encendida una lámpara de pie que irradiaba una tenue luz cálida y, a su lado, un reloj de agujas que marcaba las cuatro y treinta y seis de la madrugada. Fue entonces cuando un momento de lucidez aceleró su pulso al no ver a su hermana pequeña. Descalza, corrió por el salón y subió las escaleras que llevaban al piso superior, retumbando en sus tímpanos los latidos de su corazón de forma ensordecedora. Aitana se había dicho a sí misma que organizaría la fiesta con la condición de que ella se encargaría del cuidado de su hermana y, si le hubiera pasado algo, nunca se lo perdonaría.

Nerea tenía diecisiete años, tres menos que ella, y habían crecido juntas. A excepción de los chicos, desde pequeñas lo compartían todo: juguetes, ropa, bicicleta. Al contrario que muchas otras hermanas, nunca se habían peleado y la estima que se tenían la una a la otra las había convertido en mejores amigas, en confidentes. Un verano Aitana cayó enferma, sufriendo unas fiebres muy altas que apenas le permitían moverse. El médico tuvo que acudir a casa para visitarla y le diagnosticó un tipo de gripe A. Su hermana, al verla tan débil y exánime, no quiso separarse de ella a pesar de los infructuosos intentos de su madre por impedirlo. «Yo la cuidaré», gritaba Nerea, aferrada al pie de la cama. Finalmente, ambas cayeron enfermas y se pasaron una semana entera en cama y otra más para recuperarse.

Aitana llegó al piso superior, abrió la puerta de la habitación de su hermana, y la sangre volvió a correrle por las venas cuando la vio durmiendo en la cama, con el flexo de la mesita de noche encendido. Su estado de embriaguez había desaparecido por completo después del sobresalto que se había llevado. La sensación de cansancio físico había remitido tras el borbotón de adrenalina que había inyectado su cuerpo, pero el dolor de cabeza había vuelto con más intensidad tras la carrera. Entró en la habitación, dio un beso a su hermana en la frente y le apagó la luz. Tras cerrar la puerta a su espalda se dirigió de nuevo a las escaleras para bajar a la cocina a por un analgésico. Al poner el pie en el primer escalón, se detuvo inconscientemente al ver la lámpara de pie apagada y el salón completamente a oscuras, únicamente iluminado por una luz secundaria proveniente de la terraza exterior. Intentó recordar si realmente había visto la luz encendida al despertarse o todavía se encontraba en un duermevela que distraía a sus sentidos. Hizo memoria antes de colocar el pie en el siguiente escalón y recordó que había visto la hora en el reloj, cosa que no podría haber hecho si la luz hubiera estado apagada.

Sin querer darle demasiada importancia, fue bajando los escalones, uno a uno, con los pies descalzos mientras en su mente ordenaba hipótesis, de más probable a menos, que hubieran podido provocar el apagón de la luz. En un primer momento pensó que la bombilla se podría haber fundido, recalentada por horas de incandescencia sin descanso. En la segunda opción cabía la posibilidad de que Pablo se hubiera quedado y le estuviera preparando una sorpresa para estar los dos solos. Le gustó esa segunda idea y con tono suave preguntó: «¿Pablo?». Al no obtener respuesta, bajó un par de escalones más y repitió el nombre con algo más de fuerza: «¿Pablo?».

La falta de respuesta desanimó a Aitana que, una vez abajo, se dirigió hacia las puertas francesas acristaladas que daban acceso a la terraza y a la piscina, para apagar la luz que había quedado encendida. Al acercarse, por el reflejo de los cristales le pareció ver una silueta que se movía al final de la sala, donde quedaba la cocina. El latido del corazón de Aitana volvió a acelerarse, bombeando una adrenalina que debía llegar a todas las partes de su cuerpo. Las manos le empezaron a sudar y con gesto nervioso se apartó los mechones de pelo que le caían por la cara. Apagó la luz de la terraza y poco a poco se dirigió a la cocina, donde se encontraban los analgésicos. Mentalmente se fue convenciendo de que su vista la había inducido a engaño, motivado por el alcohol ingerido durante toda la noche. Intentó burlar al miedo tarareando una canción que le proporcionara tranquilidad y que otorgara normalidad a la situación. Con pasos tímidos, llegó a la cocina y con la mano temblorosa accionó el interruptor que inmediatamente proporcionó luz a toda la estancia, relajando, de esta forma, los tensos músculos de Aitana. Se agachó para abrir el cajón de los medicamentos y al levantarse una mano con sabor a látex le impidió gritar.

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