Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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—Creo que me lo tomaré en la oficina, señor. Tengo trabajo acumulado, pero gracias.

Carbonell enarcó las cejas en forma de despedida y se encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

Haciendo chaflán se encontraba el bar La Venia, frecuentado por abogados, fiscales y jueces, dada su proximidad a los juzgados. El nombre se lo puso su dueño, Juan Luis, en una poco disimulada estrategia comercial que invitaba a entrar a los profesionales del ámbito jurídico, quienes tenían trato preferencial. No obstante, Carbonell no era de los que acudieran a menudo. En la medida de lo posible, rehusaba frecuentar sitios públicos donde intuía que podía encontrarse con colegas del sector que le calentasen la oreja narrándole, con sazonada inventiva, sus fechorías jurídicas.

Sin embargo, tras lo ocurrido hacía escasos minutos en la sala de vistas, le apetecía un momento de desconexión saboreando una taza de café.

El interior del bar estaba reformado y el murmullo constante denotaba la hora punta de cafés y desayunos. Había una decena de mesas de madera lacada, cada una iluminada por su correspondiente bombilla Edison colgando del techo. En la esquina reposaba una pequeña barra con taburetes altos, que invitaban a sentarse a todo aquel que quisiera tomar un tentempié rápido. Todas las paredes eran acristaladas, lo que provocaba una gran luminosidad en el interior y una temperatura agradable.

Tras una breve inspección, Carbonell observó que el bar estaba lleno y optó por sentarse en uno de los dos taburetes que quedaban libres en la barra. Al verlo, Juan Luis, el dueño, dejó a medias el expreso que estaba preparando y se acercó mostrando una gran sonrisa.

—¡Dichosos los ojos, Raimon!

Juan Luis era de los que estrechaban la mano con energía, decidiendo siempre cuándo terminaba el apretón.

—Qué caro eres de verte, figura —añadió, campechano—. ¿Te pongo lo de siempre?

—Hoy alíñalo, Juan Luis —contestó Carbonell.

El dueño del bar preparó un cortado que sirvió en un vaso grande, y volvió hacia el sitio del fiscal con una botella de bourbon en la mano.

—Tú me dices…

Tras un par de segundos, Carbonell levantó ligeramente los dedos índice y corazón de su mano derecha y el barman dejó de verter el licor.

—Como puedes ver, hoy estoy a tope —dijo Juan Luis, acabando de preparar el expreso que había dejado a medias—. Con el tema del procés esto se me pone hasta arriba casi cada día. Así que no puedo darte mucha charla, figura.

Carbonell alzó el vaso y sacudió la cabeza haciéndole ver que no se preocupase por ello. Dio un pequeño sorbo y miró un segundo la bebida con ademán de aprobación. Cogió una servilleta para limpiarse los labios y miró de soslayo a su derecha.

—Un caso complicado —dijo.

La cara del juez De Marcos reflejó un atisbo de sorpresa, que rápidamente se apresuró a disimular.

El pelo corto y cano dejaba paso a unas entradas consecuencia de la edad y de las múltiples sentencias que cargaba a sus espaldas. La nariz aguileña sostenía unas gafas sin montura que solo usaba cuando notaba la vista cansada. Con gesto distraído, se llevó la taza de café a los labios con tal de arañar un par de segundos que le sirvieran para pensar una respuesta que no le comprometiera.

—Supuestamente usted y yo no deberíamos hablar del caso fuera de la sala de vistas.

—El caso ya está visto para sentencia —contestó Carbonell—. Así que técnicamente nuestro trabajo, el suyo y el mío, ha terminado. El jurado deberá decidir.

De Marcos ladeó la cabeza mientras cerraba un par de segundos los ojos, mostrando así cierta conformidad.

—Es una forma de verlo.

—Su trabajo es admirable —murmuró el fiscal—. Y más en los tiempos que corren. Con Catalunya resentida, los bancos en el punto de mira… cualquier sentencia se mira con lupa.

El juez asintió con la cabeza. Sin mirarlo.

