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Leila Slimani: El país de los otros

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Leila Slimani El país de los otros

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En 1944, Mathilde, una joven alsaciana, se enamora de Amín Belhach, combatiente marroquí en el ejército francés durante la II Guerra Mundial. Tras la Liberación, el matrimonio viaja a Marruecos y se establece en Meknés, ciudad en la zona del Protectorado de Francia con una importante presencia de militares y colonos. Mientras él intenta acondicionar la finca heredada de su padre, unas tierras ingratas y pedregosas, ella se sentirá muy pronto agobiada por el ambiente rigorista de Marruecos. Sola y aislada en el campo, con su marido y sus dos hijos, padece la desconfianza que inspira como extranjera y la falta de recursos económicos. ¿Dará sus frutos el trabajo abnegado de este matrimonio? Los diez años en los que trascurre la novela coinciden con el auge ineludible de las tensiones y violencia que desembocarán en 1956 en la independencia de Marruecos. Todos los personajes habitan en «el país de los otros»: los colonos, la población autóctona, los militares, los campesinos o los exiliados. Las mujeres, sobre todo, viven en el país de los hombres y deben luchar constantemente por su emancipación.

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Luego, cuando sonaba la llamada a la oración del atardecer, las mujeres disponían sobre el ataifor jarras de leche, huevos duros, tazones de sopa humeante, dátiles que abrían con los dedos para quitarles el hueso. Muilala tenía un detalle para cada cual. Rellenaba regaifas con carne y añadía guindilla a las de su hijo menor al que le gustaba que la lengua le picara. Exprimía naranjas para Amín, pues estaba preocupada por su salud. De pie, en la entrada del salón, esperaba a que los hombres, con el rostro aún arrugado por el sueñecito que se habían echado, distribuyeran el pan en la mesa, pelasen los huevos duros, se acomodaran entre los cojines, para ir ella a la cocina y comer a su vez. Mathilde no entendía nada. Decía: «¡Esto es esclavitud! Se pasa el día cocinando y debe esperar a que los hombres terminéis para ponerse ella a comer. No me lo puedo creer». Se indignaba ante la actitud de Selma, que se reía, sentada en el alfeizar de la ventana de la cocina.

Manifestó su indignación a Amín, y la volvió a repetir con motivo del Aid al-Kebir, fiesta que dio lugar a una pelea terrible. La primera vez, Mathilde se quedó callada, como petrificada ante el espectáculo de los carniceros que llegaban para sacrificar el cordero, con los delantales llenos de sangre. Desde la azotea, observó las callejuelas silenciosas de la medina por las que cruzaban las siluetas de esos verdugos, y luego a chicos yendo y viniendo entre las casas y el horno del barrio. Regueros de sangre caliente corrían a borbotones de casa en casa. Un olor a carne cruda flotaba en el aire, y de unos ganchos de hierro colgaba el pellejo lanudo del animal en las puertas de las viviendas. «Es un día idóneo para cometer un asesinato», pensó. En las azoteas, dominio de las mujeres, reinaba una gran agitación. Cortaban, vaciaban, despellejaban, descuartizaban. En las cocinas, se encerraban para limpiar los despojos, eliminar el olor a heces de las tripas, antes de rellenarlas, coserlas y saltearlas un buen rato en una salsa picante. Había que separar la grasa de la carne, poner a cocer la cabeza del cordero, pues incluso los ojos se los comería el hijo mayor, metiendo el dedo índice en el cráneo, y sacaría los brillantes globos oculares. Cuando ella fue a decirle que esa era una «fiesta de salvajes», «un rito cruel», que la carne cruda y la sangre la asqueaban hasta el punto de vomitar, Amín alzó al cielo sus manos temblorosas y, si se contuvo para no estrellarlas contra la boca de su mujer, fue porque era un día sagrado y debía a Dios mostrarse sosegado y compasivo.

*

Al final de cada carta que escribía a Irène, Mathilde pedía que le enviara libros. Novelas de aventuras, relatos con ambientes que transcurrían en países fríos y lejanos. No le confesó que ya no iba a la librería del centro de la ciudad europea. No soportaba ese barrio de comadres cotillas, esposas de militares y de colonos. Esas calles, de las que guardaba tan malos recuerdos, le provocaban ganas de matar. Un día de septiembre de 1947, estando encinta de siete meses, caminaba por la Avenue de la République, que la mayoría de los meknesíes llamaban la Avenue, a secas. Hacía calor y se le habían hinchado las piernas. Pensó en ir al cine Empire o a sentarse en la terraza de Le Roi de la Bière a refrescarse un poco. Dos mujeres jóvenes la habían agredido verbalmente. La más morena se había echado a reír: «Mira esta. Un moro la ha dejado preñada». Mathilde se dio la vuelta y la agarró por la manga. La mujer se apartó sobresaltada. Si no hubiera tenido esa barriga, si el calor no hubiera sido tan agobiante, la habría perseguido. Le habría dado su merecido. Le habría devuelto los golpes recibidos durante su vida. Insolente, de pequeña; lúbrica, de adolescente; esposa rebelde, hoy. Había recibido bofetadas y humillaciones, padecido la indignación de los que querían hacer de ella una mujer respetable. Aquellas dos desconocidas habrían pagado por la vida de sumisión que soportaba.

