El pequeño Cupido reía escondido en la copa de un árbol, pues había clavado una flecha de oro en el corazón de Apolo y lo había encendido de amor por Dafne, la ninfa cazadora, joven y muy bella que se había acercado asustada por sus gritos.
—Ja, jajá— soltaba sus carcajadas Cupido —ya no te burlarás de mí, sufrirás y me recordarás eternamente.
—¿Qué has hecho niñito afeminado?— gritaba Apolo mientras miraba embelesado a la ninfa que, recuperada la calma, continuaba recogiendo flores y frutos.
Cuando Dafne vio que Apolo se acercaba desesperado con intención de atraparla, sintió crecer gran odio por él. Cupido había clavado en su pecho una flecha de plomo y de ese modo había consumado su venganza.
—Dafne, te amo— clamaba Apolo.
—¡Vete, no te acerques! —gritaba Dafne mientras escapaba velozmente.
Ese día logró ponerse a salvo, llegó a su casa y, aterrada, se encerró. Pero Apolo no cesaba de buscarla y perseguirla obsesionado. Se internó en el Olimpo de los dioses para solicitarles ayuda.
—Zeus, padre mío, apiádate, estoy perdidamente enamorado de Dafne y ella huye de mí.
—Pronto la alcanzarás, hijo. Te facilitaré el encuentro—respondió el dios supremo y se esfumó en medio de una nube.
Una mañana, Dafne paseaba con sus hermanas cerca de su casa y vio a Apolo que salía como una flecha desde su escondite y corría hacia ella.
—Dafne, no escapes, te amo— repetía.
—No te acerques, te odio— gritaba Dafne mientras huía desesperada.
Cuando se vio acorralada por Apolo, rogó a su padre que la protegiera:
—Padre, ayúdame, no quiero casarme con Apolo, lo odio, no deseo unirme a él.
—Hija—le respondió angustiado —Eres tan bella, te mereces un buen esposo y yo deseo tener nietos.
—Pero será otro, no Apolo, lo aborrezco. Por favor, ayúdame. Él no puede unirse a mí por la fuerza.
Continuó corriendo y ya casi sin aliento, sin fuerzas. Lloraba e imploraba auxilio divino tropezó y cayó.
Su padre se apiadó y la transformó. En ese instante la piel de Dafne comenzó a volverse una tierna corteza, sus cabellos hojas, sus brazos ramas y sus pies retorcidas raíces que se fijaban cada vez más en la tierra. Cuando Apolo llegó, se abrazó al árbol en que se había convertido Dafne. Y, convencido de que ya no podría tenerla, le juró amor eterno.
—¡Dafne! – la llamaba y lloraba unido al árbol de laurel que ahora era ella —no has querido ser mi esposa, pero nunca dejaré de amarte y tus hojas adornarán por siempre mi cabeza. ¡Dafne! —repetía —a partir de hoy dispondré que la corona de laurel esté sobre la cabeza de reyes, príncipes y emperadores. Será colocada en el cuello de los triunfadores. Reinarás por siempre entre los mejores.
Apolo tuvo que resignarse y amarla en la nueva forma que Dafne había adquirido. Utilizó sus poderes para que la planta de laurel fuera siempre verde y hermosa. Fue el único modo en que, desde ese momento, la adoró, la acarició y la cuidó.
Y colorín colorado… este mito ha terminado. El laurel también está en algunos escudos, los laureados son los victoriosos y… Laura ¿Conocen una Laura? Es una triunfadora, coronada de laurel.
¡Cuántas costumbres heredamos de los griegos y romanos! ¿Verdad?
¿Escucharon hablar del Hades? En la antigüedad era el nombre del lugar donde residían todos los muertos y, a veces, los seres queridos los podían visitar. Ahora les cuento un mito en el que podemos ver de qué se trataba esto. ¿Se animan?
