Esta obra no juega con las ideas ni deja cabos maliciosamente sueltos para excitar la fantasía inconsciente del lector, sino que, a través de una sana interpretación histórica y psicológica, le descubre el terrible lastre social de la hechicería en sus múltiples aspectos a través de los siglos.
ORIGEN DE LA HECHICERÍA
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LA HECHICERÍA EN LOS MITOS DE LA PREHISTORIA
Los testimonios más antiguos que poseemos de la existencia de prácticas mágicas se remontan a los habitantes de las cavernas. Ya en el Paleolítico preocupaban a la humanidad los poderes ocultos, y esta era capaz de sentir esa fácil credulidad en las fuerzas desconocidas que, como bagaje mental, acompañan a las manifestaciones humanas a través de los milenios.
Los artistas de la Edad de Piedra nos han dejado, junto con las escenas de caza, tan llenas de vida, representaciones de indudable carácter mágico, como las danzas, los hechiceros con apariencia híbrida de hombre-toro u hombre-bisonte, signos en forma de choza, siluetas de manos con el dintorno coloreado en rojo o negro y otros dibujos cuyo significado es un enigma para nosotros.
Casi un centenar de cuevas entre España y Francia atestiguan con sus grabados y pinturas rupestres sobre la vida de aquellos tiempos, de sus afanes en la caza por obtener el sustento, de sus adornos para alcanzar una sobreestimación jerárquica, heroica o amorosa, y de sus preocupaciones sobre el poder de fuerzas desconocidas, que pretenden conjurar por medio de talismanes o mediante la intervención de hechiceros. Y como las familias viven cotidianamente sobre la caza, todas sus manifestaciones están directamente relacionadas con su problema vital. Así, las manifestaciones mágico-religiosas y de hechicerías dimanan de una psicología de cazadores.
Muchas representaciones pictóricas de animales muestran heridas simbólicas; es decir, las heridas que se desean hacer en la cacería. A veces, estos animales aparecen sin cabeza, no porque se haya borrado por efecto del tiempo, sino porque nunca llegó a ser interpretada por el artista hechicero en gracia a un oscuro propósito simbólico, como podernos ver en la representación de un bisonte sin cabeza de la cueva de Altamira. Otras veces, por el contrario, se detalla lo que realmente no debería verse, como en el elefante (Elephas antiquus) de la Cueva de el Pindal, que ostenta visible su corazón con un propósito mágico de embrujamiento, cuyo significado ignoramos. Es de suponer en él un sortilegio de captura o de simbólico intento de captación de la potencia del más fuerte de los animales. Determinados animales, esos que son más útiles para aquellas familias, parecen gozar de cierto valor mágico, pues podemos ver sus características más distintivas representadas en los dibujos híbridos o antropomorfos de los hechiceros. Así, llevan estos hechiceros todo su cuerpo cubierto por una piel de animal, a veces con la cornamenta en la cabeza, como en la pintura del hechicero de la cueva de Tuc d’Audoubert; pero esta preocupación híbrida-animista llega a todo su barroquismo en el hechicero de la Gruta de los Trois-Frères (Francia), que ostenta en su cara de mochuelo una larga barba de bisonte y orejas de lobo, va coronado por unas hermosas astas de ciervo y posteriormente adornado con una cola que parece de caballo, aunque sus extremidades inferiores sean completamente humanas.
