—¡No siempre! —gritó Melissa para que su voz sonara por encima del resto.
Ganiz sonrió de nuevo.
—Ilumínanos, Melissa.
—Bueno, eh, siguiendo con el ejemplo del sexo, no deberías aceptar el sexo si es con una persona diferente a tu pareja. No te producirá el placer deseado.
—Mejor dicho, sí te lo producirá en el momento — completó Ganiz—, pero en el futuro el dolor será mayor: la ruptura con tu pareja. La búsqueda del placer debe estar arbitrada por el razonamiento, por la razón, y debe ser esta la que nos diga si debemos aceptar el placer inmediato. Pongamos por caso: mis amigos me han propuesto ir a tomar unas cervezas, pero al día siguiente tengo un examen. En ese caso, la razón me dirá que debo rechazar el placer inmediato porque su consecuencia será peor: el suspenso en el examen. Por tanto, ahí no debo buscar el placer, debo rechazarlo.
La clase se quedó en silencio. Como si intentara digerir aquello.
—Lo que os acabo de exponer son las principales características del pensamiento hedonista de Epicuro en el siglo iv antes de Cristo. «Debemos meditar sobre las cosas que nos aportan felicidad, porque, si disfrutamos de ella, lo tenemos todo y, si nos falta, hacemos todo lo posible por obtenerla» —recitó el profesor —. Para él, la felicidad es la cuestión básica que persigue cualquier ser humano. Su pensamiento fue objeto de duras críticas en la época y solo tras el Renacimiento tuvo mejor acogida para llegar a ser fundamental en nuestros días.
»Hoy por hoy cualquiera de nosotros somos incesantes cazadores de pequeños momentos de felicidad: un like en Facebook, más seguidores en Instagram, un match en Tinder. No obstante, el descontrol en esa búsqueda constante de microplaceres nos asoma peligrosamente a las adicciones. Es por ello que Epicuro nos dice que usemos una de las mejores cualidades que posee el hombre: el conocimiento, pues el conocimiento no sirve para nada si no ayuda al hombre a ser feliz.
Ganiz esbozó una sonrisa al instante que sonaba el timbre que anunciaba el final de la clase.
Para Melissa, como para el resto de los compañeros, no había pasado desapercibido el hecho de haber aprendido algo casi sin darse cuenta. La clase se había inmerso en un coloquio, apoyado en preguntas aparentemente banales, que conducían inexorables al fin último, que no era otro que la explicación del pensamiento hedonista de uno de los filósofos más importantes de la historia.
Mientras recogía sus apuntes, pensaba en lo mucho que le había gustado la clase. La forma de conducirla, el profesor, los ejemplos. Tras esa escasa hora sentada en el pupitre, algo en su interior había hecho un clic, y se veía reflejada en ese espejo hedonista que buscaba la felicidad en la nueva etapa que había emprendido.
Pensó en sus antiguos compañeros del Consejo de Estudiantes y lo mucho que les hubiera gustado asistir a esta clase.
Se disponía a salir cuando una voz gritó su nombre. Al girarse, vio a Ganiz sentado en la mesa con la mano levantada.
Melissa se señaló a sí misma con el dedo, confusa, y se dirigió a él.
—Melissa, me han sorprendido gratamente tus aportaciones en clase —dijo el profesor.
Los escasos cincuenta centímetros que separaban a la alumna del profesor hacían patente la descuidada barba de este, que, unida al mechón rizado que caía por su frente y a la seguridad profesional, le otorgaban un atractivo innato del que Melissa no se había percatado hasta ese momento.
—Gracias —musitó con voz débil.
—Me gustaría que te unieras al seminario que imparto los martes después de las clases. Está dirigido a alumnos con inquietudes que quieran profundizar en la materia, y creo que tú reúnes las aptitudes.
—Ah, claro. Sí, sí, por supuesto. Muchas gracias.
—Espero verte allí —dijo el profesor con una sonrisa mientras con dos dedos le deslizaba una tarjeta.
Melissa la cogió y esperó a salir de clase para leerla. En ella estaba inscrito el nombre del seminario, el horario, el teléfono y el profesor que lo impartía: Ganiz García.
