Quiero comenzar este nuevo día dando gracias porque el Dios todopoderoso, que hizo los cielos y la tierra, es tu Padre celestial y también el mío. Quiero agradecer, además, porque a Jesucristo, su amado Hijo, lo conmueven profundamente nuestras aflicciones, y porque no permanece indiferente ante nuestros pesares. Finalmente, quiero dar gracias porque un glorioso día, quizás hace ya mucho tiempo, ese bendito Salvador nos invitó a darle nuestro corazón.
¿Qué le diremos hoy a nuestro maravilloso Salvador?
Gracias, Jesucristo, porque, además de poderoso, eres un Salvador compasivo. Te consagro de nuevo mi vida, y te pido que la uses para que otros también conozcan de tu incomparable amor.
6 de marzo
“El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’ ” (Apocalipsis 21:5).
“¿Quieres ser sano?” Esta fue la pregunta que hizo el Señor Jesús a un hombre que había estado imposibilitado durante 38 años, y que, según su propio testimonio, esperaba que las aguas del estanque de Betesda lo sanaran.
Siempre me ha llamado la atención esta pregunta. A simple vista, pareciera no tener sentido. Sin embargo, ¿hizo Jesús alguna vez una pregunta sin sentido? Bien podría haber sucedido que el paralítico ya se hubiese “acostumbrado” a su enfermedad; es decir, ya se hubiese acostumbrado a vivir sin responsabilidad alguna porque, debido a su condición, otros cuidaban de él. Si ese era el caso, ¿por qué cambiar la seguridad que le brindaba su condición de enfermo por un futuro desconocido?
Por supuesto, estas son solo suposiciones. Sin embargo, hay otra pregunta que conviene considerar: así como existe la posibilidad de que un enfermo no quiera ser sanado, ¿podría darse el caso de un pecador que no desee ser perdonado? La respuesta es, de nuevo, sí; porque el perdón tiene implicaciones. Una de ellas es que el pecador perdonado debe cambiar el rumbo de su vida, y ¿cuántos están dispuestos a cambiar?
Este punto nos trae de regreso al caso del paralítico de Betesda. Según el relato bíblico, después de haber sido sanado, Jesús lo encontró en el Templo. ¿Qué le dijo el Señor, entonces? “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda algo peor” (Juan 5:14). En otras palabras, la enfermedad del hombre había sido producto de una vida de pecado. ¿Habrá sido esta la razón por la que el Señor le preguntó si deseaba ser sanado? Ser sanado significaba que se abría la posibilidad de volver a la vida antigua, la clase de vida que lo había llevado a su deplorable condición. ¿Deseaba él eso?
Hoy el Señor se acerca a ti y a mí, y nos pregunta: “¿Quieres ser sano?” “¿Quieres ser perdonado?” Obviamente, la respuesta debería ser sí. Pero… Desear ser perdonados significa que no hemos de seguir viviendo como antes. Significa que ahora odiamos lo malo que antes amábamos. Significa, en resumen, que la vida antigua quedó atrás, porque ahora somos nuevas criaturas.
¿De verdad quieres ser sano? ¿De verdad quieres ser perdonado? Si este es tu deseo, ahora mismo puedes pedir a tu Padre celestial que transforme tu corazón.
Padre celestial, concédeme hoy tu sanidad, y también dame tu perdón. Pero ayúdame, por favor, a vivir como es digno de un hijo tuyo que ha sido perdonado por la preciosa sangre del Cordero que fue inmolado.
7 de marzo
“Instruye al niño en su camino, y ni aun de viejo se apartará de él” (Proverbios 22:6).
¿Cuán temprano en su vida ha de comenzar el niño a aprender las primeras lecciones relativas a su desarrollo espiritual?
Algunos padres consideran que primero se han de suplir las necesidades básicas del niño: alimentación, aseo, sueño... para luego, años después, suplir sus necesidades espirituales. No debe ser así, escribe Donna Habenicht, psicóloga y exprofesora de la Universidad Andrews, en Míchigan, Estados Unidos. Según ella, mientras la madre alimenta al niño, y suple sus necesidades básicas, ya le está enseñando las primeras dos lecciones de su vida espiritual: el amor y la confianza ( How to Help Your Child Really Love Jesus , p. 7).
