Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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Esperaba no tener que lidiar con los medios tan pronto. Confiaba en que Guijarro mantuviese a raya las filtraciones que se pudieran dar desde dentro. No sería la primera vez que un periodista ofrece una suculenta cantidad de dinero para que un policía le otorgue información confidencial que sería portada al día siguiente. Aquello siempre complicaba las cosas. El asesino podía leer los periódicos y ello le proporcionaba ventaja para esconderse, para escapar; incluso para volver a actuar.

—¿Sabemos el nombre de la víctima? —preguntó Carbonell expulsando el humo del cigarro.

—Pensé que no me lo preguntarías nunca —contestó la inspectora—. Aitana de Marcos.

9

Bilbao, septiembre 2016

En la clase cabían unos cien alumnos y apenas quedaban una decena de sitios libres. Melissa pudo comprobar de primera mano el éxito de asistencia que tenía la clase de Historia de la Filosofía, corroborando de esta forma la información que Sofía, sentada a su lado, le había dado hace un momento: «La imparte uno de los mejores profesores». Un pasillo central separaba dos módulos de pupitres colocados en hileras de seis asientos cada una. La zona del profesor estaba alzada por una tarima, sobre la que reposaba una mesa de madera y la pizarra detrás de ella. En el aula se escuchaba un murmullo constante de voces, teclados y libros que cesó de inmediato con la entrada del profesor, que, de un ágil salto, subió a la tarima sin necesidad de usar los pequeños escalones colocados al uso.

Vestía unos tejanos ajustados con calzado deportivo y una camisa negra sport remangada hasta medio antebrazo. El pelo oscuro, rizado en la parte superior y cortado a máquina por los laterales se juntaba con una débil barba, estudiadamente descuidada, que le poblaba el mentón y acentuaba sus pómulos.

—¡Buenos días! Soy el profesor Ganiz García y sé lo que estaréis pensando: «¿García?». Efectivamente, nací en el centro de Bilbao y me apellido García que, por si no lo sabéis, es el apellido más común en el País Vasco y la aldea que lo rodea llamada España.

Las carcajadas resonaron por todo el aula y los alumnos se miraban entre ellos, divertidos. La inofensiva broma había conseguido captar la atención de todos ellos de un zarpazo y volvían a fijar sus miradas en él.

—Como tengo treinta y ocho años y espíritu joven, me podéis llamar Ganiz. Nada de profesor García, señor García o demás formalismos vetustos.

Se atusó el pelo con la mano y echó una ojeada a los asistentes.

—Veo que esto está hasta los topes… Por cierto, Ganiz significa ‘Dios es misericordioso’. Que es lo que vosotros queréis que sea a la hora de corregir vuestros exámenes. Pero lamento deciros que no soy Dios.

Las risas volvieron a inundar la clase. La mirada cómplice entre Melissa y Sofía auguraba un curso y, sobre todo, una asignatura prometedores. Melissa recordó que no tuvo ningún profesor con el talante de Ganiz en su primer año de universidad. La mayoría de sus docentes habían sido muy comprometidos con la materia de la asignatura, pero lineales y poco audaces a la hora de impartirla. El modus operandi de un profesor a la hora de transmitir su sabiduría sobre una materia concreta, incide directamente con la motivación que generará en el alumno por recibirla. Esta era una de las máximas que Melissa tenía anotada en su rincón inconformista y revolucionario, tras haber tenido que ser protagonista de clases presididas por docentes acodados a la mesa, leyendo con voz adormilada el manual que ellos mismos redactaron en sus enterrados años entusiastas.

Un trimestre le había sido suficiente para unirse voluntariamente al Consejo de Estudiantes de la facultad y así, desde dentro, intentar prender la llama de una pequeña revolución educativa que se sustentara en el dinamismo y la juventud formativa. La inmensa mayoría de profesores, catedráticos y maestros universitarios, superaban el medio siglo de edad y, acomodados en un turgente colchón salarial y unas condiciones funcionariales envidiables, estaban anclados en una docencia pragmática, más habitual del siglo pasado que alejaba, de esta forma, las ilusiones del alumnado por aprender y, en el peor de los casos, por seguir estudiando.