10
Barcelona, octubre 2019
—Hablaré yo. Quédate con lo importante.
Julián Pedraza asintió con la cabeza mientras giraba el volante para embocar Vía Layetana dirección al muelle. A pesar de sus veintiocho años, era el hombre de confianza de la inspectora Guijarro. Solo en los casos que ella decidía le dejaba tomar la palabra. Y los delitos de sangre no eran uno de ellos. Ambos lo sabían, pero Lucía Guijarro no era de las que daban las cosas por sentado y las órdenes, pensaba, por reiteradas que fuesen, ayudaban a acotar el margen del error.
El corte de pelo militar de Pedraza dejaba al descubierto las venas de sus sienes. Esta vez vestía de paisano con una sudadera oscura con capucha, camiseta interior blanca y unos tejanos que sostenían oculta la pistola en su cintura. Gracias a un físico envidiable, sus casi ciento noventa centímetros de altura y su extrema diligencia en el trabajo, Julián no solo había obtenido los mejores resultados en las pruebas de acceso al cuerpo de policía, sino que había logrado ganarse la confianza de la inspectora. Algo nada fácil. No obstante, Lucía se esforzaba diariamente por redimir cualquier mínima deferencia con el chaval, y los refuerzos positivos que le otorgaba se reducían a una ligera palmada en la espalda o un silencio, acompañado de un inapreciable mohín en los labios. Esa era la educación que ella había recibido y que le había ayudado a alcanzar el puesto de inspectora del cuerpo de Policía en un empleo y ámbito laboral tutelado por hombres. Los primeros días en la oficina como inspectora, los tuvo que conciliar con ser el blanco de vulgares miradas de reproche y comentarios con sucintas pinceladas machistas. Un martes a la hora del desayuno agarró por los testículos a uno de los autores delante de todo el cuerpo y, desde entonces, se esfumaron las dudas.
El mar Mediterráneo se vislumbraba a través de la luna delantera del coche oficial. Este torció a la derecha para tomar el paseo Colón, que era un hormiguero de personas de todas nacionalidades y razas transitando por el barrio Gótico. Medio centenar de manteros ofrecían descarados sus ilícitas mercancías a los turistas que paseaban por su lado y que con desdén despreciaban. Pocos se agachaban a inspeccionar el género, que seguramente la noche anterior había sido introducido por el puerto que tenían a sus espaldas procedente de países asiáticos. Julián se los quedó mirando con resignación a través de la ventanilla del coche, sintiendo una punzada de inconformidad en su interior.
El clima inducía a confusión y por las calles camisetas de tirantes se reñían con chaquetas y gabardinas. Era algo común en la Ciudad Condal, sobre todo, en las estaciones de primavera y otoño.
—Es ahí —señaló Guijarro.
Julián aparcó el coche en un camino de tierra que daba acceso a la casa. Volver al escenario del crimen produjo a Lucía un escalofrío que disimuló, profesional, abrochándose la chaqueta. La valla que cercaba el recinto estaba abierta como si ella misma hubiera despejado el camino al esperar visita. Las deportivas que calzaban los dos policías resonaban en la gravilla a cada paso que daban, como si estuvieran pisando los cereales del desayuno.
El juez De Marcos los aguardaba sentado en una mesa redonda de acero, con tres vasos de agua sobre ella, situada debajo del porche. Con un ademán distraído, los invitó a sentarse. La inspectora lo miró a los ojos para agradecerle la invitación, y vio una mirada inerte, absorbida por el dolor de quien ha perdido a una hija. Una mirada que no miraba.
La inspectora sabía que estos momentos eran los más desagradecidos de su trabajo y que ninguna formación, ninguna prueba, ninguna terapia te preparaba lo suficiente como para afrontar con la frialdad necesaria el interrogatorio de alguien que acaba de perder a un ser querido. Una persona a la cual la ira, la demencia o la venganza de un insensato le ha desarbolado de un cañonazo el mástil que sostiene una de las velas que empuja su vida, la cual ahora navega a la deriva. A pesar de ello, por suerte o por desgracia, Lucía se había tenido que enfrentar asiduamente a situaciones como aquella, y para lo que no te prepara lo suficiente un libro, te instruye la experiencia. A manotazos.
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