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Leila Slimani: Canción dulce

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Leila Slimani Canción dulce

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Myriam, madre de dos niños, decide reemprender su actividad laboral en un bufete de abogados a pesar de las reticencias de su marido. Tras un minucioso proceso de selección para encontrar una niñera, se deciden por Louise, que rápidamente conquista el corazón de los niños y se convierte en una figura imprescindible en el hogar. Pero poco a poco la trampa de la interdependencia va a convertirse en un drama. Con un estilo directo, incisivo y tenebroso en ocasiones, Leila Slimani despliega un inquietante thriller donde, a través de los personajes, se nos revelan los problemas de la sociedad actual, con su concepción del amor y de la educación, del sometimiento y del dinero, de los prejuicios de clase y culturales. Canción dulce ganó el Premio Goncourt 2016.

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«Es aquí.» Pascal le dio un beso en la mejilla. Dijo: «Me ha encantado verte», y entró en el edificio. El ruido de la pesada puerta azul al cerrarse sobresaltó a Myriam. Se puso a rezar en silencio. Allí mismo. Estaba tan desesperada que se habría sentado en el suelo y echado a llorar. Se habría enganchado a las piernas de Pascal, le habría suplicado que la llevara con él, que le diera una oportunidad. Llegó a casa agotada. Se quedó observando cómo Mila jugaba tranquilamente. Bañó al bebé, diciéndose que esa felicidad, sencilla, muda, carcelaria, no bastaba para consolarla. Pascal debió de burlarse de ella. Quizá incluso telefoneó a algunos antiguos compañeros de la facultad para contarles la vida patética de Myriam que «ya no se parece a nada» y que «no ha tenido la carrera que uno hubiera esperado de ella».

Se pasó toda la noche imaginando unas conversaciones que la atormentaban por dentro. Al día siguiente, apenas salida de la ducha, oyó el sonido de un SMS. «No sé si has pensado en volver a la abogacía. Si te interesa, podemos hablarlo.» Por poco se pone a gritar de la alegría. Empezó a brincar por la casa y besó a Mila que decía: «¿Qué pasa, mamá, por qué te ríes?». Después, Myriam se preguntó si Pascal habría notado lo desesperada que estaba o si, sencillamente, consideró una bendición llovida del cielo su encuentro con Myriam Charfa, la estudiante más seria que jamás había conocido. Quizá también pensó en lo afortunado que era de poder contratar a alguien como ella, y encarrilarla de nuevo hacia las salas de audiencia.

Myriam se lo comentó a Paul, y su reacción la decepcionó. Él se encogió de hombros. «No sabía que querías trabajar.» Ella se enfadó mucho, de un modo desproporcionado. La conversación se agrió enseguida. Ella lo trató de egoísta. Él, de incoherente. «Vas a trabajar. Me parece bien. ¿Y qué hacemos con los niños?» Esbozó una risita burlona, como ridiculizando sus ambiciones, y ello reforzó su sensación de estar encerrada a cal y canto en aquella casa.

Una vez que se hubieron sosegado, ambos estudiaron pacientemente las opciones posibles. Era ya finales de enero: inútil pensar en encontrar plaza en un parvulario o en una guardería. No conocían a nadie en el Ayuntamiento. Y si ella se ponía a trabajar, estaría en la escala de salarios menos ajustada a la realidad: demasiado ricos para acceder por vía de urgencia a una ayuda y demasiado pobres para que el sueldo de una niñera no representara un sacrificio. Fue esa la opción que eligieron al final, después de que él afirmara: «Sumando las horas extra, la niñera y tú ganaréis casi lo mismo. Pero en fin, si crees que con ello te sentirás más realizada…». De aquella conversación ella conserva un gusto amargo. Se quedó resentida hacia Paul.

Quiso hacer las cosas bien. Para estar segura, se dirigió a una agencia de servicio doméstico que acababa de abrir en el barrio. Una oficina pequeña, decorada con sencillez, llevada por dos treintañeras. El escaparate, de un azul celeste, estaba adornado con estrellitas y pequeños camellos dorados. Myriam tocó el timbre. A través del cristal, la dueña la miró de arriba abajo. Se levantó despacio y asomó la cabeza por la puerta entreabierta:

«—¿Sí?

—Buenas.

—Si viene a inscribirse, necesitamos un expediente completo: su currículum y referencias firmadas por las señoras con las que ha trabajado.

—No vengo para eso. Estoy buscando una niñera para mis hijos».

