Iago Tudela - Lágrima Dulce

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Octubre de 2019. En el barrio Gótico de Barcelona aparecen los cadáveres de varias jóvenes con misteriosos mensajes en sus cuerpos. Las macabras muertes se mezclan con la sublevación en la cual se encuentra inmersa la ciudad, adversa a una situación política y judicial que carga duramente contra el movimiento independentista de Cataluña. La investigación se tornará sombría cuando se descubre que dos de los cadáveres pertenecen a las hijas de un reputado juez.
¿Qué relación tienen los asesinatos con el histórico contexto político y social en España? La inspectora Lucía Guijarro tomará el mando de la investigación y dejará de lado su pasado para descubrir el autor de las muertes y la conexión de los asesinatos con una relación de amor prohibida surgida tres años antes a seiscientos kilómetros de distancia. Amor, política y suspense se combinan en esta novela que describe con exquisitez los detalles que no han salido a la luz sobre el procedimiento judicial en el que se juzgaron a los políticos independentistas de Cataluña, y los mezcla con una historia de ficción. Un thriller absorbente de lectura vertiginosa de principio a fin que invita al lector a tratar de diferenciar lo real de lo inventado.

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—No tengo más preguntas, señoría.

El juez De Marcos volvió a hacer uso del mazo para solicitar orden en una sala dominada por las emociones. Cuando consiguió un mínimo de silencio, con rostro serio, dirigió la vista hacia el banco en el que estaba sentado el fiscal.

—Su turno, señor Carbonell.

La toga del fiscal únicamente dejaba entrever el nudo de la corbata color fucsia con pequeños puntos blancos, anudada al cuello de corte italiano de la camisa blanca. Tomaba los últimos apuntes, con media sonrisa esbozada bajo la nariz. Levantó lentamente la cabeza para mirar, primero al juez, y luego al imputado. Carraspeó ligeramente y aguardó un instante a que el auditorio se mantuviera en absoluto silencio.

—Gracias, señoría. Con la venia de la sala. Buenos días, señor Fuentes. Como bien sabe, en este caso, la policía científica no consiguió obtener pruebas de ADN en el escenario del crimen. En consecuencia, me veo obligado a realizarle algunas preguntas que le podrán parecer extrañas, inconexas tal vez, pero esenciales, al fin y al cabo.

El juez De Marcos se removió en su silla, inquieto.

—Señor Fuentes, ¿tiene usted hermanos? —preguntó el fiscal.

—Sí, un hermano. Lucio.

—Según veo en los documentos aportados al caso, sufre usted un trastorno mental; esquizofrenia, concretamente. ¿Es así?

Fabián Fuentes asintió con la cabeza.

—Señores del jurado, quiero indicarles que el señor Fuentes ha recibido autorización psiquiátrica para poder prestar testimonio dado que, en estos momentos, se encuentra en posesión de sus plenas facultades mentales. Por tanto, deben tomar sus respuestas como plenamente válidas.

Carbonell se detuvo un instante para dar tiempo a que los miembros del jurado anotaran aquello, y cogió un pequeño mando electrónico que reposaba al lado de su libreta de apuntes. Lo dirigió a la pantalla que había colocada al lado de la silla en la que estaba sentado el interrogado.

—Dígame, señor Fuentes, ¿es este su perfil de Facebook?

Fuentes asintió con la cabeza, sin poder disimular su cara de preocupación.

La pantalla de televisión se iluminó y apareció una fotografía tomada de noche, en la que se apreciaba un tumulto de gente con banderas, pancartas y sosteniendo carteles. La instantánea era oscura y con poca resolución, lo que provocaba cierta dificultad para apreciar los rostros de algunos de los integrantes.

—¿Reconoce dónde fue tomada esta fotografía?

Titubeó el imputado antes de contestar:

—Es la manifestación en contra de los derechos de los homosexuales, cerca de la plaza de España.

—Esta manifestación tuvo lugar a la misma hora en la que el forense determinó la muerte de la joven. Y desde la plaza de España al parque de la Ciutadella hay casi cinco kilómetros de distancia.

Carbonell hizo una pequeña pausa. Premeditada.

—¿Es usted el individuo con camisa blanca que aparece en esta fotografía?

Fuentes rumió la respuesta. Demasiado, para la sencillez de la pregunta.

—Sí, soy yo.

—Por tanto, es imposible que usted estuviera en el escenario del crimen. ¿Quién se encontraba en el parque de la Ciutadella la noche de autos, señor Fuentes?