Las palabras de la doctora Habenicht no deberían sorprendernos. Muchos años antes, Elena de White ya había escrito que el amor de la madre representa ante el niño el amor de Cristo, y que los niños que confían y obedecen a su madre están aprendiendo a confiar y obedecer a Dios.
Recordé estas palabras cuando leí lo que, según Corrie Ten Boom, la ayudó a soportar las terribles experiencias que vivió en un campo de concentración nazi. Cuenta Corrie que cuando ella era todavía muy niña, su padre, Casper, era quien la acostaba a dormir, siguiendo un acostumbrado ritual: la acostaba, la arropaba, oraba con ella, le daba un beso de buenas noches y finalmente le decía: “Que duermas bien, Corrie... Te amo”.
¿Qué hacía Corrie, a todas estas demostraciones de amor? “Me quedaba muy quietecita, porque temía que si me movía, podía dejar de percibir el toque de su mano”.
Nunca imaginó el señor Casper lo mucho que el toque de su mano, y sus oraciones, significarían para Corrie mientras estaba recluida en Ravensbruck, un campo de concentración para mujeres. Cuenta ella que, durante las noches, le parecía sentir sobre su rostro el toque cariñoso de la mano de su padre. Entonces, mientras estaba “acostada en un inmundo colchón, en esa prisión deshumanizante, oraba: ‘Oh, Señor, permíteme sentir tu mano sobre mí [...]. Déjame esconderme bajo la sombra de tus alas’. En medio de mis sufrimientos, así encontraba seguridad en mi Padre celestial” ( In My Father’s House , p. 78.).
Como padres, ¿estamos representando ante nuestros hijos el amor de Cristo? Nuestro versículo para hoy nos recuerda que esas primeras lecciones no se perderán. En el momento de la prueba, las recordarán.
Padre celestial, ayúdanos a compartir con “los más pequeñitos del rebaño” el amor de Cristo. Que ese amor llegue a ser tan real en sus vidas, que en los momentos difíciles ellos puedan encontrar seguridad bajo “la sombra de tus alas”.
8 de marzo
“¿No ha quedado nadie de la casa de Saúl, para que yo lo favorezca con la misericordia de Dios? Respondió Siba al rey: ‘Aún queda un hijo de Jonatán, lisiado de los pies’ ” (2 Samuel 9:3).
En opinión de Lewis Smedes, el ser humano posee dos singulares poderes con los que puede crear un futuro mejor. Uno, el poder de perdonar, nos capacita para librarnos de un pasado que no podemos cambiar. El otro, el poder para cumplir nuestras promesas, nos ayuda a establecer relaciones estables en un mundo cambiante ( Caring & Commitment , p. 147).
De estos dos poderes echó mano el rey David cuando, ya consolidado como rey de Israel, preguntó si había quedado algún descendiente de Saúl a quien él pudiera mostrar misericordia (2 Sam. 9:1-3). La práctica usual en aquellos tiempos de monarquías y dinastías era eliminar todo vestigio de la familia real depuesta. Pero David quiere hacer todo lo contrario.¿Por qué? Pues, ¡porque a él Dios lo había tratado con misericordia! Y porque, además, David nunca olvidó las promesas que había hecho, no solo a Jonatán, sino también a Saúl, en el sentido de no destruir su descendencia una vez que llegara al trono (ver 1 Sam. 20:12-15; 24:20-22).
¿Había algún descendiente de la casa de Saúl? Según el relato, sí: Mefi-boset, “un hijo de Jonatán, lisiado de los pies” (2 Sam. 9:3). Sin pérdida de tiempo, el rey envió a traerlo a su presencia. Temiendo por su vida, Mefi-boset se presenta en el palacio listo para escuchar su sentencia de muerte. Pero en lugar de su condena, escuchó: “No tengas temor”, le dijo David, “porque a la verdad yo tendré misericordia contigo por amor de Jonatán tu padre. Te devolveré todas las tierras de tu padre Saúl, y tú comerás siempre a mi mesa” (vers. 7). ¡Mejor, imposible! Viviría en la casa del rey y comería a su mesa, “como uno de los hijos del rey” (vers. 11); aunque era lisiado de los pies.
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