Orfeo, el dios de la música y las artes, subyugaba a todos los seres vivos con su lira, un instrumento de cuerdas. Cuando tocaba el bosque cambiaba, los animales apaciguaban su andar furioso y algunos se acercaban a él como encantados por un acto de magia. El río tranquilizaba sus turbulentas aguas y se deslizaba apenas rumoroso. Las aves se posaban en las ramas para escuchar las notas de la lira y hasta las flores se abrían más grandes y bellas, y se resaltaba su color. Cuando Orfeo tañía la lira, el carácter de los hombres más ariscos se sedaba.
En la travesía marítima de los Argonautas de Jasón que iban a buscar el poder del Vellocino de Oro, Orfeo participó como jefe de maniobras, no como galeote. En un momento vio que, imprudentemente se aproximaban a las sirenas que embrujaban con su canto a los marinos para acercarlos y luego devorarlos.
—¡Oh, qué hermosas melodías! —gritaban contentos los remeros mientras dirigían veloces las naves hacia las sirenas.
Orfeo fue testigo de la osadía, comprendió el problema, pero ya no tenía tiempo de hacerles cambiar el rumbo y decidió tañer la lira con una música más dulce y además más potente para encubrir los cantos de las magas:
—¡Remen con fuerza, Argonautas! —los exhortó mientras tocaba el instrumento.
El sonido de su lira no solo fue más potente sino también más bello, puesto que, hasta las mismas sirenas, embelesadas, redujeron el tono de sus voces para escucharlo. Los marineros lograron superar la zona de peligro y continuaron su viaje.
El temple sereno y decidido de Orfeo salvó a los Argonautas, pero al llegar a destino les recordó el peligro y les advirtió que nunca más repitieran esa hazaña pues él no estaría con ellos para ayudarlos.
—Si hubieran escuchado el canto de las sirenas, si no hubiera logrado aplacarlas con mi música, no estarían vivos—les dijo severo y convincente.
Los compañeros agradecidos reconocieron su imprudencia y prometieron ser más cautelosos cuando navegaran.
Generalmente, Orfeo se internaba en el bosque, buscaba un valle o un rincón apacible y se sentaba durante horas para crear nuevas melodías.
Un día, mientras limpiaba su lira, vio entre los árboles a una ninfa que corría un cervatillo, jugando. Era la ninfa Eurídice:
—¡Qué regalo de los dioses ha llegado a mi puerta! —le dijo Orfeo—Es la primera vez que te veo por aquí.
—Me llamo Eurídice, los animales son mis amigos y el bosque es mi casa. Tal vez nunca habías detenido tu marcha en este valle encantado que hoy visitas y por eso no me has visto—aclaró ella y prosiguieron con una amigable conversación.
A partir de aquel encuentro y de la larga charla que mantuvieron esa tarde de primavera, Orfeo y Eurídice se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir en la corte.
La ninfa nunca dejó de pasear por el bosque ni de visitar a sus amigos y jugar con ellos, pero un día, tropezó con el dios de los cazadores, Aristeo, que corría presuroso tras un cervatillo:
—¡Oh! ¿Qué ven mis ojos? —dijo el cazador al momento que detenía su carrera. Inmediatamente le preguntó a Eurídice:
—¿Por cuál de estos senderos ha huido el cervatillo?
Y aunque muy bien lo sabía, Eurídice no le respondió. No deseaba revelarle el camino pues ella quería y protegía a sus amiguitos del bosque. Jamás permitiría que un cazador lo atrapase.
—¡Dame un beso, ninfa protectora! —pidió Aristeo—No quieres responderme, pero si me das un beso me sentiré recompensado, menos agraviado.
—¡Jamás! – lo rechazó furiosa Eurídice y huyó veloz entre la maleza.
El cazador la persiguió enfurecido. Ella conocía muy bien los vericuetos y pasadizos secretos del bosque y no logró ser atrapada. Sin embargo, a mitad de la carrera pisó una serpiente y esta, al sentirse agredida, la mordió. En pocos minutos el veneno la mató y allí quedó, rodeada por todos sus amiguitos silvestres.
Читать дальше