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Leila Slimani: Canción dulce

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Leila Slimani Canción dulce

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Myriam, madre de dos niños, decide reemprender su actividad laboral en un bufete de abogados a pesar de las reticencias de su marido. Tras un minucioso proceso de selección para encontrar una niñera, se deciden por Louise, que rápidamente conquista el corazón de los niños y se convierte en una figura imprescindible en el hogar. Pero poco a poco la trampa de la interdependencia va a convertirse en un drama. Con un estilo directo, incisivo y tenebroso en ocasiones, Leila Slimani despliega un inquietante thriller donde, a través de los personajes, se nos revelan los problemas de la sociedad actual, con su concepción del amor y de la educación, del sometimiento y del dinero, de los prejuicios de clase y culturales. Canción dulce ganó el Premio Goncourt 2016.

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Louise ha decidido organizarla un miércoles por la tarde, pues los niños no tienen clase y así se asegura de que estén en París y asistan todos. Al salir para el despacho por la mañana, Myriam ha prometido que estaría de vuelta después de comer.

Cuando llegó del trabajo, al principio de la tarde, por poco suelta un grito. Ya no reconocía su casa. El salón estaba literalmente transformado, chorreando de purpurina, globos, guirnaldas de papel. Para colmo, el sofá había sido retirado, para que los niños pudieran jugar a gusto. Incluso la mesa de roble, que pesaba tanto y que nunca se había movido de donde estaba, había sido trasladada al otro lado del cuarto.

«—¿Quién ha cambiado de sitio los muebles? ¿Le ha ayudado Paul?

—No —responde Louise—. Lo he hecho yo sola.»

Myriam, incrédula, tiene ganas de echarse a reír. Es una broma, piensa, viendo sus brazos menudos, delgados como palillos. Luego recuerda que ya se había asombrado de la fuerza tan sorprendente de Louise. En una o dos ocasiones, le impresionó el modo con qué levantaba unos paquetes pesados y voluminosos, a la vez que llevaba en brazos a Adam. Tras ese físico frágil, delgado, oculta una fuerza de gigante.

Louise se ha pasado la mañana hinchando globos a los que da forma de animales, y los ha colgado por todas partes, desde la entrada hasta en los tiradores de los cajones de la cocina. Ella misma ha hecho la tarta de cumpleaños, una enorme charlotte con frutos rojos, toda decorada.

Myriam lamenta haberse pedido la tarde libre. Habría estado tan bien en la tranquilidad de su despacho. El cumpleaños de su hija le genera angustia. Teme asistir al espectáculo de unos niños que se aburren y se impacientan. No le apetece mediar entre los que se pelean, ni consolar a aquellos cuyos padres se retrasan en recogerlos. Unos recuerdos amargos de su propia infancia acuden a su memoria. Se ve a sí misma sentada sobre una tupida alfombra de lana blanca, aislada del grupo de niñas que juegan a las cocinitas. Había dejado derretir un trozo de chocolate entre los hilos de lana e intentó disimular un estropicio que empeoró las cosas. La madre de la amiga que cumplía años la regañó delante de todos.

Se esconde en su dormitorio, cierra la puerta y finge que está absorta en la lectura de sus correos electrónicos. Sabe que puede contar, como siempre, con la niñera. El timbre no deja de sonar. El salón está a rebosar de gritos infantiles. Louise ha puesto música, Myriam sale discretamente de su cuarto y observa a los niños aglutinados a su alrededor. La rodean, cautivados por completo. Ha preparado canciones y trucos de magia. Se disfraza ante los ojos estupefactos de los niños, y estos, que no son fáciles de engañar, saben que Louise es uno de ellos. Allí está ella, arrebatadora, alegre, bromista. Canta canciones, imita los ruidos de los animales. Incluso se sube a la espalda a Mila y a un amiguito ante los chavales que lloran de la risa y le suplican que los deje participar a ellos también en el rodeo.

Myriam admira en Louise la capacidad de jugar. Jugar de verdad, animada por esa omnipotencia que solo poseen los niños. Una tarde, al llegar del despacho, la encuentra tumbada en el suelo con la cara pintarrajeada. En las mejillas y en la frente, unos trazos negros y gruesos a modo de máscara guerrera. Se ha hecho un tocado de plumas con papel crespón. En mitad del salón ha montado una improvisada tienda de indios con una sábana, una escoba y una silla. De pie, con la puerta entreabierta, Myriam se siente violenta. La observa retorciéndose en el suelo, soltando unos gritos salvajes, y la escena le molesta. Se diría que está borracha. Es lo primero que se le ocurre. Al verla, Louise se incorpora, con las mejillas enrojecidas y un andar titubeante. «¡Qué hormigueo, se me han dormido las piernas!», dice como excusándose. Adam se aferra a sus pantorrillas y Louise ríe, con una risa que pertenece todavía al país imaginario en el que han fijado su juego.

