Cuando Jesús relató la parábola de los obreros de la viña, estoy segura de que quienes lo escuchaban pensaron: ¡Eso no es justo! Los que trabajaron menos no deberían recibir la misma paga (Mat. 20:1-16). Pero Jesús diseñaba sus relatos con un giro inesperado de la trama a propósito, para revelar verdades del Reino de los cielos. En esta parábola, Jesús demostró que el sistema de gobierno celestial no es “meritocrático” sino “graciocrático”. Dios busca a los perdidos, contrata a obreros sin talento, les paga de más y les da a su Hijo… completamente gratis. Al cetro del gobierno celestial lo mueve la misericordia, no el mérito.
Dominique DuBois Gilliard, el autor y activista de Derechos Humanos, en su artículo “The Implications of Meritocracy on the Church”, escribe: “La meritocracia es una cosmovisión cancerosa. Es contraria al evangelio y compromete nuestra visión. […] Distorsiona cómo nos vemos y cómo nos relacionamos e interactuamos con nuestro prójimo. […] Nos otorga un falso sentido de superioridad moral con el cual acusamos a los demás y los menospreciamos”. Como embajadoras del Reino de los cielos, debemos vivir reflejando las leyes del gobierno al cual representamos. ¡Hoy tú puedes ser una embajadora de la gracia!
Padre, ayúdame a recordar que, si tuviera lo que merezco, no estaría viva hoy ni tendría esperanza de vida eterna. La paga del pecado es muerte, pero tu regalo es la vida eterna por medio de Cristo Jesús.
28 de febrero
Síndrome del impostor
“Dios contestó: Yo estaré contigo. Y esta es la señal para ti de que yo soy quien te envía: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, adorarán a Dios en este mismo monte” (Éxo. 3:12, NTV).
¿H abrá sido un error que me contrataran? , pensé. Durante mi primer año de trabajo para la Radio Adventista de Londres, esta duda me perseguía. Aunque la gente me decía cuánto disfrutaba de las entrevistas de mi programa de radio, yo creía que lo hacía solamente por ser amable. Estaba obsesionada con todos mis errores y absolutamente convencida de que otra persona haría un mejor trabajo. ¡Lo peor es que pensaba que mi actitud era humilde! Estoy segura de que como esposa, madre o profesional alguna vez te sentiste así, mientras que luchabas con el síndrome del impostor.
El “síndrome del impostor” te hace creer que tu trabajo, tus hijos, tu marido o tus amigas se merecen a alguien mejor que tú. Sin embargo, como este sentimiento no es humildad auténtica, sino baja autoestima enmascarada, en lugar de acercarnos a Cristo y motivarnos a mejorar, nos incita a rendirnos. Ya que no puedo hacerlo perfectamente, es mejor que lo haga otra, pensamos, con mentalidad derrotista. Moisés tuvo el mismo problema. Mientras que pastoreaba en Madián, Dios le dio una misión extremadamente difícil: enfrentar a un rey tirano y pedirle que liberase a la mano de obra esclava (Éxo. 3). Para contextualizarlo, imagina que Dios te envía a enfrentar al comandante de una fuerza paramilitar para demandarle que libere a todos los niños soldados. ¿Lo harías?
Aterrado, Moisés comenzó a enumerar todas las razones por las cuales él no era el mejor candidato, e incluso le pidió a Dios que enviase otra persona. Lo que más me gusta de esta historia es cómo Dios responde. Dios no enumera los logros de Moisés, ni le dice que lo escogió por tener el mejor curriculum vitae . Dios simplemente dice: “Yo estaré contigo” (3:12, NTV).
Si Dios te llamó a ser madre, a un trabajo desafiante o a tolerar a una persona difícil de tratar, y no te sientes capaz, recuerda que no se trata de tus credenciales. Dios no nos llama por nuestras habilidades extraordinarias, sino para transformarnos en mujeres extraordinarias a través del llamado. Es probable que la misión que recibamos nos obligue a crecer justamente en el área que más crecimiento necesita. A lo que sea que Dios te llame, la verdadera credencial que necesitas es que él te diga: “¡Yo estaré contigo!”
