Luis Bonilla García - Historia de la hechicería y de las brujas

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Historia de la hechicería y de las brujas: краткое содержание, описание и аннотация

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El mundo sobrenatural forma parte de lo cotidiano por muy racionales y escépticos que pretendamos ser, puesto que no sólo siguen activas creencias y prácticas, sino que forman parte de nuestra cultura y de nuestra historia. «Historia de la hechicería y de las brujas» nos presenta a hechiceros y brujas de todas las latitudes y épocas, pero también de su impacto en las sociedades donde se han manifestado. Aborda el tema desde una doble perspectiva: histórica y psicológica, y lo apuntala con una lúcida reflexión sobre su potencial para condicionar todas las tramas políticas. El libro de Luis Bonilla debe de insertarse en ese contexto.

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Las naves tartesas salían al Atlántico costeando Portugal y el norte de España para alcanzar las inmediaciones de lo que más tarde llegaría a ser el canal de la Mancha, tal como hoy lo conocemos por los hundimientos geológicos, hasta Bretaña, la de las fabulosas supersticiones celtas; las islas británicas y a veces hasta el Báltico. Esta era su ruta norte, la del estaño; pero en su ruta sur llegaban a las Canarias, Madeira y, costeando el África occidental, hasta Nigeria, donde los últimos descubrimientos arqueológicos dan pie a conjeturas fascinantes sobre las más lejanas y desconocidas civilizaciones 1 y sobre el intercambio de la floreciente cultura occidental (tartesia, etrusca, africana) y sus relaciones con las del Mediterráneo oriental, como la fenicia y cretense, antes de que los griegos llegasen a las Columnas de Hércules. Pero, más tarde, con la desaparición del Imperio tartésico en Occidente y la extinción del Imperio cretense en Oriente llegó el predominio de las naves griegas, y, con el establecimiento de sus colonias en el Mediterráneo, incorporaron a estos pueblos sus mitos.

Los tartesos habían alcanzado una cultura capaz de intercambios comerciales con aquellas otras civilizaciones del Mediterráneo oriental; por eso no solo fueron receptores de supersticiosas influencias extrañas, sino más bien centro de intercambio en la puerta atlántica del Mediterráneo hacia el Océano, como transmisores de mitos en sus largos viajes y foco de irradiación para el resto de Iberia. Así, por ejemplo, el mito del toro cretense parece unir dos focos culturales, Tartessos y Creta, a ambos extremos del Mediterráneo. Y, al compás de los mitos, las prácticas mágicas encuentran terreno abonado en la mente ibera, a cuyos ritos aluden las estatuas de sacerdotisas o damas oferentes halladas en el cerro de los Santos (Montealegre, Albacete).

Fueron quizá las navegaciones tartésicas hacia el sur las que establecieron en el país de los precursores de los yorubas, en Nigeria, focos de cultura colonial diecisiete siglos antes de nuestra era. Por eso ciertos ritos de la costa occidental africana recuerdan algunos mitos tartesos. La diosa tartesa del mar, la adoración a la Luna, a la estrella de la mañana son mitos tartesos pertenecientes a este núcleo cultural atlántico nacido misteriosamente a partir de las Columnas de Hércules y del que llegaron al Mediterráneo oriental confusas noticias por los relatos de los navegantes fenicios, cretenses y griegos.

Pero los mitos y la magia tartesa eran pacíficos, como su cultura, no cruentos ni inclinados a los sacrificios, como sus vecinos lusitanos de la protohistoria, cuyos magos adivinos hacían sus predicciones mediante la observación de las convulsiones agónicas de los prisioneros degollados.

En este núcleo cultural atlántico existían dos estratos de civilización milenaria. Es decir, un gran foco de cultura, que, como en el caso de la etrusca, se ignora su procedencia, aunque suele atribuirse a Lidia, y poseía unos mitos más poéticos e intelectuales que los de las tribus iberas; mientras estas últimas, de origen africano, se hallaban en la misma época del esplendor tarteso más cercanas a las supersticiones y hechicerías de tipo prehistórico.

Desde los tiempos prehistóricos, el sentimiento del terror ante la muerte y la enfermedad, 2 así como la observación de los fenómenos naturales, crearon en todos los pueblos una falsa asociación de ideas, de tal forma que lo fuerte podría conferir fortaleza, y la subida de la marea, por ejemplo, sería el mejor momento para la siembra de los campos y para la fecundación en general. Se crean infinidad de pantomimas, que los agricultores y cazadores efectúan como si la realidad se dejase aprehender por la ficción, como si los hechos pudieran coaccionarse por una inconsciencia imitativa. Así, el pescador finge que su red coge peces antes de pescar, o el cazador simula caer en el cepo antes de la caza. Estos son los primeros balbuceos de lo que podría considerarse como el origen mental de la llamada magia blanca.

