Además de este tipo de mago-sacerdote, existía en Caldea el hechicero o hechicera que utiliza sus pretendidos poderes no para expulsar espíritus malignos, sino para atraerlos sobre determinada persona por medio de conjuros; es el clásico hechicero, hombre o mujer, que hace filtros prodigiosos, fabrica maleficios en figuras que representan al maleficiado, vende venenos o ejerce una adivinación basada en su trato con los demonios y no en esas combinaciones numéricas a las que fueron tan aficionados los magos babilónicos. Esas maldiciones y conjuros del hechicero eran muy temidos, pues en Caldea se afirmaba siempre que «la maldición obra sobre el hombre como un demonio maligno… y la imprecación maléfica es causa de la enfermedad». 3 Para librarse del influjo maléfico de esas maldiciones del hechicero solicitaban el conjuro protector del mago; y, como medida preventiva contra toda suerte de filtros o hechizos, confiaban en la protección del amuleto con una fe tal que el poseedor de uno de ellos se consideraba inviolable no solo para los conjuros de los hechiceros, sino incluso para los malos espíritus, como si poseyese una barrera mágica infranqueable.
En Egipto, los magos sacerdotes también se reservaron para los dioses, como los caldeos, las sacerdotisas más bellas, y también personificaron a los ídolos en este sentido; pero no incurrieron en el vicio caldeo ni entregaron a las mujeres a la degeneración.
Tuvo más fuerza en Egipto el poder sugestivo de la intercesión de sus dioses que las prácticas típicamente propias de la hechicería; así, por ejemplo, en tiempos de Ramsés II sucedió un hecho que pone de relieve lo anteriormente dicho. Acaeció que una cuñada del faraón, hija de un jefe sirio, llevaba mucho tiempo enferma, víctima, según decían, de un mal espíritu, y los conjuros del jefe de los magos reales, Thotemhabi, habían fracasado; pero el jefe sirio pidió consejo a Ramsés II, «representante del dios del Sol o dios Ra», y este mandó hacer una reproducción de la estatua del dios Khonsú, la cual expuso ante el ídolo original, diciendo: «Inspírala tu virtud divina y la enviaré para que cure a la hija del príncipe de Bakhtan». 4 He aquí, pues, cómo el concepto religioso en Egipto se imponía como recurso superior al de los sortilegios de la hechicería. Por cierto que el éxito sugestivo logrado por esta segunda efigie del ídolo Khonsú le valió a Ramsés II buenos regalos, y al santuario, una rica ofrenda por parte de la princesa, ya curada de su padecimiento psíquico.
Pero los magos egipcios alcanzaban a veces grandes éxitos sobre el histerismo y sobre los terrores supersticiosos, tan abundantes entonces, sin recurrir a la intervención de los dioses; les bastaba el influjo sugestivo de sus fórmulas oscuras, que infundían respeto en sus consultantes. Otras veces, ante una dolencia no imagiria, sino real, ensayaban el efecto de sus conocimientos sobre las plantas medicinales mientras ayudaban a la buena disposición del ánimo del enfermo mediante el galimatías de la consabida frase exorcística, como, por ejemplo, la fórmula que en el papiro de Leyden se recomienda para curar el dolor de cabeza con las siguientes palabras: «La parte delantera de la cabeza es de los chacales divinos, la de atrás es un cerdito de Ra. Colócalas encima de un brasero; cuando el humor que salga de ellas llegue al cielo, caerá una gota de sangre sobre la tierra. Repite estas palabras cuatro veces». 5 Y como esta fórmula mágica, las había para todo tipo de necesidades que pudieran presentarse en el ejercicio de este sacerdocio médico-mágico. Era un dualismo de ficción imaginativa, por una parte, y práctica de herboristería empírica, por otra, que ejercía una doble función terapéutica: la sugestiva y la física.
Los magos egipcios fueron más teúrgicos que los del resto de países del Próximo Oriente; fueron también más conocedores del poder intelectual, del influjo hipnótico; pero, celosos de su nivel cultural, dejaron que el vulgo se entregara a la adoración de los símbolos y llegaran a la veneración del buey, del gato o del cocodrilo, alentando estas supersticiones para garantzarse la exclusividad de su vedado intelectual.