Quizá, se dice Myriam para tranquilizarse, también es una niña. Se toma muy en serio los juegos que organiza con Mila. Por ejemplo, el de policías y ladrones, y Louise se deja encerrar tras unos barrotes imaginarios. Otras veces, ella representa el orden y persigue a Mila. En cada ocasión, inventa una geografía determinada que Mila debe memorizar. Crea disfraces, elabora un escenario lleno de acción. Prepara el decorado con minucioso cuidado. La niña acaba cansándose. «¡Venga, otra vez!», suplica Louise.

Myriam no lo sabe, pero lo que más le gusta a Louise es jugar al escondite. Salvo que en este juego no hay que contar, no hay reglas, lo importante es el efecto sorpresa. Sin avisar, Louise desaparece. Se acurruca en un rincón y deja que los niños la busquen. Escoge lugares desde donde puede verlos sin ser vista. Se desliza debajo de la cama o detrás de una puerta y permanece inmóvil. Contiene la respiración.

Entonces Mila comprende que ha empezado el juego. Grita, como una loca, y da palmadas. Adam va tras ella, y se ríe tanto que le cuesta mantenerse de pie, se cae varias veces para atrás. La llaman pero no contesta. «Louise, ¿dónde estás? ¡Cuidado, Louise, que llegamos, te vamos a encontrar!»

Se queda callada. No sale de su escondrijo, ni siquiera cuando gritan, lloran, se desesperan. Agazapada en la oscuridad, espía el pánico de Adam, postrado, sacudido por los sollozos. El pequeño no entiende. Llama a Louise, sin pronunciar la última sílaba, los mocos le chorrean por los labios, las mejillas las tiene moradas de rabia. Mila también siente miedo. Durante un instante, se cree que se ha marchado de verdad, los ha abandonado en esta casa sobre la que caerá la noche, están solos y ella no regresará. La angustia se vuelve insoportable, y Mila suplica a la niñera. Dice: «Louise, este juego ya no es divertido. ¿Dónde estás?». La cría se pone nerviosa, golpea el suelo con los pies. Louise espera. Los observa como quien estudia la agonía de un pez recién capturado, con las agallas ensangrentadas y el cuerpo presa de convulsiones. Un pez que colea sobre el suelo del barco, chupando el aire con la boca agotada, un pez sin oportunidad alguna de salvarse.

Poco a poco, Mila ha descubierto sus escondites. Ha entendido que debe empujar las puertas, alzar las cortinas, agacharse para mirar bajo el somier. Pero Louise es tan menuda que siempre encuentra nuevas madrigueras donde refugiarse. Se escurre dentro del cesto de la ropa sucia, debajo del escritorio de Paul, en el fondo de un armario y se tapa con una manta. Alguna vez se ha escondido en la cabina de la ducha en la oscuridad del cuarto de baño. Mila, entonces, busca sin éxito. Solloza y Louise se inmoviliza. La desesperación de la niña no la hace claudicar.

Un día, Mila deja de llorar. Louise ha caído en su propia trampa. Mila calla, da vueltas alrededor del escondite y finge no descubrirla. Se sienta sobre el cesto de la ropa sucia y Louise nota que se está asfixiando. «¿Hacemos las paces?», murmura la niña.

Pero no se rinde. Sigue callada, con las rodillas pegadas a la barbilla. Los pies de la niña dan golpes suaves contra el cesto de mimbre. «Louise, sé que estás ahí», dice riendo. De pronto, Louise se levanta, con tal brusquedad que sorprende a Mila y esta cae precipitadamente al suelo. Se golpea la cabeza contra las baldosas de la ducha. Mareada, la niña llora y, luego, frente a una Louise triunfante, resucitada, que la observa desde lo alto de su victoria, su terror se convierte en histérica alegría. Adam ha corrido hasta el cuarto de baño y se une al jolgorio de las dos chiquillas que ríen sin parar.

Stéphanie

Con ocho años, Stéphanie ya sabía cambiar pañales y preparar un biberón. Sus gestos eran seguros, y pasaba la mano, sin que le temblara, por debajo de la frágil nuca de los bebés cuando los levantaba de la cuna de barrotes. Sabía que había que acostarlos boca arriba y no zarandearlos. Los bañaba, con la mano sujetando firmemente los hombros del crío. Los gritos, los vagidos de los recién nacidos, sus risas, sus llantos mecieron sus recuerdos de hija única. Todos estaban encantados con el cariño que les dedicaba. Veían en ella una fibra materna y un sentido de la entrega insólito en una niña tan pequeña.

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