Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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***

—Cariño, ¿estás lista? Llegaremos tarde.

La voz de su madre sonó con un tono de ternura que únicamente puede ser modulado por las madres. Como si el embarazo les atribuyera de repente unas aptitudes incapaces de ser adquiridas por cualquier otra persona, y exclusivas en la relación madre-hija. Una musicalidad en las palabras que te aprehenden en un regazo maternal imaginario.

Melissa entrelazaba los cordones de sus nuevas Air Jordan modelo Retro que estrenaría en el entrenamiento de aquella tarde. Terminó de hacer el nudo y juntó las zapatillas en un aplauso de pies insonoro. Se las quedó mirando con ilusión y media sonrisa en sus labios. Los nuevos modelos dejaban al descubierto el tobillo para otorgar mayor movilidad a los pies del jugador en la cancha, a diferencia de los modelos anteriores, con una caña alta que presunta —y discutiblemente— minimizaba el riesgo de lesiones. Iba a ser la envidia del equipo.

Al final de las escaleras la esperaba su madre sosteniendo un paraguas de plástico transparente en su mano izquierda y colgado el bolso en el antebrazo derecho. La melena, del mismo color castaño ahumado que el suyo, le caía desdeñosa sobre los hombros erguidos. Obsequió a su hija con una amplia sonrisa blanca al verla bajar y le tendió el paraguas.

La lluvia arreciaba sobre la luna delantera del monovolumen sin otorgar descanso a los limpiaparabrisas, que se esforzaban por sacudir el agua y permitir un mínimo de visibilidad. Las luces de los semáforos se desdibujaban en lágrimas de colores rojos, naranjas y verdes sobre el cristal del coche. Los relámpagos fotografiaban la ciudad en unas instantáneas imposibles de ser reveladas. El fuerte repicar de las gotas sobre el metal insonorizaba el tictac del intermitente, mientras Melissa miraba con preocupación sus zapatillas por habérselas mojado en el corto trayecto hasta la entrada del garaje.

—Hoy debo mostrar de nuevo la casa del gnomo. Esta vez es una pareja joven. Él ha recibido una herencia y quieren invertirla en un hogar.

Su madre era agente inmobiliario. Hacía varios meses que enseñaba aquella casa que, inexplicablemente, se resistía a ser vendida. Como si el jardín que le daba acceso sumergiera a los posibles compradores en una oscura tercera dimensión que los hechizara con dudas irresolubles. La llamaban «la casa del gnomo» porque en el centro del jardín la figura de un gnomo de piedra hacía pis sobre un pequeño estanque semicircular en el que nadaban renacuajos. De algún modo, recordaba a la estatua del Manneken Pis de Bruselas, pero sin turistas fotografiando impunes el pene a un niño pequeño. A Melissa le hizo gracia ver el gnomo en las fotografías que su madre usaba para comercializar el inmueble y lo apodó.

Melissa se apeó del coche tras recibir un beso en la mejilla y corrió hasta la puerta intentando burlar las enormes gotas de agua que caían desde el cielo. Bajo el cobertizo que daba acceso al pabellón se despidió de su madre meneando la mano y vio cómo el monovolumen se perdía entre el tráfico.

Frotaba enérgicamente la suela de sus Jordan con la alfombrilla de la entrada. Alzaba el cuello, observando una larga escalera, en cuyo punto más alto un operario con chaleco reflectante alumbraba con una linterna una enorme gotera, que caía como una cascada desde el techo. Un barreño colocado en el suelo desbordaba regueros de agua que buscaban lugares que humedecer. La sala de descanso y la cafetería únicamente estaban alumbradas por las pantallas de los teléfonos móviles de quienes esperaban a que volviera la luz. Melissa anduvo por el pabellón de deportes a zancadas, sorteando los riachuelos, hasta llegar a unos amplios ventanales desde los cuales podía divisar la cancha de baloncesto, tenuemente iluminada por la escasa luz natural que dejaban pasar las placas de uralita. Vio a su entrenador con un balón encajado entre la cintura y el antebrazo, dando pequeños golpes con la punta del pie al parqué abombado. Como quien examina la presión de las ruedas de un coche nuevo. Observó a Melissa tras los cristales y le dirigió un gesto de incredulidad, encogiendo los hombros y señalando el entarimado de madera. «Será imposible domar el bote del balón en un suelo marcado por el libre albedrío», parecía decir.

