EL PAÍS DE LOS OTROS
PRIMERA EDICIÓN febrero 2021 SEGUNDA EDICIÓN mayo 2021 TÍTULO ORIGINAL Le pays des autres
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
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©2020 Éditions Gallimard
©de la traducción, 2021 Malika Embarek López
©de esta edición, 2021 Editorial Cabaret Voltaire SL
IBIC: FA
ISBN-13: 978-84-190471-0-6
DEPÓSITO LEGAL: M-2820-2021
Producción del ePub: booqlab
Dirección y Diseño de la Colección MIGUEL LÁZARO GARCÍA JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
Cubierta: Foto familiar. Cedida por Leila Slimani.
Derechos reservados.
Guarda: Leila Slimani por Francesca Mantovani
©2020 Éditions Gallimard.
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En memoria de Anne y Atika. Su libertad me inspira siempre. A mi madre adorada.
Maldición de esa palabra: mestizaje. Escribámosla en caracteres enormes en la página.
ÉDOUARD GLISSANT,
L’intention poétique
Su sangre no se quería callar, ni salvarse, ni lo uno ni lo otro, ni dejar que el cuerpo se salvase a sí mismo. Su sangre negra lo empujó primero hacia la cabaña del negro; luego, su sangre blanca lo sacó de allí. Y fue su sangre negra, probablemente, la que le hizo empuñar la pistola; y su sangre blanca, la que le impidió usarla.
WILLIAM FAULKNER,
Luz de agosto
I
La primera vez que Mathilde fue a ver la finca, pensó: «¡Qué lejos está!». Le preocupaba ese aislamiento. Corría el año 1947, no tenían coche y habían realizado el trayecto de veinticinco kilómetros desde Meknés en una carreta conducida por un gitano. A Amín no le importaba la incomodidad del banco de madera ni que su mujer tosiera por el polvo que la vieja tartana levantaba a su paso. Solo estaba pendiente del paisaje, ansioso por llegar a las tierras que su padre le había encomendado.
En 1935, tras años de trabajar como intérprete para el ejército colonial, Kadur Belhach compró varias hectáreas de tierras cubiertas de rocalla. Confesaba a su hijo sus esperanzas de convertirlas en una hacienda floreciente que alimentara a varias generaciones de los Belhach. Amín recordaba la mirada de su padre, su voz firme mientras exponía sus proyectos agrícolas. Una plantación de viñedos, le explicaba, y varias hectáreas dedicadas a cereales. En la parte más soleada de la colina construiría una casa, rodeada de árboles frutales y de unas cuantas hileras de almendros. Kadur estaba orgulloso de que le perteneciera: «¡Nuestra tierra!». Pronunciaba esas palabras, no a la manera de los nacionalistas ni de los colonos, en nombre de unos principios morales o de un ideal, sino como un propietario contento de su legítimo derecho. El viejo Belhach quería que lo enterraran allí, y a sus hijos también. Que esa tierra lo alimentara y acogiera su última morada. Pero murió en 1939, mientras su hijo se había alistado en el regimiento de los espahíes, vistiendo con orgullo su uniforme: la capa y los zaragüelles. Antes de salir hacia el frente, Amín, el primogénito y a partir de entonces cabeza de familia, arrendó la propiedad a un francés originario de Argelia.
Cuando Mathilde preguntó de qué había fallecido el suegro que ella no había conocido, Amín se tocó el estómago e inclinó la cabeza en silencio. Más adelante, se enteraría de lo que había ocurrido. Desde su regreso de Verdún, Kadur Belhach padecía unos dolores de estómago crónicos que ningún curandero marroquí o europeo había conseguido calmar. Él, que se preciaba de ser un hombre razonable, orgulloso de la educación recibida y de su talento para los idiomas, desesperado y avergonzado, se había humillado hasta el extremo de bajar a un sótano miserable donde atendía una chuafa . La hechicera y vidente lo convenció de que alguien que lo odiaba le había echado un sortilegio y un temible enemigo le había provocado ese dolor. Le dio un papelito doblado en cuatro que contenía unos polvos de color amarillo azafrán. Esa misma noche, Kadur los disolvió en agua y se los bebió. Pocas horas después, en medio de un sufrimiento atroz, murió. A la familia no le gustaba hablar de ello. Les avergonzaba la ingenuidad del padre y las circunstancias de su muerte, pues el venerable oficial se había vaciado en mitad del patio de la casa, empapando de mierda su chilaba blanca.