El rostro de la joven cambió por completo. Parecía alegrarse al ver a una clienta entrar por la puerta, y a su vez estaba violenta por haberla tomado por lo que no era. ¿Quién hubiera pensado que aquella mujer agotada, con ese pelo enmarañado y crespo, fuera la madre de esa niñita tan mona que lloriqueaba en la acera?

La encargada abrió un enorme catálogo sobre el que se inclinó Myriam. «Siéntese», le propuso. Decenas de fotografías de mujeres, en su mayoría africanas o filipinas, pasaban ante sus ojos. Mila decía divertida: «Esta es fea, ¿verdad?». Su madre la reprendía, y con el corazón encogido regresaba a aquellos retratos borrosos o mal enfocados. Ni una mujer sonriente.

Le asqueaba la encargada. Su hipocresía, la cara redonda y enrojecida, el fular raído alrededor del cuello. Y ese racismo que había mostrado al principio. Todo le daba ganas de salir huyendo de allí. Se despidió con un apretón de manos. Prometió que lo hablaría con su marido, y no volvió jamás. En lugar de ello, colgó un anuncio en las tiendas del barrio. Aconsejada por una amiga, inundó los sitios de Internet con más anuncios indicando URGENTE. Al cabo de una semana, habían recibido seis llamadas.

Espera a la niñera como se espera al Salvador, aunque le aterroriza la idea de dejar a sus hijos. Sabe todo sobre ellos y desearía mantener secreto ese saber. Conoce sus gustos, sus manías. Adivina enseguida que están tristes o que se van a poner malitos. Siempre ha estado pendiente de ellos, convencida de que nadie mejor que ella podría protegerlos.

Desde que nacieron, siente miedo de cualquier cosa. Miedo de que se mueran, sobre todo. Nunca habla de ello, ni con sus amigos ni con Paul, aunque sabe que ellos también lo han pensado. Está segura de que, como ella, alguna vez se han quedado mirando a sus hijos mientras duermen, preguntándose qué pasaría si sus cuerpecitos fuesen cadáveres, y los ojos cerrados los tuvieran para siempre. Es superior a sus fuerzas. Unos escenarios atroces se alzan ante ella, los aleja de un movimiento de cabeza y recita oraciones, tocando madera o la manita de Fátima que cuelga de su cuello, heredada de su madre. Para alejar el mal de ojo, la enfermedad, los accidentes, los apetitos perversos de los depredadores. Sueña por la noche que los pierde de pronto, en medio de una muchedumbre indiferente. Grita: «¿Dónde están mis hijos?». Y la gente se echa a reír. Se creen que está chiflada.

«Se está retrasando. Mala señal.» Paul se impacienta. Se acerca a la puerta de entrada y observa por la mirilla. Son las dos y cuarto de la tarde, y la primera candidata, una filipina, no ha llegado aún.

A la dos y veinte, Gigi toca sin mucha energía a la puerta. Myriam va a abrirle. Observa enseguida que la mujer tiene unos pies pequeñísimos. A pesar del frío, lleva unas zapatillas de lona y unos calcetines blancos con un volante en el tobillo. Con casi cincuenta años, tiene pies de niña. Elegante, peinada con una trenza que le cae por la espalda. Paul le comenta con sequedad su retraso y Gigi, cabizbaja, murmura unas palabras de disculpa. Se expresa muy mal en francés. Paul inicia sin gran convencimiento una entrevista en inglés. Gigi habla de su experiencia. De los hijos que ha dejado en su tierra, del pequeño al que lleva diez años sin ver. Él no la piensa contratar. Le hace unas cuantas preguntas justo para salir del paso y a las dos y media la acompaña a la puerta. «La llamaremos. Thank you

Llega después Grace, una marfileña sonriente y sin papeles. Carolina, una rubia obesa con el pelo sucio, que durante toda la entrevista se queja del dolor de espalda y de sus problemas de circulación. Malika, una marroquí de cierta edad, que insiste en su experiencia de veinte años en el oficio y en lo que le gustan los niños. Myriam le ha dejado claro a Paul que no quiere contratar a una magrebí para cuidar de sus hijos. «No estaría mal», intenta convencerla él. «Les hablaría en árabe, puesto que tú no quieres hacerlo.» Pero ella se niega rotundamente. Teme que se establezca una complicidad tácita, un exceso de familiaridad entre ellas. Que la otra le haga comentarios en árabe. Le cuente su vida y en poco tiempo le pida mil cosas en nombre del idioma y la religión que las une. Siempre ha desconfiado de lo que ella llama la solidaridad entre inmigrantes.

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