Señor, no se trata de mí, ni de mis credenciales, sino de tu llamado y tu poder. No quiero permitir que el miedo y la inseguridad me impidan avanzar. A donde tú me llames, yo iré. Si estás conmigo, no tengo nada que temer.
1º de marzo
Cuando Dios te guía al “fracaso”
“Pero la casa de Israel no te querrá escuchar, ya que no quieren escucharme a mí. Ciertamente toda la casa de Israel es terca y de duro corazón” (Eze. 3:7, LBLA).
Nuestra cultura es alérgica al fracaso. Como creemos que el éxito nos define, evitamos el fracaso a toda costa. Sin embargo, en la Biblia encontramos una narrativa diferente. La Palabra de Dios está llena de historias de fracasos y decepciones. Considera al profeta Ezequiel: al llamarlo, Dios le avisa de antemano que su misión no será “exitosa”; el pueblo no le querrá oír. Ezequiel, como muchos otros profetas, cosechó oprobio en lugar de fama y gratitud.
A muchas de nosotras nos resulta difícil comprender que Dios nos llame al “fracaso”. Sin embargo, Bob Goff, el autor de Love Does [El amor hace], dice que esta es una de las cosas que él más ama acerca de Dios. “Dios guía, intencionalmente, a sus hijos al fracaso. Él hizo que naciéramos como bebés incapaces de caminar, hablar o siquiera usar el baño de forma correcta. Nos tienen que enseñar todo. Todo ese aprendizaje lleva tiempo y Dios hizo que dependamos de él, de nuestros padres y de los demás. Todo está diseñado para que intentemos una y otra vez, hasta que, al final, aprendamos. Y todo el tiempo él es infinitamente paciente”.
El fracaso es una parte crucial e ineludible del proceso. Dios no está mirando desde arriba, esperando que todo nos salga perfectamente, pretendiendo que el boletín de calificaciones esté tachonado de sobresalientes. Dios está abajo, con nosotras, ayudándonos a sacudirnos el polvo, recordándonos que su amor y nuestra identidad no cambian cuando las cosas nos salen mal.
A veces Dios usa el fracaso como una luz infrarroja, para revelar lo que no podríamos ver de otra manera. El fracaso nos muestra, con dolorosa claridad, cuánto nos importa aún el “qué dirán”, y cuánto nos aferramos a nuestros propios sueños. Por esto es que, justamente en el fracaso, Dios profundiza nuestra dependencia de él. Viéndolo de este modo, el fracaso puede ser un éxito rotundo. En palabras de Bob Goff: “Solía tener miedo a fracasar en las cosas que realmente me importaban, pero ahora tengo más miedo a ser exitoso en las cosas que no importan”.
Señor, quiero que mi carácter te refleje más. Estoy dispuesta a fracasar, si eso me acerca más a ti. Quiero preocuparme más por los éxitos eternos que por la gloria fugaz de este mundo.
2 de marzo
Una vida tranquila
“Pónganse como objetivo vivir una vida tranquila, ocúpense de sus propios asuntos y trabajen con sus manos, tal como los instruimos anteriormente” (1 Tes. 4:11, NTV).
Algunas veces creemos que nuestras vidas deben ser grandes para ser significativas. Pensamos que, para tener valor, debemos dejar un legado visible y extraordinario. Debemos organizar un evento multitudinario, adoptar a veinte niños o luchar contra la trata de personas, para que nuestra vida importe. Y aunque todas estas cosas son buenas, cuando pensamos que el tamaño determina el valor de algo, nos pasamos la vida corriendo, exhaustas. La inseguridad seguirá empujándonos a hacer más cosas, susurrándonos que lo peor que podría pasarnos es que nuestras vidas fueran absolutamente normales y pequeñas. Pero, como escribe Melanie Shankle en It’s All About the Small Things [Se trata de las pequeñas cosas], “pensar de esta manera puede hacer que perdamos de vista las pequeñas cosas que también pueden cambiar una vida: llevar un plato de comida a un vecino enfermo, sonreírle a la camarera que está teniendo un mal día, leerles a nuestros niños antes de ir a dormir, o simplemente orar con alguien que está pasando por un momento difícil”. La hermosa y liberadora verdad del evangelio es esta: lo pequeño es transcendental.
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