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Leila Slimani: Canción dulce

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Leila Slimani Canción dulce

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Myriam, madre de dos niños, decide reemprender su actividad laboral en un bufete de abogados a pesar de las reticencias de su marido. Tras un minucioso proceso de selección para encontrar una niñera, se deciden por Louise, que rápidamente conquista el corazón de los niños y se convierte en una figura imprescindible en el hogar. Pero poco a poco la trampa de la interdependencia va a convertirse en un drama. Con un estilo directo, incisivo y tenebroso en ocasiones, Leila Slimani despliega un inquietante thriller donde, a través de los personajes, se nos revelan los problemas de la sociedad actual, con su concepción del amor y de la educación, del sometimiento y del dinero, de los prejuicios de clase y culturales. Canción dulce ganó el Premio Goncourt 2016.

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CANCIÓN DULCE PRIMERA EDICIÓN marzo 2017 DÉCIMA EDICIÓN marzo 2020 TÍTULO - фото 1

CANCIÓN DULCE

PRIMERA EDICIÓN marzo 2017 DÉCIMA EDICIÓN marzo 2020 TÍTULO ORIGINAL Chanson - фото 2

PRIMERA EDICIÓN marzo 2017 DÉCIMA EDICIÓN marzo 2020 TÍTULO ORIGINAL Chanson douce

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

info@cabaretvoltaire.es www.cabaretvoltaire.es

©2016 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2017 Malika Embarek López

©de esta edición, 2017 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-190470-8-3

DEPÓSITO LEGAL: B-3601-2017

Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección MIGUEL LÁZARO GARCÍA JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

Cubierta: Series Out My Window ©Gail Albert Halaban Guarda: Leila Slimani ©Catherine Hélie

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Para Émile

Miss Vezzis había venido del otro lado de la Frontera para cuidar a unos niños en casa de una familia […] La señora declaró que Miss Vezzis no valía nada, que no era limpia y que no mostraba ningún interés. Ni por un momento pensó que Miss Vezzis tenía que vivir su propia vida, preocuparse de sus propias cosas, y que para ella estas eran lo más importante que tenía en el mundo.

RUDYARD KIPLING,

Cuentos de las colinas

«Entiéndame, caballero, ¿sabe lo que significa que uno no tenga ya un lugar adonde ir?» La pregunta que Marmeladov le había hecho la víspera le acudió de pronto a la mente. «Pues todo hombre debe tener un lugar adonde ir.»

DOSTOYEVSKI,

Crimen y castigo

El bebé ha muerto. Bastaron unos pocos segundos. El médico aseguró que no había sufrido. Lo tendieron en una funda gris y cerraron la cremallera sobre el cuerpo desarticulado que flotaba entre los juguetes. La niña, en cambio, seguía viva cuando llegaron los del servicio de emergencias. Se debatió como una fiera. Había huellas de forcejeo, fragmentos de piel en sus uñitas blandas. En la ambulancia que la conducía al hospital se agitaba, presa de convulsiones. Con los ojos desorbitados, parecía buscar aire. La garganta la tenía llena de sangre. Los pulmones, perforados, y se había dado un fuerte golpe en la cabeza contra la cómoda azul.

Fotografiaron la escena del crimen. Los policías recogieron huellas y midieron la superficie del cuarto de baño y del dormitorio de los niños. En el suelo, la alfombra de princesas estaba empapada en sangre. El cambiador, medio volcado. Se llevaron los juguetes en unas bolsas transparentes precintadas. La cómoda azul también servirá en el juicio.

La madre estaba en estado de shock. Eso dijeron los bomberos, repitieron los policías, escribieron los periodistas. Al entrar en el cuarto donde yacían sus hijos, lanzó un grito desde lo más hondo, un aullido de loba. Las paredes temblaron. La noche se abatió sobre ese día de mayo. Vomitó, y así fue como la halló la policía, con la ropa sucia, en cuclillas, quebrada en sollozos como una loca. Aullaba hasta desgarrarse los pulmones. El enfermero de la ambulancia hizo un gesto discreto con la cabeza, la pusieron de pie, a pesar de su resistencia, de sus patadas. La alzaron despacio y la joven interna del SAMU le administró un sedante. Era su primer mes de prácticas.