Aquella tarde no habría entrenamiento.

Las nubes no parecían prestas a escampar y Melissa decidió abrir el paraguas y caminar hasta la casa del gnomo. Allí al menos podría apresurar a su madre con la visita de sus clientes y volver pronto a casa. De paso, por fin vería al gnomo en persona.

Los diez minutos de trayecto transcurrieron con un ensordecedor ruido de lluvia impactando contra el plástico del paraguas. El material transparente y la forma cóncava otorgaban una sonoridad excelente a quien lo sostenía. Apenas permitía escuchar el motor de los coches o el retumbar de los truenos. Melissa asía el mango mientras caminaba mirando con desazón sus zapatillas nuevas, esforzándose por no sumergirlas en algún charco oculto. A su espalda colgaba empapada la mochila con la ropa para cambiarse tras el entrenamiento. La violencia del viento abanicaba ráfagas de agua que hacían imposible mantenerla seca, y empezó a notar cómo le calaba la espalda.

La casa hacía esquina y estaba cercada por un pequeño muro de un metro de altura, detrás del cual sobresalían unos arbustos que ofrecían frutos en forma de pequeñas piñas verdes. Melissa era la primera vez que acudía personalmente, pero la reconocía perfectamente de las fotografías. Rodeó el muro con tal de encontrar la puerta de acceso. Vio el monovolumen blanco de su madre aparcado en la puerta y tiró de la manija para comprobar si estaba abierto.

Cerrado.

La puerta de acceso al jardín era negra, adornada por una roseta y barrotes retorcidos con macollas de adorno. Estaba entreabierta un palmo. Melissa pensó que era el momento adecuado para, por fin, poder ver al gnomo. Y quién sabe si percibir esa sensación inexplicable, del más allá, que abraza y evade a los futuros compradores, de la que tanto habla su madre.

La puerta emitió un ligero chirrido al abrirse, franqueando el paso a un suelo enlosado que formaba un camino flanqueado con hierba verde, que dirigía a la puerta principal. A Melissa le sorprendió no ver el cartel de «SE VENDE» que había visto en otras casas a las que había ido con su madre. No le dio más importancia y se internó a la búsqueda del pequeño ser fantástico.

El jardín rodeaba la casa, haciéndose más ancho por la cara norte, y Melissa pisó la hierba esponjosa para adentrarse en esa zona.

Allí estaba.

Sonriendo bajo una espesa y larga barba, supuestamente blanca. De no más de medio metro de altura, tenía un gorro en forma de cono que se le doblaba por la mitad y unas gafas redondas, minúsculas, apoyadas en la punta de la nariz. Vestía un chaleco que dejaba al descubierto la pequeña panza, por debajo de la cual salía un chorro de agua constante que caía en una charca rodeada de losas, en la que habitaban un buen número de renacuajos. Melissa se acercó a mirarlos, revoloteaban sin rumbo aparente, chocando entre ellos. Le fascinaba saber que aquellos seres se convertirían algún día en ranas.

Sonrió y pensó que luego le pediría a su madre que le hiciera una fotografía con el gnomo.

De repente, se percató de algo en lo que no había caído hasta el momento. El interior de la casa estaba a oscuras, lo que se le antojó extraño. No le parecía lógico mostrar una casa que pretendías vender sin iluminarla. Se pierden todo tipo de detalles. Tal vez la tormenta había cortado el suministro eléctrico; seguramente sería eso.

Chapoteó sobre la hierba para tratar de acceder por la puerta trasera. Quería avisar a su madre de que estaba allí y pedirle que le dejara resguardarse del aguacero. El incesante sonido de la lluvia no le permitía escuchar voces procedentes del interior que le sirvieran de guía. Llegó hasta una ventana lateral, apoyó el bastón del paraguas en su clavícula y se puso de puntillas para sostenerse con la yema de los dedos en el alféizar.

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