Ganiz representaba todo aquello por lo que Melissa luchó en su primer año de facultad dentro del Consejo de Estudiantes: la juventud, la novedad y la transformación encarnadas en un profesor preocupado no solo por el mensaje, sino también por el canal para transmitirlo.

—A lo largo del curso estudiaremos diferentes filósofos y pensadores —continuó el profesor—. Platón, Sócrates o Descartes son algunos ejemplos. Ellos eran los instagrammers de la época a los que todo el mundo seguía, no por ser más guapos o hacer las mejores fotos a ensaladas, sino por ser los más sabios.

Con rostro audaz y enarcando las cejas, Ganiz hizo una breve pausa para que el auditorio reflexionase sobre el último comentario.

—Las clases van a ser participativas, no me gustan los monólogos. Así que iré soltando preguntas al aire.

Hizo una pausa, mirando al tendido.

—Va, a ver quién se atreve. ¿Qué es la felicidad?

La pregunta soltada a cañonazo cogió a traspiés la guardia de los alumnos, que entre ellos se miraban confusos, preguntándose si realmente debían contestar o simplemente era un ejemplo. Tras unos segundos de silencio y observar que el profesor aguardaba, se escucharon varias respuestas.

—Un estado de alegría —vociferaron desde el fondo.

—Una emoción positiva —se escuchó en primera fila.

—Todo aquello que se aleje de la muerte —contestó un chico con una gorra roja y chaqueta tejana.

Ganiz, en actitud pensativa, se puso el dedo índice de su mano derecha paralelo al labio superior, apoyando el resto de sus dedos en la barbilla. Con pasos lentos, caminaba por la tarima.

—¿Consideramos la muerte como negativo, entonces?

El chico se levantó ligeramente la visera de la gorra.

—Claro. La muerte produce dolor a los allegados del fallecido.

El profesor asintió levemente con la cabeza. Casi imperceptible.

—Supongamos que tienes un allegado, como tú dices. Un familiar directo, un padre o un hermano. Lleva cinco años en estado vegetativo. Únicamente las máquinas lo mantienen con vida. No habla, no camina, no puede ir al cine o salir a cenar. No siente un beso, una caricia. Es completamente dependiente. Y llega el día en el que fallece. ¿En esa muerte hay algo, aunque sea mínimo, de felicidad en tu interior?

El chico mostró una mueca sarcástica en sus labios y con su falta de respuesta reconoció la derrota.

Un murmullo incómodo sobrevolaba el aula, a la cual había descolocado esta situación repentina. Melissa levantó la mano y sin esperar turno soltó:

—El placer.

Ganiz observó a Melissa con ojos de quien descubre una serendipia. La sonrisa cómplice que le dirigió demostraba agrado en esa respuesta.

—¿Cuál es tu nombre?

—Melissa —contestó sonrojada.

—Me gusta la contestación de Melissa. —Ganiz caminaba por la tarima con pasos cortos—. En cada momento de placer existe algo de felicidad. Al degustar una comida sentimos placer, al obtener un logro personal o ver una buena película también sentimos placer y, en ese momento, somos felices. Lo que motiva al individuo es la búsqueda de placer y su interés. ¿Cuántos de vosotros habéis sentido placer con el sexo? Me atrevería a decir, sin miedo a equivocarme, que todos. El sexo es placer culminado en su momento más álgido por el orgasmo, que provoca la liberación de endorfinas, las hormonas causantes de la felicidad. Ahora bien, ¿siempre hay que buscar el placer para ser felices?

La cuestión obtuvo respuestas afirmativas rápidamente, casi al unísono, de la mayor parte de la clase.

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