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Leila Slimani: Canción dulce

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Leila Slimani Canción dulce

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Myriam, madre de dos niños, decide reemprender su actividad laboral en un bufete de abogados a pesar de las reticencias de su marido. Tras un minucioso proceso de selección para encontrar una niñera, se deciden por Louise, que rápidamente conquista el corazón de los niños y se convierte en una figura imprescindible en el hogar. Pero poco a poco la trampa de la interdependencia va a convertirse en un drama. Con un estilo directo, incisivo y tenebroso en ocasiones, Leila Slimani despliega un inquietante thriller donde, a través de los personajes, se nos revelan los problemas de la sociedad actual, con su concepción del amor y de la educación, del sometimiento y del dinero, de los prejuicios de clase y culturales. Canción dulce ganó el Premio Goncourt 2016.

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El primer día, Myriam le da algunas consignas. Le enseña cómo funcionan los aparatos. Insiste, mientras le muestra los objetos o alguna prenda de vestir: «Tenga cuidado con esto. Le tengo mucho aprecio». Le advierte especialmente sobre la colección de discos de vinilo de Paul, que los niños no deben tocar. La niñera asiente, muda y dócil. Observa cada cosa con el aplomo de un general ante una tierra que se dispone a conquistar.

Durante las semanas siguientes a su llegada, convirtió esta casa desordenada en un perfecto interior burgués. Impuso sus anticuados modales, su gusto por la perfección. Myriam y Paul no se lo pueden creer. Cose los botones de las chaquetas que llevan meses sin usar por pereza de buscar el costurero. Repasa los dobladillos de faldas y pantalones. Zurce la ropa de Mila que Myriam pensaba tirar sin más. Lava los visillos oscurecidos por el tabaco y el polvo. Cambia las sábanas una vez por semana. Myriam y Paul no caben en sí de gozo. Este le dice sonriente a Louise que tiene un parecido con Mary Poppins. No está muy seguro de que haya entendido el piropo.

Por la noche, el matrimonio, con la sensación de frescor de las sábanas limpias, ríe, incrédulo de su nueva vida. Como si hubieran encontrado un mirlo blanco o les hubieran echado una bendición. Evidentemente, el salario de Louise pesa en el presupuesto familiar, pero Paul ha dejado de quejarse. En pocas semanas, la presencia de la niñera se ha vuelto indispensable.

Cuando Myriam llega a casa del trabajo, a última hora de la tarde, se encuentra la cena lista. A los niños, tranquilos y peinaditos. Louise suscita y satisface las fantasías de la familia ideal, y Myriam se avergüenza de alimentarlas. Ha enseñado a Mila a ir recogiendo lo que desordena y, ante la mirada asombrada de los padres, la niña cuelga su abrigo en el perchero.

Los trastos inútiles han desaparecido. Con Louise, nada se acumula, ni la ropa ni los cacharros sucios, ni las cartas que uno se olvida de abrir y encuentra de pronto debajo de una revista atrasada. Nada se pudre, nada caduca. Nunca descuida nada. Es meticulosa. Anota todo en una libreta con tapas de florecitas. Los horarios de la clase de danza, de la salida del colegio, de las citas con el pediatra. Anota el nombre de las medicinas que toman los niños, el precio del helado que les compra cuando los lleva al tiovivo y la frase exacta que le ha dicho la maestra de Mila.

Al cabo de unas semanas, ya no duda en cambiar las cosas de sitio. Vacía por completo los armarios, cuelga bolsitas de lavanda entre los abrigos. Coloca flores en los jarrones. Siente una serena satisfacción cuando, Mila ya en el colegio y Adam dormido, se sienta y contempla su tarea. El piso en silencio está íntegramente bajo su yugo, como un enemigo que pide clemencia.

Pero en la cocina es donde realiza las maravillas más extraordinarias. Myriam le confesó que no sabe hacer nada y que no le apetece intentarlo. La niñera prepara unos platos que a Paul le saben a gloria. Los niños los devoran sin rechistar y sin que sea necesario ordenarles que se acaben lo que tienen delante. Myriam y Paul han recuperado la costumbre de invitar a sus amigos, que disfrutan con la blanquette de ternera, el pot-au-feu , el jarrete a la salvia y las verduras crujientes que Louise cocina con tanto amor. Felicitan a Myriam, la cubren de cumplidos, pero ella siempre les confiesa: «Nuestra niñera lo ha hecho todo».

Cuando la niña está en el colegio, Louise sujeta a Adam a su cuerpo con un fular grande. Le gusta sentir sus muslos rellenitos sobre su vientre, la baba que se desliza por su cuello mientras duerme. Canta todo el día para este bebé, se emociona ante su pereza. Le da masajes, se enorgullece de lo rollizo que está, de sus mofletes sonrosados. Por la mañana, el bebé la recibe con gorjeos, echándole los bracitos. Durante las semanas siguientes a su llegada, Adam dio sus primeros pasos. Antes lloraba todas las noches, ahora duerme con un sueño apacible hasta la mañana.

