Sí, sí. La princesa lo comprendía todo —según la Pancorbo, a fuerza de estudiarlo—. Ella no se asustaba —estaba curada de sustos—. En aquellas cosas… María volvió por los fueros de aquellas cosas.
—No, si se suelen llevar muy bien; pero hoy…
Y, nerviosa, dejó escapar el abanico que aleteaba entre sus dedos, y que, chocando primero contra los forjados hierros del barandal, fue a estrellarse contra el entarimado del suelo, moviendo gran estrépito. Al verlo caer, lanzó débil grito acompañado de un gesto de cómica consternación.
Una voz allá, en el gallinero, repitió el grito, y luego otra y otra. Un «no te asustes, prenda» fue acompañado de algunos ¡olés! La morena, se volvió a Julito Calabrés, que de pie en el palco exhibía su empaque lorrainesco, satisfecho de verse objeto de la pública expectación.
—Se están pitorreando de nosotros —dijo.
—Si eres atroz… Estoy azorado.
Y se volvía a todas partes, sonriendo satisfecho, buscando alguien conocido que contase al día siguiente la aventura de «aquellas locas», incluyéndole a él como principal actor.
En butacas estaba Rosendo Calvet —chismoso como una portera— con aquella toilette6 de pretenciosa cursilería, que pregonaba a la legua el quiero y no puedo, y aquél sería su Homero…
Mientras, el escándalo iba in crescendo7 . Los gritos, las risas, los aplausos aumentaban por momentos. El general habíase salido del palco. Él, como guerrero invicto y caballero ilustre, no podía ver afrentar a damas en su presencia, y por eso… al comenzar un peligro, se ausentaba discretamente. María se puso en pie, aproximándose a Lina.
—Hija, ¿qué pasa? —preguntó ésta—. ¿La degollación de los Santos Inocentes?
—De los santos indecentes, querrás decir.
Y rio alocadamente.
La Wladimirosky estaba encantada. ¡Oh, qué cosa tan española! ¡Qué bello país galante! Porque aquella dama no comprendía más que una España de pandereta, la España de navaja y alamares que amaron Dumas y Gautier. Era una extravagante por carácter y por pose. Polaca, casada con un gran señor ruso, sintiose arrebatada por las evangélicas doctrinas de Tolstoi, y tan honda compasión sintió por los siervos, y tales fueron sus aproximaciones a ellos, que su marido, que aún conservaba algo de la brutalidad de sus antepasados, quiso que con sus esclavos compartiera el knut 8, del que —y (habla la Pancorbo) no era cosa de dudarlo, cuando tantos amigos afirmaban haberlas visto— aún conservaba en su cuerpo las señales. Divorciada después de esta aventura, y errante por Europa, la vida fue para ella perpetuo correr de sensacionales lances. Conspiradora en Polonia, apóstol del feminismo en Norteamérica, sportwoman9 en Inglaterra, 'dilettanti en Italia, había viajado por Andalucía, acariciando la secreta esperanza de hacerse amar de un toreador y secuestrar por un facineroso con patillas de boca de hacha, calañés y polainas.
El vocerío amainaba; pero Lina, impaciente, más por los celos que por temor al escándalo, se quería ir.
—Esto se acabó. ¿Vamos?
Y se puso en pie.
María se acercó al barandal, y miró a su pobre abanico caído.
—Julito, mi vida, ¿sabes lo que debías de hacer? Bajar a por mi abanico.
—Estás fresca. Jamais de la vie!10
—¡Qué amable!
Y fijó sus ojos, llenos de pena, en el abanico, y luego en el Niño de las Verónicas. Este se alzó de su asiento y, lento, con andares toreros, se aproximó al palco, recogió del suelo el «perico» y se lo tendió a la dama, llevándose la mano al sombrero. Ella rio, flechando en él los ojos, que quiso hacer matadores —y no fueron más que banderilleros—; después murmuró:
—¡Al pelo!… Gracias.
En el teatro resonó una salva de aplausos.
Bajo los focos de luz eléctrica, mezclados los negros gabanes de los caballeros con los llamativos abrigos de las damas, formaban grupo, bulliciosos y parleros, junto al Panhard 11de Lina, que trepidaba de impaciencia.