El hombre busca el hechizo protector, primero, sobre las más apremiantes necesidades y sus terrores ante los hechos naturales, como los eclipses; pero con el tiempo se irá ampliando este campo en todos los aspectos de la vida, y surgirá no ya la creencia supersticiosa, sino la necesidad del profesional . Los hechiceros se harán imprescindibles, porque la magia habrá alcanzado ya un campo tan amplio que a cada hombre no le bastará su fetiche, su tabú o su escaso conocimiento mágico para creerse defendido o para lograr sus apetencias; se respetará más que a nadie a ese «conocedor» que, por inclinación a la observación de la naturaleza, ha preferido dedicarse al ejercicio de las prácticas mágicas, las cuales no son sino conocimientos empíricos o vulgares que él ofrece envueltos en misterio, en beneficio de aquellos que cazan, pescan o labran, y que, en compensación, están obligados a subvenir a las necesidades del hechicero.

El hechicero estimula las necesidades de su intervención en todos los actos de la vida cotidiana de la tribu, no se conforma con poder estudiar los fenómenos naturales mientras los demás buscan el sustento: desea subyugar, y puede hacerlo porque conoce ya elementales procesos físicos de causa y efecto que le hacen capaz de hacer creer pretendidos «prodigios» y vaticinar, por ejemplo, fenómenos atmosféricos que nadie duda en atribuir a su magia. Pero la tribu pide más, cada vez más, poder al hechicero: para vencer en la guerra, para evitar la sequía, para librarse de las enfermedades, para combatir la esterilidad; para casos en los que el hechicero sabe que no le es dado conseguir nada, pero él ensaya a ciegas, crea nuevas prácticas que lo desbordan y al fin se abandona a la casualidad y no a la causalidad; y así, unas veces por azar obtiene triunfos imprevistos y otras se precipita en el fracaso más rotundo, con peligro de su propia vida, ante la decepción de la tribu.

Desde entonces, a la magia natural, en la que creyó sinceramente el hechicero en sus comienzos, se ve obligado a unir la superchería, los pronósticos imprecisos, los vaticinios que le dejan abierta una puerta de salvación. Va agregando palabras y señales confusas cuando realiza un acto de magia, que adorna con misteriosos simbolismos gráficos. Y precisamente ahora que es más engañado el pueblo, es más crédulo; su fe en aquella ciencia del hechicero lo sugestiona realmente. El hechicero empieza a conocer el influjo personal de la voluntad, aunque él no sepa lo que es; empieza a hipnotizar o sugestionar, a «hacer ver» lo que el pueblo «quiere ver», sin tener que hacer otra cosa sino ejercer su prestigio supersticioso. Por otro lado, no todo es ficción, pues el hechicero sigue estudiando privadamente la naturaleza. Llegamos al punto donde la función del hechicero se desdobla, y sobre el ejercicio propiamente mágico o supersticioso que lo mantiene nace la astrología, la alquimia y la medicina, basadas en los rudimentarios conocimientos naturales. Una parte de ficción, otra de verdad, que quizá ni él mismo sabe deslindar.

Pero el hechicero, que ha logrado un poder sobre la tribu quizá mayor que el del jefe guerrero, ha ido perdiendo con los siglos su autoridad ante sus evidentes fracasos; ha llegado demasiado lejos, y crea para mantener su prestigio una fantasmagórica legión de seres, unos protectores y otros nefandos. La hechicería lleva ya muchos miles de años de existencia para dejarse vencer sin lucha, ante el pueblo, por el santuario, cuyo sacerdote, auxiliado de las damas oferentes o sacerdotisas del culto a los astros, cuenta con el respeto de la tribu. Por eso, el hechicero de la magia naturalista, herborista o simbolista pasa a crear la magia negra, que ya no está basada en falsas asociaciones de ideas ni en conocimientos naturales, sino que pretende auxiliarse de fantásticos seres invisibles que pueblan el universo y a los que solamente el brujo se atribuye la facultad de invocar en beneficio del consultante o en perjuicio de su enemigo. Es la hechicería utilitaria y despiadada que pretende un fin inmediato y práctico por el veneno, la sugestión y el terror; mientras, el mago naturalista abandona estos derroteros imaginativos para hacerse curandero estudioso que realiza trepanaciones en los locos, utiliza hierbas astringentes, laxantes o desinfectantes, empíricamente, pero sin el concurso de los seres maléficos de que hace gala el hechicero-brujo.

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