Por muy extraño que resultara, Mathilde jamás pensó que Irène o Georges no la creerían y aún menos que pudieran ir algún día a Marruecos a hacerle una visita. Cuando se instaló en la finca, en la primavera de 1949, se sintió libre para mentir sobre la vida de esposa de gran terrateniente que llevaba. No confesó que echaba de menos la agitación de la medina, que la promiscuidad, que antes maldecía, ahora le parecía un destino envidiable. A menudo escribía: «Me habría gustado que me vieras», sin medir que ese deseo encerraba su inmensa soledad. Se entristecía por todas esas novedades que no interesaban a nadie más que a ella, por su existencia sin espectadores. ¿Qué interés tiene vivir si no es para ser vista?, pensaba.

Acababa sus cartas con «os quiero», «os echo de menos», aunque nunca manifestaba la nostalgia que sentía. No cedió a la tentación de confesarles que el vuelo de las cigüeñas, que llegaban a Meknés a principios del invierno, le producía una intensa melancolía. Ni su marido ni la gente de la finca compartían su amor por los animales y, un día, al evocar el recuerdo de Minet, el gato de su infancia, ante su marido, este alzó la vista al cielo ante semejante cursilería. Ella recogía a los gatos, los domesticaba dándoles pan mojado en leche, y, cuando las mujeres bereberes se la quedaban mirando al considerar que malgastaba ese alimento en los animales, pensaba: «Deben recuperar el amor perdido, a ellos les ha faltado tanto».

¿Con qué objeto decir la verdad a Irène? ¿Contarle que trabajaba, un día tras otro, como una loca, como una iluminada, con su bebé de dos años a la espalda? ¿Qué poesía podía extraer de esas largas noches que pasaba pinchándose los dedos con la aguja de coser los vestiditos a Aicha para que parecieran nuevos? A la luz de las velas, repugnada por el olor a cera de mala calidad, recortaba patrones de viejas revistas y, con una devoción admirable, tricotaba braguitas de lana para su hija. Durante aquel caluroso mes de agosto, se sentó en el suelo de cemento, vestida solo con una combinación, y en un bello tejido de algodón le confeccionó un vestido. Nadie notó lo bonito que le había quedado, el detalle del fruncido, el lazo encima de los bolsillos, el forro rojo que realzaba la prenda. La indiferencia de la gente ante la belleza de las cosas la mataba.

Amín aparecía poco en sus relatos. Su marido era un personaje secundario alrededor del cual planeaba una atmósfera opaca. Quería dar la impresión a Irène de que su historia de amor era tan ardiente que le resultaba imposible compartirla o ponerle palabras. Su silencio sugería insinuaciones lúbricas; sus omisiones, pudor o incluso delicadeza. Pues Irène, que se había enamorado y se había casado justo antes de la guerra con un alemán, físicamente deforme por una escoliosis, había enviudado a los tres meses. Cuando Amín llegó al pueblo, ella observaba, con unos ojos que desbordaban de envidia, a su hermana temblar bajo las manos del africano, a la pequeña Mathilde con el cuello cubierto de chupetones oscuros.

¿Cómo reconocer que el hombre que había conocido durante la guerra ya no era el mismo? Bajo el peso de los disgustos y las humillaciones, él había cambiado, se había ensombrecido. ¡Cuántas veces Mathilde había notado, al caminar del brazo de él, la mirada acerada de las personas con quienes se cruzaban! Ahora, el contacto de su piel la quemaba, le resultaba desagradable, y no podía evitar darse cuenta, con una especie de asco, de lo extraño que le parecía su marido. Se decía a sí misma que se necesitaba mucho amor, más del que ella era capaz de sentir, para resistir el desprecio de la gente. Se necesitaba un amor sólido, inmenso, inquebrantable, para soportar la vergüenza cuando los franceses lo tuteaban o la policía le pedía la documentación, y se disculpaban al observar sus medallas bélicas o su perfecto dominio de la lengua francesa. «Es que usted, querido amigo, es distinto.» Y él sonreía. En público, pretendía que no tenía problema alguno con Francia, puesto que estuvo a punto de morir por ella. Pero en cuanto se quedaban solos, se encerraba en el silencio y rumiaba su vergüenza por haber sido un cobarde y haber traicionado a su pueblo. Entraba en la casa, abría los armarios y tiraba al suelo todo lo que pillaba. Mathilde también podía estallar, y, un día, en medio de una pelea en la que él gritaba «¡Cállate de una vez, me avergüenzo de ti!», ella abrió la nevera, cogió un cuenco de melocotones maduros con los que iba a hacer una mermelada y tiró la fruta pasada a la cara de Amín, sin darse cuenta de que Aicha los observaba, asombrada ante la imagen de su padre, con el pelo y el cuello chorreando de jugo.

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