A la otra también tuvieron que salvarla. Con la misma profesionalidad y sangre fría. No supo morir. Solo dar muerte. Se cortó las venas de las muñecas y se clavó el cuchillo en la garganta. Perdió el conocimiento al pie de la cunita de barrotes. La incorporaron, le tomaron el pulso y la tensión. La pusieron en la camilla, y la joven médica en prácticas mantuvo la mano presionada contra su cuello.

Los vecinos se han agolpado a la entrada del edificio. Mujeres más que nada. Se acerca la hora de recoger a los niños del colegio. Observan la ambulancia, con los ojos cuajados de lágrimas. Lloran y quieren enterarse. Se alzan de puntillas. Intentan distinguir lo que ocurre tras el cordón policial, dentro de la ambulancia que ha arrancado con las sirenas a todo volumen. Se susurran información al oído. Ya corre el rumor. Ha sucedido una desgracia a los niños.

Es un bonito edificio de la Rue d’Hauteville, en el distrito 10. Un edificio donde los vecinos, sin conocerse, se saludan con calidez. La casa de los Massé está en la quinta planta. Es la más pequeña del inmueble. Paul y Myriam construyeron un tabique en mitad del salón cuando nació el segundo hijo. El dormitorio de ellos es diminuto, situado entre la cocina y la ventana que da a la calle. A Myriam le gustan los muebles vintage y las alfombras bereberes. En la pared ha colgado unas estampas japonesas.

Hoy llegó a casa más temprano que de costumbre. Abrevió una reunión y aplazó hasta el día siguiente el estudio de un caso. Sentada en un vagón de la línea 7 del metro había pensado en darles una sorpresa a los niños. Al llegar, se detuvo en la panadería. Compró una baguette , un postre para los críos y un bizcocho a la naranja para la niñera. Es su preferido.

Pensó que los llevaría al tiovivo. Irían juntos a hacer la compra para la cena. Mila le pediría un juguete. Adam mordisquearía un trozo de pan en su cochecito.

Adam ha muerto. Mila va a sucumbir.

«Sin papeles, no. Espero que estés de acuerdo. Si se tratara de una asistenta o de un pintor de brocha gorda, no me importaría. Esa gente tendrá que vivir de algo, pero cuidar de los niños es distinto, es muy arriesgado. No quiero a una persona que tema llamar a la policía o ir a un hospital en caso de una urgencia. Aparte de eso, que no sea demasiado mayor, que no lleve pañuelo y que no fume. Lo principal es que sea una mujer dinámica y que tenga tiempo para nosotros. Que trabaje para que podamos trabajar.» Paul ha preparado todo. Ha establecido una lista de preguntas y calculado media hora por entrevista. Dedicarán la tarde del sábado a encontrar una niñera para sus hijos.

Unos días antes, mientras Myriam comentaba que estaba buscando a alguien que cuidara de los niños a su amiga Emma, esta se quejó de la mujer que se ocupaba de los suyos. «Tiene dos hijos aquí, así que nunca puede quedarse un poco más tarde o cuando la necesito. No es práctico. Considéralo al entrevistarlas. Si tiene hijos, más vale que los haya dejado en su país.» Le agradeció el consejo, pero en el fondo el discurso de Emma la había incomodado. Si alguien que quisiera contratarla se hubiera referido a ella o a alguna de sus amigas de ese modo, se habrían indignado ante semejante discriminación. Le parecía horrible descartar a una mujer porque tuviera hijos. Prefiere no tratar ese tema con Paul. Su marido es como Emma. Un pragmático que pone a los suyos y su carrera por delante de todo.

Esta mañana, fueron al mercado en familia, los cuatro. Mila sobre los hombros de Paul y Adam dormido en su cochecito. Han comprado flores y están ordenando la casa. Quieren dar una buena impresión a las niñeras que van a entrevistar. Recogen los libros y revistas desperdigados por el suelo, debajo de la cama y hasta en el cuarto de baño. Paul le pide a Mila que ordene sus juguetes y los ponga en los cajones de plástico. La niña protesta lloriqueando y al final él los amontona contra la pared. Doblan la ropa de los niños, cambian las sábanas de las camas. Limpian, tiran cosas a la basura y procuran a toda costa airear esta casa en la que se asfixian. Les gustaría que ellas vieran que son correctos, serios y ordenados, unos padres que buscan lo mejor para sus hijos. Que entiendan que ellos son los que mandan.

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