Fabián Fuentes luchaba por reprimir la lágrima que se asomaba, extrovertida, al balcón de su párpado inferior. Un nudo en la garganta le impedía articular palabra, sintiéndose mínimamente aliviado por ello, ya que se encontraba en un callejón sin salida.

—Le ayudaré —dijo el fiscal—. Su finalidad en este juicio radica en encubrir a una tercera persona como principal culpable en este crimen, usando su esquizofrenia como parte del plan. Usted era conocedor de que esta circunstancia constituiría un atenuante en caso de que lo declarasen culpable del asesinato y, por tanto, su pena se podría ver reducida considerablemente, por lo que decidió actuar como señuelo.

Carbonell levantó el brazo, señalando a alguien entre el público asistente.

—En la primera hilera de sillas se encuentra la novia de la víctima, y ha quedado demostrado que en la familia Fuentes no simpatizan especialmente con el colectivo homosexual. Díganos, señor Fuentes, ¿quién, con unas facciones semejantes a las suyas, se encontró con la víctima en el parque de la Ciutadella?

El murmullo se extendió por la sala, inmersa en una tensión expectante.

Fabián Fuentes dirigió de nuevo una mirada perdida a los asistentes. Estuvo un momento en silencio, para luego susurrar:

—Mi hermano, Lucio.

2

Barcelona, octubre 2019

El sonido provocado por el tacón de los Santoni de Carbonell resonaba en los techos abovedados del hall que conducía al exterior de los juzgados de Barcelona. El traje gris marengo, con americana de un solo botón, le quedaba adecuadamente entallado a la cintura. La luz blanca deslumbraba sus ojos color cian y se le reflejaba en el rostro tostado, perfectamente rasurado.

Sabía que había hecho un buen trabajo dentro de la sala de vistas, desenmascarando una trama urdida para sabotear la legislación penal vigente, con el objeto de que un culpable de asesinato resultase impune. Nada más y nada menos. Ese era su trabajo, se decía. No tenía por qué enorgullecerse de ello, pero hay formas y formas de hacerlo. Y la suya era encomiable.

En su mano derecha llevaba cogido el maletín de piel marrón, disponiéndose a salir de los juzgados, cuando por su espalda escuchó un repiqueteo de pasos ligeros.

—¡Ha estado magnífico, señor Carbonell!

—¿Cuántas veces debo decirte que puedes llamarme Raimon, Vila?

Pascual Vila llevaba cinco años siendo el asistente de Carbonell. Es decir, el asistente del fiscal. De cara rechoncha y mejillas sonrosadas, exhibía una escasa telaraña de pelo peinado de forma que disimulara al máximo su incipiente calvicie. Su cuerpo chato no superaba el metro sesenta y cinco de estatura, lo que provocaba que la mayoría de trajes le fueran grandes y se pisara el bajo del pantalón. No tuvo que superar más oposiciones estatales que el dedo índice de Carbonell para convertirse en el nuevo ayudante del fiscal, lo que le agradecía diariamente siendo extremadamente leal y diligente en su trabajo.

—Disculpe, sheñor. La costumbre.

—Veo que las sesiones con el logopeda van viento en popa —soltó Carbonell, burlón.

—Hago lo que puedo con esa letra del demonio, sheñor. El doctor Martí me dice que no pronuncio bien la letra ese cuando eshtoy nervioso o excitado.

—Yo lo dejaría en nervioso. Porque no recuerdo la última vez que te excitaron… —añadió Carbonell, que seguía juguetón.

—Ya, bueno —Vila soltó una carcajada nerviosa—. Ya sabe que soy exigente con las mujeresh.

Carbonell fingió creérselo y empujó la puerta giratoria que daba al exterior. Vila no consiguió entrar en el mismo compartimento y esperó impaciente al siguiente.

En Barcelona hacía un día radiante, más típico de finales de primavera que del otoño en el que se encontraban. Una ligera brisa agitó el pequeño tupé que escasamente engominado lucía el fiscal. La calle era un hervidero de transeúntes de todas las nacionalidades; pakistaníes y británicos eran los más numerosos y hacían patente la globalización en la que estaba sumida la ciudad. Un adolescente con gorra pasó a toda velocidad subido en un patinete eléctrico, sorteando señales y señoras con carrito de la compra. La regulación por parte del Ayuntamiento de ese nuevo tipo de vehículos estaba al caer pero, hasta entonces, cada uno circulaba como le parecía.

—Voy a tomar un café —dijo Carbonell dirigiéndose a Vila—. ¿Te vienes?

No obtuvo respuesta y giró la cabeza. A trancas y barrancas su asistente salía de la puerta giratoria.

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