—Juzgan a los que juzgan, como digo yo.

—Y tiene razón. En cierto modo, usted y yo estamos en el mismo bando en la sociedad actual. El problema está en que ahora, con la que está cayendo, parecemos los malos.

De Marcos se quitó las gafas y las dejó encima de la barra.

—No sabía que hubiera bandos.

—Debe haberlos. El sentimiento de pertenecer a un grupo es algo innato en el ser humano. Es una forma de protección. Indios y vaqueros, Darwin y la Iglesia, anarquía y comunismo. Y ahora, justicia e independencia.

Los hombres no se miraban al hablar, como si el hecho de hacerlo rompiese el respeto tácito que habían impuesto.

De Marcos esperó a que cesara el molesto sonido de la cafetera calentando la leche.

—Actualmente no basta con que se haga justicia, sino que es necesario que se vea que se hace justicia.

Asintió el fiscal, fija la mirada en su vaso.

—Cuando era pequeño, mi padre intentó sin éxito adentrarme en el mundo de la navegación. Incluso un par de domingos zarpamos por el litoral mediterráneo. Y recuerdo que me decía: «El palo que va delante es el que aguanta la vela». Yo no lo entendía del todo bien. Es más, diría que no tiene nada que ver con la navegación. Pero ahora creo que, en el sistema actual, la justicia es ese palo. Que, si cae, zozobra el barco.

Se encogió el juez de hombros. En silencio.

Carbonell apuró su vaso mientras se levantaba y dejó un billete de cinco euros encima de la barra.

—A esta invito yo.

Diez minutos más tarde, Pascual Vila llegaba a las oficinas judiciales con la voluntad de poner orden en el papeleo burocrático que tanto incordiaba a su jefe. Era parte del trabajo sucio, responsabilidad del ayudante del fiscal y lo aceptaba con agrado.

El edificio estaba situado en el centro de una plaza semicircular custodiada por palmeras que, mecidas por el viento, soltaban sus dátiles sobre el suelo, dejándolo ligeramente pegajoso. La fachada era exageradamente moderna, constituida por un impetuoso frontal acristalado que hacía efecto espejo y sobre el cual se reflejaba la estación de autobuses situada enfrente. En los últimos años, el Ayuntamiento de Barcelona se había afanado en reformar los edificios de la ciudad que albergasen dependencias judiciales, creando de esta forma la nueva Ciutat de la Justicia. Aquello había arañado un buen pellizco de los presupuestos del Parlament, pero muchos se preguntaban si quizás, antes que los inmuebles, no hubiera sido prioritario reformar el sistema.

Las puertas automáticas se abrieron al detectar la presencia de Vila. Guiñó el ojo al guardia de seguridad de la entrada y deslizó su tarjeta identificativa por el lector.

—Buenos días, Merche. ¿Algo para mí? —preguntó a la secretaria.

—Hoy tienes visita.

La mujer señaló con la cabeza hacia un lado a la vez que escribía en el aire con un bolígrafo ficticio, como si estuviera pidiendo la cuenta en un bar. Vila puso los ojos en blanco y se encaminó hacia su despacho.

—¿Los periodistash ya no pedís cita?

—¿Después de tantos años todavía tengo que pedirte cita? Merche es un encanto.

Ignacio Robles aguardaba sentado con un maletín colgado en bandolera y un bolígrafo en la mano. Los ojos pequeños color café le quedaban pegados al puente de una nariz estrecha y ligeramente puntiaguda. Superaba la cuarentena y llevaba el pelo rapado para disimular la alopecia, lo que ensalzaba su tez pálida.

—Que tu periódico arrase en tiradash se te está subiendo a la cabeza.

—Reconozco que llevamos un trienio bastante bueno. Pero los pies en el suelo, Vila. —Golpeó el suelo enmoquetado con el zapato.

—No demuestra lo mismo el ático que te acabas de comprar. Merche me lo cuenta todo.

Rio Robles entre dientes.

—El derecho a la vivienda está reconocido en la Constitución.

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