Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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El semblante de Melissa se tornó glacial.

El cuerpo de su madre se contoneaba apresado por unos brazos masculinos, rudos, que la envolvían con deseo bajo unas sábanas blancas, que se deslizaron por la espalda de la mujer, dejando al desnudo sus pechos. La silueta de los dos cuerpos se recortaba a la luz de unas velas, cuyas llamas bailaban al compás de los movimientos pélvicos de ella, provocando gestos de excitación en la figura masculina. Melissa veía cómo sus manos acariciaban los pechos de su madre con amarga dulzura. Unas manos que no eran las de su padre.

La expresión en el rostro de la niña sería imposible de ser fielmente captada por el mejor retratista. Cerró fuerte los ojos y echó a correr hasta la entrada de la casa, lejos de aquella imagen que le ardía en los ojos. Se abrazó las rodillas, sentada en el borde de la acera, tratando de que el paraguas no la resguardase de la lluvia. Las gotas se mezclaban con las lágrimas que caían por sus mejillas, haciendo imposible diferenciar unas de otras.

—¿Me-Melissa? —tartamudeó su madre.

La niña no se giró al escuchar la voz de su madre. Esta vez el tono le sonó diferente a como lo había percibido dos horas antes. No quería mirarla a la cara. O no sabía si quería. Deseaba con todas sus fuerzas que el paraguas transparente adquiriese el don de la invisibilidad. O con algún tipo de poder que repeliese la desagradable sensación que le invadía. Semejante a los que usaban en Kingsman, capaces de repeler las balas.

—Cariño, ¿qué haces aquí? —repitió la madre.

Melissa murmuró algo ininteligible y se dirigió a la puerta del copiloto, dándole a entender a su madre que quería subir. Los cuatro intermitentes del monovolumen parpadearon a la vez emitiendo un pequeño sonido. Sentada en el asiento delantero, sentía la mirada confusa de su madre a través de la ventanilla del conductor.

El trayecto transcurrió en un incómodo silencio, tan solo interrumpido por el sonido de los limpiaparabrisas, a los cuales la lluvia les había dado una pequeña tregua, permitiéndoles aminorar la frecuencia de barrido. Melissa percibía que su madre había quedado sumida en un océano de dudas en el cual naufragaba a la hora de encontrar respuestas. No sabía si su hija la habría visto acostándose con otro hombre que no era su padre. Que no era su esposo. Tampoco podía preguntárselo. No había forma material de elucubrar una pregunta que no fuese más comprometedora que la propia respuesta. Debía aceptar que todos los caminos que la conducían a esclarecer lo que había visto su hija estaban enzarzados. Ahora debía decidir cuánto estaba dispuesta a desgarrarse.

El sonido del claxon del coche de atrás le advirtió de que el semáforo había cambiado a verde.

Melissa dio un pequeño respingo en su asiento al escucharlo. Sintió el sonido de sus tripas removiéndose, pero no tenía hambre; tal vez fuera asco. Observaba con desdén las gotas de agua deslizándose por la luna del coche, en un serpenteo que le recordaba a los renacuajos de la charca. Quería ser uno de ellos, con tal de que su única preocupación fuese menearse por el agua mediante achispados coletazos, y no tener en su cabeza aquella imagen de su madre que le oprimía el estómago.

¿Debía decirle a su padre lo que había visto?

Y si lo hacía, ¿supondría la ruptura de su familia?

¿Concernía a una niña de su edad tomar esa decisión?

El cuerpo de Melissa se balanceó al tomar el vehículo una curva. Trató de mirar a su madre sin que ella se percatase. Una mirada furtiva con la esperanza de encontrar un halo de luz en forma de respuesta. Al fin y al cabo, las madres tenían siempre todas las respuestas.

Giró ligeramente la cabeza, como si no quisiera hacer ruido al hacerlo, y tras el perfil recortado de su madre, unos enormes faros hacían añicos la ventanilla.

Blanco.