Algunos golfos comentadores les contemplaban con impertinente curiosidad; a unos cuantos pasos de ellos, el Niño de las Verónicas ponía varas a María Montaraz, que reía escandalosamente y se timaba con una desvergüenza admirable. Entre las risas en sordina, vibraban como notas agudas el hablar exótico de la Wladimirosky, que arrastraba las erres y se comía las jotas, y las notas agudas, ceceantes, de María. La morena les embromaba con sus proyectos para aquella noche, y las palabras, llenas de frívola banalidad, se clavaban en el corazón de Lina, que disimulaba, fingiendo regocijo.
—¡Ay, general! —chillaba la Montaraz—. ¡Dios sabe dónde irán ustedes ahora!
—A la cama.
—Detalles no, ¡por Dios!
Y fingió pudoroso espanto. Luego, volviéndose a Julito:
—Hijo, no sé cómo os gusta iros con esas prójimas. ¡Tan brutas!
El caballero murmuró algo que sonó a la dama, como rivalidades del oficio o competencias.
—No, si es un pendón. No compares, haz el favor. A mí todavía no me han sacado en ninguna procesión.
—¡Qué injusticia! ¡Estás postergada!
—¡Guasón!
—¡No te apures, que ya te llegará el turno!
—¡Magras!
Mientras, Lina hablaba acaloradamente con Willy.
—¿Vienes en el auto?
—¿No ves que no cabemos?
—Como caber…
El hizo un gesto de impaciencia.
—Como no me siente encima de la Wladimirosky…
Ella preguntó con voz que, pese a sus esfuerzos por parecer natural, denunciaba su inquietud:
—¿Te vas a tu casa?
—Sí.
Fue un «sí» largo, nervioso, aburrido.
—¿Vendrás a almorzar mañana?
—Iré.
—No me des mico.
El galán se impacientaba.
—No, no. Iré, sin falta.
Subieron al automóvil. Sonaban las voces de los caballeros, protestando débilmente, y las risas locas de las damas, en banvillesca algarabía. De pronto, una nota más hueca, más sonora, rasgó el melódico concierto. ¡Bah!, nada. A Lina, que se le habría desgarrado la risa. María la miró. Las tristezas que vivían en el fondo de su corazón se asomaban a las ventanas de sus ojos, y perlaban una lágrima en el borde de las pestañas de oro.
Elle est la fleur superbe et froide des poisons,
et le péché mortel aux âcres floraisons
de sa chair vénéneuse en parfums noire transpire.
Albert Samain
—¿Entramos, sí o no?
El automóvil había descendido rápido, y después de penetrar en la puerta del Sol, girado y desaparecido a su vista, cuando Julito formuló su pregunta encarándose con el general. Iba éste, propicio siempre a cuanto significaba estudio, a contestar afirmativamente, cuando el marqués intervino atajándole la palabra:
—Ustedes harán lo que quieran; en cuanto a mí, tengo que madrugar para asuntos del Ministerio, y no puedo acostarme a las mil.
—Yo también debía madrugar —afirmó Julito, por no parecer menos, llevado de aquel loco prurito que le hacía desear ser en los bautizos el recién nacido, en las bodas el novio y en los entierros el muerto—; pero no puedo, no tengo naturaleza para ello.
—A mí me espanta madrugar —y hablaba Willy con aquella su voz sonora, un poco hueca—. Ya ven ustedes si deseo adelgazar: pues, para conseguirlo, haría todo, todo menos gimnasia, madrugar o ser persona respetable.
Rieron Julito y el general la patochada, y el marqués se encogió de hombros con la misma sonrisa de benévolo desdén con que podría hacerlo ante la salida de tono de un niño precoz. Señor, ¡qué necesidad había de hacer gala de un cinismo en que él, el marqués de San Balandrán, no creía! Y recordó aquella máxima que estampara en un momento de espontaneidad en su libro de memorias: «los seres que dicen carecer de ese enojoso apéndice llamado honor, pueden dividirse en dos grupos: seres que dicen no tenerlo, pero que en realidad lo tienen, y seres que, careciendo de él, pretenden poseerlo: de los primeros son todos los inconvenientes sin ninguna de las ventajas; de los segundos, todas las ventajas sin ninguno de los inconvenientes»; máxima que tanto le ayudara a medrar en la vida, bajo aquella noble capa de religiosidad que no tenía, de moralidad a la que miraba con desdén, y de recta honradez que no sentía, capa en la que supo envolverse con la noble majestad de un calatravo 12y que siendo para todos como era, transparente, todos en ella aparentaban creer, como los cortesanos de aquel cuento de Anderson, que aplaudían la magnificencia del regio traje cuando el rey iba desnudo.
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