En cambio Mila es más arisca. Es una niña frágil con porte de bailarina. Louise la peina con unos moños tan tirantes que los ojos se le achinan. Entonces se asemeja a una de esas heroínas de la Edad Media, de frente ancha y mirada noble y fría. Es una cría difícil, agotadora. Ante cualquier contrariedad reacciona gritando. Se tira al suelo en plena calle, patalea, se arrastra, se resiste, para humillar a Louise. Cuando esta se agacha e intenta hablar con ella, Mila mira para otro lado. Se pone a contar en voz alta las mariposas del papel de la pared. Se mira en el espejo mientras llora. Esta niña está obsesionada por su propio reflejo. En la calle, se fija continuamente en los escaparates. En varias ocasiones, ha tropezado contra algún poste o con algún obstáculo de la acera por estar distraída contemplándose a sí misma.

Mila es lista. Sabe que la gente vigila y que Louise se puede avergonzar. La niñera cede con más facilidad cuando hay público delante. Tiene que dar un rodeo para no pasar frente a la juguetería de la avenida, pues la niña lanza unos gritos estridentes ante el escaparate. Camino del colegio, Mila arrastra los pies. Roba una frambuesa del puesto de una frutería. Se sube a los salientes de las tiendas, se esconde en los portales y sale corriendo a toda velocidad. Louise trata de correr tras ella, empujando el cochecito del bebé, grita el nombre de la niña y esta solo se detiene al llegar a la esquina. A veces, Mila se arrepiente. Se preocupa por la palidez de Louise y los sustos que le hace pasar. Se acerca a ella, zalamera, mimosa, para que la perdone. Se agarra a sus piernas. Llora y reclama su afecto.

Lentamente, Louise se conquista a la niña. Día tras día, le cuenta cuentos con los mismos personajes. Huerfanitos, niñas que se pierden, princesas prisioneras y castillos abandonados, habitados por unos ogros terribles. Una fauna extraña, hecha de pájaros con picos deformes, osos con una sola pata y unicornios melancólicos, puebla los paisajes de Louise. La niña se queda callada, a su lado, atenta, impaciente. Exige que vuelvan esos personajes. ¿De dónde vienen esos cuentos? Emanan de ella, en un continuo tropel, sin que lo piense, sin el menor esfuerzo de memoria o de imaginación. ¿De qué lago negro, de qué frondoso bosque ha extraído esos cuentos crueles en los que los buenos mueren al final, no sin antes haber salvado el mundo?

Siempre que oye abrirse la puerta del despacho por las mañanas, Myriam se siente contrariada. Hacia las nueve y media van llegando sus compañeros. Se sirven un café, los teléfonos empiezan a sonar frenéticamente, el parqué cruje, se ha roto la calma.

Myriam llega a la oficina a las 8. La primera. Solo enciende la lámpara de su mesa. Bajo ese halo de luz, en un silencio monacal, recupera la concentración de sus años de estudiante. Se olvida de todo y se sumerge con placer en el examen de los expedientes. A veces camina por el pasillo oscuro, con un papel en la mano, hablando sola. Fuma un pitillo en el balcón mientras se toma un café.

El día que empezó a trabajar de nuevo, se despertó al alba, llena de una excitación infantil. Se puso una falda nueva, tacones, y Louise exclamó: «Está usted guapísima». Despidiéndola en la puerta, con Adam en sus brazos, la niñera empujo hacia la salida a la señora de la casa. «No se preocupe por nosotros —insistió—. Por aquí, todo irá bien.»

Pascal recibió a Myriam con afecto. Le asignó el despacho que comunica con el suyo por una puerta que a menudo dejan entreabierta. Apenas dos o tres semanas después de su llegada, Pascal le atribuyó unas responsabilidades a las que los colaboradores experimentados nunca pudieron aspirar. Al cabo de unos meses, trata ella sola los asuntos de una decena de clientes. Pascal la alienta a hacerse con el oficio y a dejar que brote su potencial de trabajo, que él sabe que es inmenso. Ella nunca dice que no. No rechaza ninguno de los expedientes que le encarga, nunca se queja por quedarse hasta tan tarde. Pascal le dice a menudo: «Eres perfecta». Durante varios meses se sumerge en unos casos de poca monta. Defiende a miserables traficantes de droga, a perturbados mentales, a un exhibicionista, a atracadores sin talento, a alcohólicos detenidos al volante. Trata asuntos de deudas, fraudes con las tarjetas de crédito, usurpaciones de identidad.

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