Sintió la boca húmeda. Encharcada. De un líquido viscoso y dulce. Le apetecía escupir, pero sus músculos faciales no respondieron. Notaba deslizársele otro reguero pegajoso por el oído hasta acariciar de forma acaramelada la yugular. No podía moverse y un dolor punzante, insoportable, que le recorrió de pies a cabeza, le advirtió de que no lo hiciera. Solo percibía algo de visión por un ojo. Borrosa, entelada, pero lo suficientemente definida para distinguir que sobre su cabeza no estaba el cielo. Para observar los cientos de cristales clavados en el rostro ensangrentado de su madre.

Blanco.

Un sonido estridente de sirena le hizo entreabrir los ojos. Una máscara de plástico cubría su boca, nariz y parte de sus pómulos, mientras una mano azul apretaba de forma acompasada sobre su cabeza un balón de rugby transparente. Los párpados estaban hechos de plomo.

Blanco.

Cada dos segundos. Ese era el intervalo de tiempo que tardaba en meterse el siguiente bip en su cabeza. Sonaba vago, lejano, a varios kilómetros de allí. El interior de Melissa se acunaba en un vaivén azaroso que la transportaba de la agradable inconsciencia a la lucha por una nueva vida. De repente, algo estaba acercando los sucesivos pitidos a su oído. Como si un tren los trajera a toda velocidad en sus vagones. Ahora sonaban próximos, nítidos, hasta el punto de que le hicieron notar una pequeña opresión en el dedo índice de su mano derecha. Arrastró los párpados hasta conseguir entornarlos y ver que su dedo estaba pinzado por un pequeño aparato, del cual se extendía un cable conectado a la máquina que provocaba ese dichoso sonido. Bip. Seguía teniendo la máscara de plástico cubriéndole la nariz y la boca, pero esta vez no había ninguna mano azul. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su nombre todavía no estaba en la lista de invitados del Diablo.

Advirtió voces sin llegar a entender qué decían. No eran más que un balbuceo extraño a su alrededor. Luchó ferozmente por vencer el peso de su cabeza hacia un lado y observó varios contornos blancos, quizás tres, que rodeaban una camilla situada a un par de metros. Uno de ellos cogió una sábana blanca y cubrió por completo el cuerpo de su madre.

***

El brusco sonido de las ruedas del avión golpeando contra el asfalto sacudió los recuerdos de Melissa, devolviéndola al presente. Su decisión había sido macerada durante meses y no exenta de dificultad. Suponía dejar su ciudad de origen que tanto amaba, renunciar a las risas con sus amigos y, sobre todo, separarse de su mejor amiga Alexia, quien, entre lágrimas, aceptó la decisión antes de fundirse en un abrazo infinito.

El inicio del segundo curso del graduado en Filosofía en una nueva universidad, una nueva ciudad y con nuevos compañeros pretendía ser el bote que la salvara de las noches ahogada en remordimientos; en pesadillas recurrentes que le hacían saltar de la cama con el pecho oprimido como un albaricoque apresado en un cascanueces. Aquella imagen agarrada a la ventana de la casa del gnomo se la había quedado para sí, guardada en la caja fuerte de su interior más recóndito, donde su padre jamás podría encontrarla.

El avión se detuvo por completo. Se recogió el pelo castaño en una cola de caballo que dejaba al descubierto la suave y delicada piel de su rostro. Del compartimento superior cogió el equipaje de mano y echó un último vistazo por la ventanilla. En sus iris verdes se reflejaba la ciudad de Bilbao e, inmediatamente, se le dibujó una sonrisa en sus finos labios, conocedora de que su vida iba a cambiar.

Quizás para siempre.

4

Barcelona, octubre 2019

La sala de espera del bufete de abogados FOLCH & PUIGCORBÉ ASOCIADOS estaba impregnada de un penetrante olor a lavanda, emanado por un spray que con avaricia rociaba por todo el despacho la administrativa, que hacía las veces de recepcionista.

—Enseguida les atiende el señor Folch, caballeros —dijo sosteniendo el espray, mostrando una amplia dentadura con el incisivo manchado de carmín rojo.

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