En ese día de abril de 1947, Amín sonreía a su esposa y metía prisa al cochero, que se frotaba los pies descalzos y sucios, uno contra otro. El gitano azotó a la mula con más fuerza y Mathilde dio un respingo. La violencia de aquel hombre la indignaba. Chasqueaba la lengua, «¡Arre!», y hacía restallar el látigo contra la grupa esquelética del animal. Era primavera y Mathilde estaba encinta de dos meses. Los campos lucían cubiertos de caléndulas, malvas y borrajas. Una brisa fresca agitaba los tallos de los girasoles. A cada lado del camino, las plantaciones de los colonos franceses, establecidos allí desde hacía veinte o treinta años, se extendían en una suave ondulación hasta el horizonte. La mayoría de ellos procedían de Argelia, y las autoridades coloniales les habían concedido las mejores tierras y las mayores superficies. Amín extendió un brazo y se puso la mano del otro a modo de visera para protegerse del sol de mediodía y contemplar la vasta extensión que se ofrecía ante él. Con el índice mostró a su esposa una hilera de cipreses que rodeaba la finca de Roger Mariani, que había hecho fortuna con el vino y la crianza de cerdos. Desde el camino no se veía ni la casa del dueño ni la extensión de los viñedos. Pero a Mathilde no le costaba imaginar la riqueza de aquel campesino que la llenaba de esperanza sobre su propia futura fortuna. El paisaje, de una belleza serena, le sugirió un grabado que colgaba de la pared, junto al piano, en casa de su profesor de música en Mulhouse. Recordó las explicaciones que le había dado sobre la lámina: «Es la Toscana, señorita, quizá algún día vaya usted a Italia».
La mula se detuvo a pacer la hierba que crecía en el borde del camino. No parecía dispuesta a subir la cuesta que se erguía ante ellos, cubierta de grandes pedruscos blancos. Furioso, el cochero se incorporó y colmó a la bestia de insultos y de golpes. Mathilde sintió las lágrimas asomarle a los ojos. Intentó contener el llanto y se acurrucó contra su marido, que pensó que ese gesto de ternura estaba fuera de lugar.
«—¿Qué te pasa? —le preguntó él.
—Dile que deje de golpear a esa pobre mula.»
Mathilde posó su mano sobre el hombro del gitano y se quedó mirándolo, como un niño que intentara calmar a un adulto furioso. Pero el cochero aumentó su violencia. Lanzó un escupitajo al suelo, levantó el brazo y dijo: «¿Tú también quieres probar el látigo?».
El humor cambió y el paisaje, también. Llegaron a lo alto de la colina, cuyos flancos yermos carecían de todo: ni flores, ni cipreses, apenas algunos olivos que sobrevivían en mitad del roquedal. Aquella colina desprendía una sensación de esterilidad. Eso ya no era la Toscana, pensó Mathilde, sino el Lejano Oeste de los vaqueros. Se bajaron de la carreta y caminaron hasta una casucha blanca sin ningún encanto, cuyo tejado consistía en una vulgar lámina de hojalata. No era una casa, sino una breve sucesión de pequeños cuartuchos, sombríos y húmedos. La única ventana, situada en lo alto para protegerse de la invasión de alimañas, dejaba penetrar una luz tenue. En las paredes, Mathilde observó unos anchos cercos verdosos provocados por las últimas lluvias. El anterior inquilino vivía solo, pues su mujer había regresado a Nimes, tras haber perdido a un hijo, y jamás se le ocurrió convertir esa casa en un lugar cálido y acogedor para una familia. Mathilde, a pesar de la tibieza del clima, se sintió helada. Los proyectos que su marido le había expuesto la llenaban de desasosiego.
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