Y es que en todas las manifestaciones de la magia en el Próximo Oriente hubo dos corrientes: la de los conocimientos físico-naturales, y la del pasto supersticioso, que se entregaba al pueblo para garantizar la intangibilidad del primero.
Los conocimientos sobre acústica, mecánica, hidrostática, química fueron la base de las maravillas efectuadas por los magos del Próximo Oriente en presencia del pueblo, inane anteel terror supersticioso, o del asombro de los alumnos de sus respectivas escuelas o templos. Sin que les neguemos un indiscutible afán recopilador de todos los conocimientos adquiridos que les llegaron a través de los siglos y una constancia en el trabajo cotidiano como investigadores, hay que reconocer también que no dudaron estos magos en valerse del artificio para mantener su prestigio ante la Corte y conservar el temor respetuoso del pueblo. Era evidente ese artificio, por ejemplo, en lo que respecta a Egipto, cuando el faraón consultaba a la estatua articulada de madera del dios Amón, aquella que los sacerdotes exhibían a través de un velo. Sus ojos de esmalte brillaban en la sombra, y mientras una nube de incienso quemado por un sacerdote envolvía la escena, otro sacerdote oculto en la sombra movía los brazos articulados de Amón y representaba su voz para dar en forma lacónica las respuestas, sí o no, sobre una nueva elección de gobernador, sobre una sentencia, o en relación con cualquier cuestión social o política, cuando el faraón interpelaba con acento de invocación a la estatua, ante la presencia del cortejo, que aguardaba a una respetuosa distancia. En la misma forma, la estatua de Amón aceptaba o rechazaba proféticamente un rollo de pergamino o una tablilla que el sacerdote ponía al alcance de sus brazos articulados. 6 Como en un pergamino se hacía la consulta en sentido afirmativo y en otro negativo, la elección del dios era evidente cuando su brazo «cogía» uno de los pergaminos y dejaba caer el otro en el suelo.
El sacerdocio egipcio constituía una fuerza tan grande como un Estado dentro del propio Estado, y cuando brotaban las grandes revoluciones populares que, como la del año 2360 a. C., hacían peligrar su poderío, ellos sabían esperar o sacar partido de la revuelta para afianzar al fin su dominio con más fuerza; así, por ejemplo, en una época posterior en que, tras los ensayos del místico humanista antisacerdotal Amenhotep IV, este logró gobernar sin el control de Amón y del sacerdocio, su empeño revolucionario terminó en un rotundo fracaso, porque los sacerdotes recuperaron con su sucesor, Tut-Ank-Amon, el prestigio mágico con un influjo mayor aún.
Los recursos de lo que hoy constituye una infantil física recreativa fueron explorados por el sacerdote egipcio con gran éxito para sus prodigios. Ahora bien, el conjunto de conocimientos físico-químicos, astronómicos, incluso psicológicos necesarios para embaucar al pueblo implicaban un nivel cultural superior, atesorado entre los magos y sacerdotes quizá como pobres residuos de alguna civilización anterior desaparecida y de la que aún no se tiene noticia histórica.
Incluso sin ningún artificio físico, los magos muy entrenados eran capaces de «hacer ver», mediante alucinaciones, apariciones engañosas, o «hacer desaparecer», por sugestión del observador, algún objeto presente.
Cuando el individuo cree ver, mirando al exterior, lo que en realidad ve dentro de sí en sus representaciones mentales que une a las sensaciones externas, fundiéndolas en un estado tan difícil de discernir por él, es capaz entonces de afirmar que ha visto lo que no ha existido realmente en el exterior, más allá de su propia ilusión. Este es, a través de la historia de la magia, el punto de partida de su poder subyugante, ejercido en un ambiente propicio. De este modo, cuando leemos que un mago egipcio 7 echó al agua, delante del rey, un pequeño cocodrilo modelado con cera, y el rey «lo vio» crecer y crecer en el agua hasta transformarse en un auténtico cocodrilo que nadaba, se sumergía y volvía a la superficie, siguiendo las órdenes del mago, es indudable que el faraón no se daba cuenta de que creía ver en el exterior lo que solamente era una serie de representaciones mentales, que asociaba a lo que realmente le transmitían sus sentidos.
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