Parece existir un cierto paralelismo mágico entre las características de estos hechiceros paleolíticos del sudoeste europeo con los hechiceros actuales centroafricanos, separados por un abismo en el tiempo de quince mil años. Pero ¿qué son quince mil años en la historia de la humanidad? Pueden representar mucho si se mira desde el punto de vista de nuestra historia, si recordamos que los datos realmente históricos de nuestra evolución cultural se remontan a unos cuatro mil años antes de Jesucristo con las excavaciones sobre la primitiva cultura de los sumerios; pero en cuanto entramos en el campo de la prehistoria, lo que eran siglos históricos se vuelven milenios, para perderse en lo desconocido; mas aun cuando las recientes excavaciones nos hacen rectificar cada vez más lejos nuestra cronología, la antigüedad del género humano se amplía prodigiosamente. Así, por ejemplo, el homínido descubierto en la actualidad por el profesor Hurzeler en una mina de lignito de la provincia de Grosseto (Italia) abre millones de años hacia atrás para la existencia de seres evidentemente arcaicos, pero con indiscutibles peculiaridades de homínidos y características que, como el hueso nasal, no posee ningún simio, ya que este particular es una prerrogativa exclusiva del hombre. Téngase en cuenta que hasta 1957 el Oreopithecus se había considerado como una clase de simio perteneciente a la era terciaria, o sea de unos diez millones de años atrás, mientras al hombre no se le daba una existencia posible sino desde el cuaternario. Pero el profesor Johannes Hurzeler, descubridor del llamado hombre de Grosseto, ha puesto de relieve la diferencia entre el simio y este homínido descubierto por él, cuyo esqueleto pertenecía a un ser de un metro veinte, con una columna vertebral lo suficientemente fuerte para permitirle caminar casi erguido, un perfil casi humano, unos dientes incisivos verticales y no oblicuos. Todo, en definitiva, no lo suficiente para establecer hipótesis hasta que los trabajos del profesor sobre su Oreopithecus estén terminados, sino para hacernos mirar hacia el pasado con un horizonte de varios millones de años. Y, por eso, al contemplar las pinturas rupestres, donde los artistas de nuestra Edad de Piedra dejaron plasmados sus problemas de orden material y psíquico, no pensamos en ellos como en unos seres arcaicos, en estado salvaje, sino que empezamos a comprender lo cerca que están de nosotros en el tiempo, y admiramos con más calma ese vigor incomparable de sus pinturas, cuya expresividad y síntesis vital quisieran poseer muchos artistas actuales.
El artista prehistórico no realizó en las cuevas sus grabados y pinturas ocasionalmente o por distracción como un balbuceo de extroversión artística, pues su vigor expresivo acredita su técnica, que renuncia al detalle realista en beneficio de la fuerza vital expresiva del sentimiento. Y, por eso, toda su pintura tiene un significado vívido, o, quizá mejor, vive en su propio dibujo. Así, aquellos hechiceros coronados de absurda cornamenta, cubiertos con pieles de animales, entre un pueblo que vivía semidesnudo, nos evitan falsas interpretaciones caprichosas para hacernos pensar más profundamente en su oculto significado dentro del terreno de ese vedado mágico que respetaron todos los pueblos.
El hombre del Paleolítico, al igual que los pueblos primitivos del presente, se colgaba collares con dientes de animales, conchas, objetos perforados de marfil o hueso en forma de hoja, estatuillas, todo lo cual tenía la doble función de adorno y amuleto. También sus arpones se adornaban con signos mágicos propiciatorios de la buena caza, como los llamados bastones perforados o bastones de mando, que, en opinión de Salomón Reinach, estuvieron destinados a un fin mágico para conjuros y prácticas de hechicería. Podemos imaginar a uno de aquellos hechiceros disfrazado con piel y cabeza de bisonte o de toro mientras empuña su bastón mágico para dirigir las ceremonias rituales ante la tribu. Son ceremonias de protección antes de la cacería o antes de la batalla; otras veces, erigido en jefe-mago, dictamina sobre la suerte de los prisioneros o excita a la veneración de animales sagrados, animales totémicos que el pueblo ha visto representados en las pinturas de la cueva religiosa de la tribu.
El hechicero de la Edad de Piedra dispone también de vasos rituales. Son estos vasos las copas talladas en cráneos humanos como los que se han hallado en las cuevas del Paleolítico superior de Francia y del norte de España. Estos vasos, hechos con las bóvedas craneales, debían poseer, sin duda, un valor talismánico en relación con el espíritu del muerto, lo cual está indirectamente relacionado con ese culto al cráneo de los pueblos en estado primitivo y con la momificación que se hacía de las cabezas en ciertas tribus de América y de Oceanía, donde estas cabezas constituían un verdadero talismán, por abundar en la creencia de que el poseedor disponía así de la fuerza anímica del difunto mientras las tuviera en su poder; todo lo cual podía derivar hacia el culto de los antepasados cuando la cabeza procedía de un pariente.
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